CAPÍTULO 42

ABRI EL LABERINTO

Escoltado por Vasu, Haplo y sus compañeros cruzaron las enormes puertas de hierro que daban paso a las calles de Abri. No los vigilaba ningún otro patryn; el dirigente había asumido la responsabilidad en persona, tras indicar a Kari y a los suyos que regresaran a sus casas y descansaran del esfuerzo. Los patryn, no obstante, se congregaron a respetuosa distancia para observar a los extraños. Corrió la voz, y las calles no tardaron en poblarse de hombres, mujeres y niños, más curiosos que hostiles.

Por supuesto, la ausencia de guardias no significaba que confiaran en ellos, reflexionó Haplo con ánimo sombrío. Al fin y al cabo, se encontraban atrapados dentro de una ciudad amurallada con una única salida, cuyas puertas estaban protegidas por runas y por centinelas. No; Vasu no corría ningún riesgo.

Abri era —y eso significaba el nombre— un refugio de roca. Los edificios estaban hechos sólo de piedra. Las calles se hallaban sucias y eran poco más que anchos caminos de tierra apisonada por el largo uso. Pero las calzadas eran lisas y uniformes, muy adecuadas para los carromatos y las carretillas que transitaban arriba y abajo. Los edificios eran utilitarios, de esquinas cuadradas y con ventanucos que se podían cegar rápidamente si la ciudad era objeto de un ataque.

Y, en caso de necesidad extrema, en las montañas había cuevas a las que podía huir la población en busca de protección. No era de extrañar que al Laberinto le hubiera resultado difícil destruir Abri y a su gente.

—Y, pese a todo, sigue siendo una prisión —apuntó Haplo al tiempo que movía la cabeza en un gesto de negativa—. ¿Cómo es posible que decidáis quedaros aquí, dirigente Vasu? ¿Por qué no tratáis de escapar?

—Me han dicho que eras un corredor…

Haplo miró a Marit, situada al otro lado de Vasu. La patryn mantuvo la mirada fija al frente, con la barbilla levantada. Su expresión era fría e impenetrable, sólida y firme como las murallas de piedra.

—Sí —respondió Haplo—. Era un corredor.

—Y conseguiste escapar del Laberinto. Alcanzaste la Última Puerta y la cruzaste.

Haplo asintió, reacio a hablar del tema. El recuerdo no era agradable.

—¿Y cómo es el mundo más allá de la Última Puerta? —quiso saber Vasu.

—Hermoso —contestó, evocando el Nexo—. Una ciudad inmensa, enorme. Bosques y suaves colinas, comida en abundancia…

—¿Un mundo pacífico? —Inquirió Vasu—. ¿Sin amenazas ni peligros?

Haplo estuvo a punto de responder afirmativamente pero, de pronto, recordó. Guardó silencio.

—¿Existe una amenaza, entonces? —Insistió Vasu con suavidad—. ¿Un peligro?

—Uno muy grande —respondió Haplo en voz baja, pensando en las serpientes dragón.

—¿Eras feliz allí, en tu Nexo? ¿Más feliz que cuando estabas en el Laberinto?

De nuevo, Haplo volvió la mirada a Marit.

—No —dijo en un murmullo.

Ella siguió sin mirarlo. No necesitaba hacerlo. Marit comprendía a qué se había referido Haplo. Un acceso de fiebre ardiente se alzó de su cuello e inundó sus mejillas con un intenso rubor.

—Muchos de quienes vagan a su aire están en una prisión —apuntó Vasu.

Haplo cruzó su mirada con la del dirigente y se quedó sorprendido e impresionado. Sus pardos ojos eran tan apacibles como fofo era su cuerpo. Sin embargo, en el fondo de sus pupilas ardía una llama interior, una inteligencia, una sabiduría. Haplo empezó a revisar la opinión que tenía del hombre. De ordinario, el jefe de la tribu era escogido por ser el más fuerte, el más experto superviviente. Así, el jefe, hombre o mujer, solía ser uno de los miembros ya maduros, recio y duro. Aquel Vasu, en cambio, era joven y blando y no habría podido afrontar el desafío de cualquier otro miembro de la tribu. En su primer encuentro con él, Haplo se había preguntado cómo se las arreglaría un hombre tan débil como Vasu para mantener su autoridad sobre un pueblo tan fiero y orgulloso.

