LA CIUDADELA PRYAN
—¡Aleatha, corre! —gritó Roland, al tiempo que se plantaba ante Xar de un salto.
El Señor del Nexo cogió al humano por la garganta y lo arrojó a un lado como si fuera uno de los mágicos muñecos parlantes de los elfos. Xar invocó las posibilidades y puso en acción la magia rúnica. En un abrir y cerrar de ojos, todos los portales en arco de acceso a la cámara circular quedaron tapiados y sellados.
Cuando lo hubo hecho, Xar miró a su alrededor y empezó a maldecir amargamente. Había atrapado a tres mensch en la cámara. Sólo a tres. La elfa había escapado.
Pero tal vez fuera mejor así, reflexionó Xar. Ella lo conduciría al enano.
Volvió a concentrarse en sus cautivos. Uno de ellos, el elfo, contemplaba el cadáver del viejo y la jarra vacía que yacía en el suelo junto al cuerpo.
El elfo levantó la mano y miró a Xar con expresión horrorizada.
—¿Es cierto que envenenaste el vino? ¿Y que te proponías hacérnoslo beber?
—Desde luego que sí —replicó Xar con irritación. No tenía tiempo para tonterías—. Y ahora tendré que quitaros la vida de una manera mucho menos adecuada a mis necesidades. Con todo, tendré cierta compensación… —Movió el cadáver con la punta del zapato—. Un cuerpo extra. No contaba con él.
Los mensch se acurrucaron juntos y la mujer se arrodilló al lado del humano, que yacía en el suelo con la garganta desgarrada y ensangrentada como si la hubiesen atacado unas zarpas afiladas.
—No os vayáis a ninguna parte —indicó Xar con sutil ironía—. Volveré.
El Señor del Nexo empleó la magia de las runas para escapar de la habitación sellada y fue en pos de la elfa y del enano. Y, sobre todo, en pos del amuleto sartán de este último.
«¡Aleatha, corre!» El aviso de Roland latió en su corazón y zumbó dolorosamente en sus oídos. Y, por encima de las palabras, la elfa percibió el ruido de las pisadas del terrible hechicero.
«¡Aleatha, corre! ¡Corre!»
Consumida de miedo, echó a correr.
Captó el sonido de los pasos amenazadores a su espalda. El Señor Xar la perseguía, y a la elfa le dio la impresión de que él también le susurraba las últimas palabras de Roland.
—Corre, Aleatha —la apremiaba.
Su voz, aquel tono burlón que utilizaba, resultaba aterradora. La voz la instaba a correr más deprisa y le impedía pensar con coherencia. Aleatha huyó al único sitio que la intuición le decía que podía resultar seguro: el laberinto.
Xar no tuvo dificultades para descubrir a Aleatha. La vio correr calle abajo en un revuelo de sedas desgarradas y enaguas hechas trizas y la persiguió a placer, conduciéndola como a una oveja. Xar quería el terror de la elfa, deseaba su pánico. Medio desquiciada, la mensch lo conduciría al enano sin darse cuenta.
El Señor del Nexo se dio cuenta de su error demasiado tarde. Lo advirtió cuando vio el laberinto y a Aleatha corriendo hacia allí y las runas sartán que rodeaban la entrada.
Aleatha desapareció en su interior. Xar se detuvo a la entrada, observó con recelo las runas sartán y analizó aquella última dificultad.
Los tres mensch atrapados en la cámara circular observaron las paredes tapiadas, se miraron entre ellos y contemplaron el cadáver del viejo, contraído y frío, que yacía en el suelo.
—Esto no es real —murmuró Rega con una vocecilla—. No está sucediendo de verdad.
—Quizá tengas razón —asintió Paithan, impaciente, y se lanzó contra la pared de ladrillos que un rato antes era una puerta.
Se estrelló contra ella, lanzó una exclamación de dolor y se deslizó al suelo.
—Es bastante real, te lo aseguro. —Una brecha sangrante en la frente lo demostraba.
—¿Por qué nos hace esto Xar? ¿Por qué…, por qué quiere matarnos? —preguntó Rega con tono trémulo.
—¡Aleatha! —Roland se incorporó hasta quedar sentado en el suelo con expresión aturdida—. ¿Dónde está Aleatha?
—Ha escapado —le informó Rega en un susurro—. Gracias a ti.
Roland se tocó con cuidado la herida ensangrentada del cuello y ensayó una sonrisa.
—Pero Xar ha ido tras ella —añadió Paithan. Dirigió una mirada a las paredes tapiadas por la magia y sacudió la cabeza—. No creo que mi hermana tenga muchas posibilidades.