Ahora empezaba a comprenderlo.

—¡Tienes razón, dirigente! —intervino Alfred. Su expresión era radiante; sus ojos contemplaban a Vasu con admiración y respeto.

Y Haplo observó que el sartán incluso conseguía dar unos pasos sin tropezar con sus propios pies—. ¡Tienes razón! Yo me he tenido prisionero a mí mismo durante tanto tiempo, tantísimo… —Suspiró y movió la cabeza—. Debo encontrar un modo de liberarme.

—Tú eres un sartán —declaró Vasu. Sus ojos se clavaron en Alfred y lo volvieron del revés—. Uno de los que nos arrojaron aquí.

Alfred se sonrojó.

Haplo hizo rechinar los dientes, esperando oír los balbuceos y las excusas de costumbre.

—No —replicó Alfred, e hizo una pausa, irguiéndose en toda su estatura—. No lo soy. Es decir, sí, soy un sartán. Pero no, no soy uno de los que os encerraron aquí. Los responsables fueron mis antepasados, no yo. Yo sólo acepto la responsabilidad de mis propios actos. —Su rostro enrojeció aún más. Se volvió hacia Hugh la Mano con una mueca pesarosa—. Ya son suficiente carga.

—Un argumento interesante —concedió Vasu—. No somos responsables de los crímenes de nuestros padres, sólo de los nuestros.

Y aquí tenemos a uno que es inmortal, según me han dicho.

Hugh apartó la pipa de los labios.

—Puedo morir —declaró con amargura—. Lo que no puedo es permanecer muerto.

—Otro prisionero —comentó Vasu, comprensivo—. Hablando de cárceles, ¿por qué has vuelto al Laberinto, Haplo?

—Para encontrar a mi hija.

—¿Tu hija? —Vasu levantó una ceja. La respuesta lo había tomado por sorpresa, aunque ya debía de conocer la historia gracias a Kari—. ¿Cuándo la viste por última vez? ¿Con qué tribu la dejaste?

—No la he visto nunca. No tengo idea de dónde está. Se llama Rué.

—¿Y para eso has vuelto? ¿Para encontrarla?

—Sí, dirigente Vasu. Para eso.

—Echa un vistazo a tu alrededor, Haplo —indicó Vasu con suavidad.

Haplo lo hizo. La calle en la que estaban se había llenado de niños: chicos y chicas, dedicados a sus juegos o camino de algún recado, que se detenían a contemplar a los extraños con ojos brillantes; bebés colgados de la espalda de alguno de sus padres; pequeñajos que se metían entre los pies, y rodaban por el suelo para levantarse otra vez con la terca insistencia de los más jóvenes.

—Muchos son huérfanos que han llegado a nosotros gracias al faro —dijo Vasu con voz calmada—. Y muchas de esas niñas se llaman Rué.

—Sé que mi búsqueda parece desesperada —protestó Haplo—, pero…

—¡Basta! —exclamó Marit de pronto. Se volvió hacia él con una mueca colérica—. ¡Deja de mentir! ¡Dile la verdad!

Haplo la miró, absolutamente perplejo. Todos dejaron de andar y esperaron a ver qué sucedía a continuación. Una multitud de patryn se acercó a ellos y los observó, pendiente de sus palabras. A un gesto del dirigente, los patryn retrocedieron a una distancia prudente, pero continuaron esperando.

Marit dirigió la palabra a Vasu.

—¿Has oído hablar de Xar, el Señor del Nexo?

—Sí, hemos oído hablar de él. Incluso aquí, en el centro del Laberinto, se conoce a Xar.

—Entonces, sabrás que es el más preclaro de todos los patryn que han existido jamás. Xar le salvó la vida a este hombre. —Marit señaló a Haplo—. Lo ama como a un hijo… ¡y este hombre lo ha traicionado!

Marit echó la cabeza hacia atrás y miró a Haplo con desdén.

—Es un traidor a su propia gente. Ha conspirado con el enemigo —su mirada acusadora se dirigió hacia Alfred— y con los mensch —sus ojos se volvieron hacia Hugh— para destruir a Xar, Señor de los patryn. La verdadera razón de Haplo para presentarse de nuevo en el Laberinto es formar un ejército. Se propone conducir a ese ejército fuera del Laberinto en una guerra contra su señor.

—¿Es cierto eso? —preguntó Vasu.

—No —respondió Haplo—, pero ¿por qué habrías de creerme?

—Sí, traidor; ¿por qué? —dijo una voz entre la multitud—. Sobre todo, cuando ese secuaz tuyo empuña un puñal antiguo de magia terrible, forjado por los sartán para nuestra destrucción.

Perplejo, Haplo trató de distinguir quién había hablado. La voz le sonaba vagamente familiar. Tal vez era el hombre que había acompañado a Marit durante el trayecto. Pero, cosa extraña, Marit también parecía sobresaltada, tal vez molesta, incluso, por aquella última acusación. También ella intentaba, al parecer, localizar a la persona que había hablado.

—Es cierto que tuve un arma como la que dices —Hugh la Mano apartó la pipa de sus labios y añadió, atrevido—: ¡Pero se perdió, como ella bien sabe!

Y apuntó a Marit con la boquilla de la pipa.

Sólo que ya no era tal pipa.

—¡Sartán bendito! —exclamó Alfred, horrorizado.

El asesino empuñaba la Hoja Maldita, el puñal de hierro con las runas de muerte sartán grabadas en la hoja. Soltó el arma y ésta cayó al suelo y empezó a retorcerse y agitarse como si fuera un ser vivo.

Los signos mágicos tatuados en la piel de Haplo se iluminaron con una llamarada, igual que las runas de Vasu, de Marit y de todos los demás patryn de las proximidades.

—¡Recógelo! —dijo Alfred con labios pálidos y temblorosos.

—¡No! —La Mano movió la cabeza enérgicamente—. ¡No voy a tocar esa condenada arma!

—¡Cógela! —Ordenó Alfred, alzando el tono de voz—. ¡Se siente amenazada! ¡Deprisa!

—¡Hazlo! —intervino Haplo, ceñudo, mientras sujetaba al perro, que se disponía a acercarse al objeto para olisquearlo.

A regañadientes y con mucha cautela, como si se dispusiera a coger una serpiente venenosa por la nuca, Hugh se agachó y recuperó el puñal con una mirada de odio hacia el objeto.

—Juro que… ¡que no sabía nada! La pipa…

—La Hoja Maldita no ha querido separarse de él —intervino Alfred. El sartán parecía abrumado—. Ya me extrañó entonces, Haplo, cuando dijiste que te habías deshecho de él. El puñal, pensé, encontraría un modo de permanecer con el humano. Y así fue. Para ello adoptó la forma de la posesión más preciada de Hugh…

—Dirigente Vasu, te sugiero con el mayor respeto que disuelvas esa multitud —dijo Haplo, tenso, con la mirada en el puñal. Su mirada era aún furiosa, pero ya no tanto como antes—. El peligro es muy grande.

—Y aumenta proporcionalmente —añadió Alfred en un susurro, con las mejillas rojas de vergüenza ante las consecuencias de los delitos de sus antepasados—. Con toda esta gente alrededor…

—Sí, lo percibo —respondió Vasu en tono tétrico—. Oídme, volved a vuestras casas y llevaos a los niños.