El humano se puso en pie.
—¡Tiene que haber un modo de salir!
—No hay ninguno —contestó Paithan—. Olvídalo. Estamos acabados.
Roland no le hizo caso y se puso a aporrear una pared y a gritar:
—¡Socorro! ¡Ayudadnos!
—¡Estás chiflado! —dijo el elfo en tono burlón—. ¿Quién crees que va a oírte?
—¡No lo sé! —Roland se volvió hacia él, enfurecido—. ¡Pero es mucho mejor que quedarse aquí sentado, sollozando y esperando la muerte!
Se volvió hacia la pared y se disponía a emprenderla a golpes de nuevo cuando el caballero de aspecto imponente, vestido de negro de pies a cabeza, apareció entre los ladrillos como si se limitara a cruzar el umbral de la puerta que antes había allí.
—Discúlpame, señor —dijo al asombrado Roland con deferencia—, pero he creído oír que llamabas. ¿Puedo ayudarte en algo?
Antes de que Roland pudiera responder, el caballero imponente vio el cadáver.
—¡Oh! ¿Qué has hecho esta vez, mi señor?
Se arrodilló junto al cuerpo y le buscó el pulso en vano. Levantó la cabeza con una expresión terrible, severa y aciaga. Paithan, alarmado, cogió a Rega y la estrechó contra él. Los dos juntos retrocedieron hasta tropezar con Roland.
El caballero imponente se irguió…
… y continuó haciéndolo.
Su cuerpo se hizo más y más grande, se alzó más y más alto. Su mole llenó la vista de los mensch. Una enorme cola escamosa se agitó amenazadora. Unos ojos de reptil centellearon de furia. La voz del dragón estremeció la cámara sellada.
—¿Quién ha matado a mi mago?
Aleatha corrió por el laberinto. Estaba perdida, irremisiblemente perdida, pero no le importaba. En su mente consumida por el terror, cuanto más perdida estuviera, más posibilidades tendría de despistar a Xar. Estaba tan asustada que no se dio cuenta de que el hechicero ya no la perseguía.
Los setos rasgaron su vestido, se enredaron en su cabello y le arañaron las manos y los brazos. Las piedras del camino se clavaron en sus delicados pies. Una punzada de dolor le atravesaba el costado cada vez que tomaba aire. Mareada y con los pies magullados, se vio obligada a detener su aterrorizada carrera por un puro agotamiento y se derrumbó en el camino entre jadeos y sollozos.
Una mano la tocó.
Aleatha soltó un chillido y se acurrucó contra el seto. Pero lo que se cernía sobre ella no era la túnica negra y el rostro cruel de Xar, sino la barba negra y la cara preocupada del enano.
—¿Drugar? —Aleatha no alcanzaba apenas a ver entre una neblina teñida de rojo sangre y no estuvo segura de si el enano era de carne y hueso o aún seguía siendo uno de aquellos seres de bruma.
Sin embargo, el contacto de la mano había sido real.
—¡Aleatha! —Drugar se inclinó con una mueca de inquietud, pero no intentó volver a tocarla—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha sucedido?
—¡Oh, Drugar! —Aleatha alargó la mano tímidamente y tocó el brazo del enano con cautela. Al comprobar que era sólido y tangible, se agarró a él, con frenesí, con una fuerza salida del terror, hasta casi levantarlo del suelo—. ¡Eres de verdad! ¿Por qué me dejaste? ¡Estaba tan asustada! Y luego…, luego ha venido lo del Señor Xar. Él… ¿Has oído eso?
La elfa volvió la cabeza y miró a su espalda con expresión temerosa.
—¿Será él? ¿Ves si se acerca? —Hizo un esfuerzo por ponerse en pie—. Tenemos que huir y escondernos…
Drugar no estaba acostumbrado a tratar con crisis de nervios. Entre los enanos, ésta no existe. Comprendió que había sucedido algo terrible; era preciso descubrir de qué se trataba. Tenía que tranquilizar a Aleatha y no disponía de tiempo para mimarla, como le dictaban los impulsos. Durante unos segundos no supo qué decir, pero vino en su ayuda un recuerdo del pasado que la desconcertante experiencia había hecho revivir en su mente.
Los niños enanos son famosos por su testarudez. Un bebé enano que no consigue lo que quiere es capaz, en ocasiones, de contener el aliento hasta que se pone azul y pierde la conciencia. En tales ocasiones, el padre o la madre arrojan agua al rostro del pequeño, y la impresión hace que éste suelte una exclamación e, involuntariamente, tome aire.