«Llevaos a los niños.» Una chiquilla intentaba ver algo, aproximándose, ajena al peligro. Tenía la carita ovalada, la barbilla prominente… Se parecía bastante a Marit. Y la edad encajaba, aproximadamente…

Un hombre llegó hasta la pequeña, posó una mano sobre el hombro de ésta con gesto protector y la hizo retroceder. El hombre y Haplo cruzaron la mirada un instante. Haplo notó que le ardía el rostro. El patryn se llevó a la niña.

La multitud se dispersó con rapidez, en obediente cumplimiento de las órdenes del dirigente. Con todo, Haplo advirtió rostros y ojos que lo observaban con desconfianza y rencor desde las sombras. Tuvo pocas dudas de que muchas de las manos estarían acariciando un arma.

¿Y de quién era la voz que había hablado? ¿Y qué fuerza había provocado que el puñal revelara su verdadera naturaleza?

—Alfred —dijo Haplo, al recordar de pronto un detalle—, ¿por qué no cambió el puñal cuando los hombres tigres nos atacaron?

—No estoy seguro. Pero, como recordarás, Hugh estaba sin sentido a causa de un golpe en la cabeza.

O tal vez había sido el propio puñal lo que había alertado a los hombres tigres.

—Nunca en la historia de Abri, que ha estado aquí desde el principio, nos ha traído tanto peligro uno de los nuestros —declaró Vasu. Sus pardos ojos eran duros, severos e implacables.

—Debes encarcelarlos, dirigente —propuso Marit—. Mi señor, Xar, viene hacia aquí. Él se ocupará de ellos.

De modo que Xar acudiría al Laberinto, se dijo Haplo. ¿Cuánto hacía que Marit lo sabía? Por fin, muchas cosas empezaban a encajar y a cobrar sentido.

—No quiero encarcelar a uno de los nuestros. ¿Aceptas, Haplo, esperar en Abri la llegada del noble Xar? —Preguntó Vasu—. ¿Me das tu palabra de honor de que no intentarás huir?

Haplo titubeó. Vio el reflejo de su imagen en los ojos del dirigente, tan maravillosamente nítidos y suaves y, en aquel mismo instante, tomó la decisión.

—No; no daré tal palabra, pues no podría mantenerla. Xar ya no es mi señor. Se deja guiar por el mal; su ambición no es gobernar, sino esclavizar, y he visto adonde conduce esa ambición. No estoy dispuesto a continuar sirviéndole y obedeciéndolo. —Con voz serena, añadió—: Haré cuanto esté en mi mano por desbaratar sus planes.

Marit hizo una profunda inspiración.

—¡Él te ha dado la vida! —exclamó. Escupió a los pies de Haplo, dio media vuelta sobre sus talones y se alejó.

—Sea —dijo Vasu—. No tengo más remedio que consideraros, a ti y a tus compañeros, un peligro para todos. Seréis retenidos en prisión a la espera de la llegada de Xar.

—Está bien. Aceptaremos pacíficamente, dirigente Vasu —asintió Haplo—. Hugh, guarda el puñal.

El asesino lanzó una mirada ceñuda (no a Haplo, sino a la Hoja Maldita) y guardó el arma en el cinto.

—Supongo que esto significa que he perdido la pipa —murmuró con aire melancólico.

A una señal de Vasu, varios patryn aparecieron de entre las sombras, dispuestos a escoltar a los prisioneros.

—Nada de armas —ordenó Vasu—. No las necesitaréis.

Miró de nuevo a Haplo, quien advirtió algo en sus pardos ojos. Algo insondable, desconcertante.

—Os acompañaré —se ofreció el dirigente—. Si no os importa.

Haplo se encogió de hombros. No estaba en posición de plantear exigencias.

—Por aquí.

Vasu se mostró enérgico y eficiente. Incluso le ofreció una mano a Alfred, que había resbalado en un guijarro y yacía de espaldas con aire desvalido, como una tortuga vuelta del revés.

Con la ayuda del dirigente, Alfred se reincorporó. Sus hombros, habitualmente hundidos, estaban aún más encorvados como si, de nuevo, hubiera caído sobre ellos alguna carga penosa.

Se encaminaron hacia la montaña. Su destino debía de ser las cavernas que penetraban en el subsuelo. Unas grutas que se extendían a gran profundidad bajo el faro cuyas llamas guiaban los pasos entre las brumas cenicientas.

El perro se arrimó a la pierna de Haplo y lo interrogó con una mirada de sus brillantes ojos. ¿Vamos a seguir con esta indignidad, o quieres que ponga fin al asunto?

Haplo dio unas palmaditas tranquilizadoras al animal. Con un suspiro que expresaba su esperanza de que Haplo supiera lo que estaba haciendo, el perro avanzó dócilmente al lado de su amo.

Haplo se preguntó qué significaría aquella extraña mirada en los ojos del dirigente. Dándole vueltas al asunto, Haplo recordó las palabras de Kari respecto a que Vasu la había enviado deliberadamente a buscarlos para llevarlos de vuelta a Abri.

¿Cómo lo había sabido Vasu? ¿Qué sabía Vasu?

Al marcharse, Marit no había ido muy lejos; sólo lo suficiente como para desaparecer de la vista de Haplo. Se mantuvo a la sombra de un majestuoso roble que le ofrecía abrigo y aguardó a ver cómo Haplo y los otros eran conducidos a prisión. La patryn era presa de un temblor que atribuyó a la indignación. ¡Haplo había reconocido su culpa! ¡La había reconocido abiertamente! ¡Y aquellas acusaciones! ¡Había afirmado que Xar se dejaba guiar por el mal! ¡Era monstruoso!

Xar tenía razón respecto a Haplo: era un traidor. Y Marit había hecho bien en seguir las órdenes de Xar, en hacerlo detener y mantener preso hasta que Xar pudiera acudir a buscarlo. Y Xar llegaría muy pronto, en cualquier momento.

Naturalmente, contaría a su señor lo que había dicho Haplo. Y, con ello, el destino de éste quedaría sellado. Era justo. Sí, justo y necesario. Haplo era un traidor…, un traidor a todos ellos…

Entonces, ¿a qué venía aquella duda que la roía?

Marit lo sabía. No le había hablado a nadie del puñal sartán. A nadie.

Siguió observando hasta que el trío hubo desaparecido; después, de improviso, se percató de que varios patryn se acercaban a ella y la contemplaban con curiosidad. Sin duda, querían comentar aquel suceso insólito en sus vidas.

Marit no estaba de humor para chácharas. Fingió no haber reparado en ellos, dio media vuelta y se alejó, dando a entender que sabía adonde se dirigía. En realidad, no era así. Ni siquiera se fijó por dónde iba. Necesitaba pensar, tratar de descubrir qué andaba mal…

Notó un escozor en la piel. Los signos mágicos de las manos y los brazos despedían un leve resplandor. Marit, extrañada, levantó la vista rápidamente. Se había alejado más de lo que se proponía y se encontraba cerca de la muralla que rodeaba Abri. En el Laberinto, el peligro acechaba en cualquier sitio; no debería haberla sorprendido que se hubiera activado la magia de su piel. Y, sin embargo, la ciudad parecía tan segura…

Una mano se cerró en torno a su brazo. Marit desenvainó la daga antes de saber siquiera de quién era la mano.

Un patryn.

Bajó la daga, pero la mantuvo en la mano. No alcanzó a ver el rostro del patryn, cuyos largos y desaliñados cabellos colgaban sobre sus ojos. El resplandor de las runas de aviso y la comezón de la piel no disminuyeron un ápice. Si acaso, ahora eran más intensos.

Marit se desasió y se apartó del extraño patryn. Al hacerlo, observó que la magia del hombre no reaccionaba al peligro. Los tatuajes de su piel no resplandecían; difícilmente habrían podido hacerlo, según comprobó: no eran estructuras rúnicas auténticas, sino imitaciones.