Drugar no disponía de agua, pero tenía un frasco de cerveza que había traído consigo para demostrar que no se había tratado de una mera alucinación. Quitó el tapón del frasco y echó cerveza al rostro de Aleatha.
A la elfa no le había sucedido nada parecido en toda su vida. Farfullando y bañada en cerveza, recobró el dominio de sí… con ganas de venganza. Todos los horrores que había presenciado y experimentado se vieron anegados y ahogados bajo un diluvio de un líquido parduzco de olor repulsivo.
Temblando de cólera, Aleatha exclamó:
—¿Cómo te atreves?
—El Señor Xar —dijo Drugar, asiéndose a lo único que tenía sentido de cuanto ella había dicho—, ¿dónde está? ¿Qué te ha hecho?
Al principio, Drugar pensó que había ido demasiado lejos. Sus palabras habían evocado todo lo sucedido y Aleatha se echó a temblar. El enano le acercó el frasco de barro.
—Bebe —le ofreció—. Y cuéntame qué ha sucedido.
Aleatha hizo una profunda inspiración. Detestaba la cerveza, pero tomó el frasco y dio un trago de la fresca bebida. El sabor amargo le provocó una náusea, pero se sintió mejor. Entre toses, titubeos y divagaciones, le contó a Drugar todo lo que había visto y oído. El enano la escuchó con una expresión sombría, sin dejar de acariciarse la barba.
—Probablemente, a estas alturas estarán todos muertos. —La elfa se atragantó con sus lágrimas—. Xar debió de matarlos y luego ha salido detrás de mí. Ahora mismo, quizás esté aquí dentro, buscándome. Buscándonos, quiero decir. Xar ha preguntado por ti insistentemente.
—¿Ah, sí? —Drugar acarició el amuleto que llevaba colgado al cuello—. Hay un modo de detenerlo. Hay algo que podemos hacer.
Aleatha dirigió una mirada esperanzada al enano entre los empapados mechones de su cabello.
—¿Qué?
—Debemos abrir la puerta y dejar que los titanes entren en la ciudad.
—¡Estás loco! —Aleatha miró a Drugar y empezó a apartarse de él. El enano la cogió por la mano—. No, nada de eso. Escúchame. Venía a decírtelo. ¡Mira! ¡Mira esto! —Levantó el frasco de cerveza y añadió—: ¿De dónde crees que he sacado esto?
Aleatha movió la cabeza en un gesto de negativa.
—Tenías razón —prosiguió Drugar—, esta gente de bruma no son sombras. Son personas de verdad. De no haber sido por ti, nunca habría podido… —Al enano le brillaron los ojos, y carraspeó, con turbación—. Viven en otra ciudadela como ésta. He estado allí y lo he visto. He visto allí a mi gente y a la tuya. Incluso humanos. Viven todos juntos en una ciudad y se llevan bien. ¡Viven! —Repitió Drugar con aquel intenso fulgor en la mirada—. ¡Los enanos viven! ¡No soy el último de mi raza!
Dirigió una mirada emocionada al frasco de alfarería.
—Me han dado esto para que os lo traiga como demostración.
—Otra ciudad… —Aleatha iba asimilando lentamente sus palabras—. Has estado en otra ciudad. Elfos y humanos. Cerveza. Has vuelto con la cerveza. Ropas preciosas… —Con manos temblorosas, se alisó su propia falda llena de sietes—. ¿Puedo…, puedo ir allí contigo, Drugar? ¡Podríamos hacerlo ahora! Así escaparíamos de Xar…
Drugar rechazó la propuesta con un ademán de cabeza.
—Aún existe la posibilidad de que los demás sigan vivos. Tenemos que abrir la puerta y dejar entrar a los titanes. Ellos nos ayudarán a detener a Xar.
—Los titanes lo matarán —anunció Aleatha con voz apagada y ánimo abatido—. Y a nosotros, también, pero supongo que esto no importa…
—No lo harán —insistió Drugar con gran seriedad—. Debes confiar en lo que digo. Mientras estaba en esa otra ciudadela he descubierto una cosa. Todo ha sido un error, un malentendido. Los titanes no hacían más que preguntar dónde estaba la ciudadela, ¿verdad? Pues lo único que teníamos que decirles era: «Aquí. Aquí está la ciudadela. Entrad».
—¿De veras? —Aleatha reaccionó con esperanza, primero, y luego con cautela—. Demuéstramelo. Llévame a ese lugar.
—¿Quieres que tu hermano muera? —El enano frunció el entrecejo. Su voz se hizo más áspera—. ¿No quieres salvar a Roland?