Marit no perdió un instante en hablar o en preguntarse quién o qué podía ser aquel desconocido. En el Laberinto, quienes esperaban a preguntar rara vez vivían lo suficiente como para escuchar la respuesta. Ciertas especies de aquel lugar, como los espectrales, tenían la facultad de cambiar de forma. Empuñando la daga, la patryn se lanzó contra el impostor.

El arma desapareció; se transformó en humo, y éste se desvaneció en el aire.

—¡Ah, me has reconocido! —Dijo una voz familiar—. Ya esperaba que lo harías.

En realidad, no era así. Marit se había percatado de que no era un patryn, pero no lo había reconocido… hasta que el extraño apartó de su rostro los mechones de pelo hirsuto y dejó a la vista su único ojo rojo.

—Sang-drax —murmuró Marit en tono desagradable. Debería haberse alegrado de ver a la serpiente dragón, pero su inquietud no hizo sino aumentar—. ¿Qué quieres?

—¿No te informó Xar de mi llegada? —El ojo solitario parpadeó.

—Mi señor me informó que se presentaría él en persona —replicó Marit. Sus pensamientos volaron a la espantosa visión de las serpientes dragón en Chelestra. Le disgustaba la proximidad de Sang-drax y deseaba alejarse de él—. ¿Tal vez Xar está aquí ya? Si es así, iré a…

—Mi señor ha sufrido un desafortunado contratiempo —la interrumpió Sang-drax—. Me ha enviado para que me encargue de Haplo.

—Mi señor ha dicho que vendrá él —reiteró Marit. El cambio de planes no le gustaba y se preguntó a qué venía todo aquello—. Si no fuera a hacerlo, me lo habría dicho.

—Al Señor del Nexo le resulta un poco difícil comunicarse contigo, en este momento —respondió Sang-drax y, aunque su tono era respetuoso, a Marit le pareció advertir una mueca burlona en su rostro.

—Si mi señor te ha enviado en busca de Haplo, será mejor que vayas a su encuentro —dijo con frialdad—. ¿Qué quieres de mí?

—¡Ah!, llegar hasta Haplo está resultando un problema—Explicó Sang-drax—. He conseguido hacerlo detener, pero…

—¡Eras tú, entonces! ¡Tú sabías lo del puñal!

—No quiero ser irrespetuoso, pero el dirigente Vasu es un estúpido mentecato. Estaba dispuesto a permitir que Haplo y su amigo sartán deambularan libremente por la ciudad. A mi señor no le habría gustado tal cosa. Cuando vi que tú no ibas a intervenir… —el ojo de la serpiente dragón emitió un destello rojo—, me vi forzado a hacerlo yo.

»Como me disponía a decir, mi objetivo era tener a Haplo encerrado en una mazmorra, imposibilitado de moverse. A él y a ese sartán amigo suyo. Así podré capturarlo fácilmente y sin poner en peligro a tu gente.

Sang-drax inclinó la cabeza y el ojo se cerró durante un momento.

—Pero ahora no consigues llegar hasta él, ¿no es eso? —aventuró Marit.

—En efecto. —La serpiente dragón se encogió de hombros y añadió, con tono modesto—: Los centinelas me reconocerían enseguida como impostor. Pero si tú me llevaras dentro…

Marit apretó los dientes. Le costaba un verdadero esfuerzo físico permanecer tan cerca de la serpiente dragón. Todos sus instintos la impulsaban a matar a Sang-drax o salir huyendo.

—Debemos darnos prisa —agregó éste al percibir sus titubeos—. Antes de que los guardias puedan organizarse.

—Primero, tengo que hablar con mi señor —declaró Marit con rotundidad—. Lo que propones contradice las órdenes previas de Xar. Tengo que estar segura de que es ésta su voluntad.

Sang-drax hizo visible su disgusto.

—Quizá sea difícil establecer contacto con mi señor. Digamos que está ocupado en otros asuntos. —Su voz tenía un tono de mal agüero.

—Entonces, tendrás que esperar —contestó Marit—. Haplo no irá a ninguna parte…

—¿De veras crees eso? —La serpiente dragón le dirigió una mirada conmiserativa—. ¿Piensas que se quedará dócilmente en la celda, esperando a que Xar venga a buscarlo? No, Haplo tiene algún plan, eso no lo dudes. ¡Insisto, debo capturarlo ahora mismo!

Marit no sabía qué pensar, pero había algo que sí tenía claro: no creía las palabras de Sang-drax.

—Hablaré con Xar —declaró con firmeza—. Cuando reciba sus instrucciones, las obedeceré. ¿Dónde puedo encontrarte?

—No te preocupes, patryn. Ya te encontraré yo a ti.

Sang-drax dio media vuelta y continuó su camino por la calle desierta. Marit esperó a que estuviera a veinte pasos de ella; entonces, fue tras él, resguardándose en las sombras de la muralla.

¿Qué pretendía realmente la serpiente dragón? Marit no creía que Xar lo hubiera enviado, ni las insinuaciones de que su señor estaba en algún tipo de dificultades.

Vigilaría los pasos de Sang-drax para descubrir en qué andaba metido.

La serpiente dragón dobló la esquina de un edificio, aún con su forma patryn. Marit observó que Sang-drax también tenía la cautela de mantenerse pegado a las sombras y de evitar a cualquier patryn auténtico. No se cruzó con muchos de ellos. Aquella parte de la ciudad, cerca de la muralla, estaba casi desierta. Allí los edificios eran más viejos, probablemente de una época anterior a la construcción de la muralla, y tal vez se habían dejado allí como una segunda línea de defensa. Un escondite perfecto para la serpiente dragón.

Pero ¿cómo había entrado en la ciudad? Había patryn apostados en las murallas y en la puerta y su magia mantenía a distancia al intruso más poderoso. No obstante, allí estaba Sang-drax y, evidentemente, había pasado inadvertido; de lo contrario, la ciudad habría sido un tumulto.

Una duda empezó a corroer a Marit: ¿cuál era el auténtico poder de la serpiente dragón? La patryn siempre había dado por sentado que sus poderes eran superiores. El suyo era el pueblo más poderoso del universo… ¿verdad? ¿No era eso lo que Xar repetía una y otra vez?

«Se deja guiar por el mal», había dicho Haplo.

Marit apartó de sus pensamientos a Haplo.

Sang-drax penetró en un callejón sin salida. Marit se detuvo a la entrada, pues no quería encontrarse atrapada. La serpiente dragón continuó avanzando con paso relajado.

Marit cruzó al otro lado del callejón y se apostó en el quicio de una puerta, desde donde podía observar sin ser vista.

Sang-drax volvió la vista en varias ocasiones, pero nunca más de un instante y, además, sin mucha atención. Estaba a medio callejón cuando se detuvo y miró cautelosamente en una dirección y otra. Después, se introdujo en un portal en sombras y desapareció.

Marit esperó, tensa, sin atreverse a dar un paso hacia allí hasta estar convencida de que la serpiente dragón no volvería a salir.

No sucedió nada; no hubo el menor movimiento, y el callejón continuó vacío. De pronto, la patryn captó unas voces bajas e indistintas procedentes del edificio en el que había entrado Sang-drax.

Marit trazó una serie de signos mágicos en el aire, y unas volutas de bruma empezaron a extenderse por el callejón. Con paciencia, la patryn desarrolló su hechizo lentamente, pues la aparición repentina de un banco de niebla habría resultado demasiado sospechosa.

Cuando ya no pudo distinguir la achaparrada y cuadrada silueta del edificio de enfrente, Marit cruzó hasta el callejón utilizando la niebla como protección. Ya se había fijado un objetivo: una ventana en la pared del edificio que corría perpendicular al callejón.

Sang-drax debería haber estado en mitad de éste, pendiente de ella, para haberla visto. Pero la serpiente dragón no estaba a la vista. En cuanto a Marit, era apenas una silueta borrosa, reconocible por el débil resplandor de las runas de advertencia de sus manos y brazos desnudos.

Cuando llegó junto a la ventana, se aplastó contra la pared y se arriesgó a echar una mirada al interior.

La habitación, pequeña, estaba completamente desnuda. Antiguos nómadas, los patryn no empleaban apenas mobiliario en sus viviendas. Nada de mesas y sillas o cosas parecidas; alfombras para sentarse y jergones para dormir eran los únicos muebles que consideraban necesarios.

En medio de la habitación vacía estaba Sang-drax, conversando con otros cuatro patryn… que tampoco eran tales, como no tardó en descubrir Marit. Ésta no alcanzaba a ver con claridad las marcas rúnicas de su piel, ya que la niebla del callejón había dejado sumido en sombras el edificio, pero el propio hecho de que la habitación estuviera a oscuras era lo que las delataba. Los tatuajes mágicos de un auténtico patryn habrían emitido un leve resplandor, como hacían los de Marit.

Más serpientes dragón, disfrazadas de patryn. Y todas ellas hablaban con fluidez el idioma de los patryn. A Marit, este detalle le resultó perturbador. Sang-drax dominaba el idioma patryn, pero había pasado mucho tiempo con Xar. ¿Cuánto tiempo hacía que aquellas otras serpientes tenían bajo observación a su gente?

—… están en marcha. Nuestras hermanas se agolpan en la Última Puerta. Sólo esperamos tu señal —decía una de las serpientes dragón.

—Excelente —respondió Sang-drax—. No tardaré en enviárosla. Los ejércitos del Laberinto ya se están formando. Cuando llegue lo que se entiende por amanecer en esta tierra, atacaremos la ciudad y la destruiremos. Cuando la ciudad esté arrasada, permitiré escapar a un puñado de «supervivientes» para que difundan su historia de destrucción y despierten el terror ante nuestra llegada.

—Pero no permitirás que uno de los supervivientes sea ese sartán, Alfred, ¿verdad? —preguntó otra serpiente dragón con un siseo.

—Claro que no —replicó Sang-drax con aspereza—. El Mago de la Serpiente morirá aquí, igual que Haplo, el patryn. Los dos son demasiado peligrosos para nosotros, ahora que Xar conoce la existencia de la Séptima Puerta. ¡Maldito sea ese estúpido Kleitus, que lo puso sobre la pista!

—Tenemos que encontrar un modo de ocuparnos del lázaro —apuntó uno de sus acompañantes.

—Todo a su momento —repuso Sang-drax—. Cuando hayamos terminado esto, volveremos a Abarrach para encargarnos del lázaro; después, nos ocuparemos del propio Xar. Lo primero, sin embargo, será conquistar y controlar el Laberinto. Cuando cerremos la Última Puerta, el mal encerrado en este lugar centuplicará su poder… y, con él, también el nuestro. Aquí, nuestra especie crecerá y se multiplicará, a salvo de intromisiones y con una fuente de nutrición permanente y asegurada. El miedo, el odio y el caos serán nuestra cosecha…

—¿Qué ha sido eso? —Una de las serpientes dragón volvió la cabeza hacia la ventana—. ¿Alguien que nos espía?

Marit no había hecho el menor ruido, aunque lo que acababa de escuchar le había producido tal flojera de piernas que había estado a punto de caer al suelo.

Sang-drax se acercó a la ventana.

Con paso sigiloso, en absoluto silencio, Marit se sumió en la espesa niebla y desanduvo sus pasos rápidamente hasta salir del callejón.

—¿Lo ha escuchado todo? —preguntó la serpiente dragón. Sang-drax dispersó la bruma con un gesto de la mano. —Sí, todo —respondió, satisfecho.