—Roland… —Aleatha repitió el nombre suavemente, con una caída de ojos—. Lo quiero. Lo quiero de verdad, aunque no sé por qué. Es tan…, tan… —La elfa suspiró—. Me dijo que huyera. Se interpuso entre mí y el hechicero y me salvó la vida…
—Vámonos ya —la apremió Drugar—. Vayamos a ver qué ha sido de ellos.
—¡Pero no podemos abandonar el laberinto! —Protestó Aleatha, de nuevo con aquel tono histérico en la voz—. Xar está ahí fuera, esperándonos. Sé que está ahí…
—Tal vez se ha marchado ya —apuntó Drugar, al tiempo que se encaminaba hacia la salida desandando todos sus pasos—. Ya veremos.
Aleatha lo vio alejarse. La idea de seguirlo la aterrorizaba, pero aún más espanto le producía la perspectiva de quedarse sola. Recogió la falda desgarrada y corrió tras el enano.
Xar no podía entrar en el laberinto; las runas sartán le impedían el paso. Entre maldiciones, deambuló ante la puerta de entrada y estudió las posibilidades. Podía abrir los setos a llamaradas, pero probablemente tendría que quemar todo el laberinto para dar con los mensch, y unos cadáveres achicharrados no le serían de mucha utilidad.
Lo que necesitaba en aquellos momentos era paciencia. La elfa tendría que salir alguna vez, se dijo. No podía pasarse la vida allí. El hambre y la sed la obligarían a abandonar el laberinto. Los otros tres mensch estaban cerrados en la cámara tapiada y no se moverían de allí. Podía esperar el tiempo que fuera preciso.
Extendió sus sentidos aguzando el oído en busca de la elfa y captó su carrera apresurada, sus sollozos y su caída. Entonces escuchó otra voz.
Xar sonrió. No se había equivocado. El enano. La elfa lo había conducido hasta el enano. Escuchó su conversación sin prestar atención a la mayor parte de lo que decían. Una historia absurda. No había duda de que el enano estaba bebido. El Señor del Nexo soltó una carcajada ante la sugerencia de que se abrieran las puertas de la ciudadela a los titanes. Los mensch eran más estúpidos de lo que había creído.
—Yo mismo abriré las puertas, enano —murmuró—. ¡Cuando hayáis muerto! ¡Entonces podréis hacer amistad con los titanes, si queréis!
La pareja se disponía a salir del laberinto. Xar estaba satisfecho. No había esperado que lo hicieran tan pronto.
Se acercó a un edificio próximo y se ocultó entre sus sombras. Desde allí podía observar la entrada del laberinto sin ser visto. Dejaría que se alejaran lo suficiente como para que no pudieran ganar la verja y refugiarse otra vez en su interior.
—Mataré ahora a esos dos —murmuró para sí—. Dejaré los cuerpos aquí, de momento. Cuando haya dado muerte a los otros, volveré a buscarlos y empezaré los preparativos para resucitarlos.
Captó las recias pisadas del enano avanzando por el camino central, en dirección a la verja de entrada. La elfa lo acompañaba con pisadas mucho más ligeras, apenas distinguibles. En cambio, escuchó perfectamente sus cuchicheos frenéticos.
—¡Drugar! ¡No salgas, por favor! Sé que está ahí. ¡Lo sé!
Perspicaces, aquellos elfos. Xar se obligó a aguardar pacientemente y tuvo su recompensa cuando vio asomar el rostro del enano con su barba negra tras el seto, a la entrada del laberinto. El rostro se desvaneció otra vez, al instante, y reapareció tras una pausa.
Xar tuvo buen cuidado de no moverse y se confundió con la sombra que lo protegía.
El enano avanzó un paso, cauteloso, con la mano en el hacha que llevaba al cinto. Miró en una dirección y otra de la calle que conducía al laberinto y, por último, hizo una señal.
—Aleatha, vamos. Está despejado. No veo al Señor Xar por ninguna parte.
La elfa asomó la cabeza con suma precaución.
—Está ahí, Drugar, en alguna parte. Sé que está ahí. ¡Corramos!
Tomó de la mano al enano y echaron a correr juntos calle arriba, alejándose del laberinto directamente hacia donde acechaba Xar.
Dejó que se acercaran; después, se plantó de un salto en mitad de la calle, justo frente a ellos.
—Qué lástima que tuvieras que perderte mi fiesta —dijo al enano.
Xar levantó la mano y trazó las runas que los habían de matar.
Los signos mágicos se encendieron en el aire, descendieron sobre los perplejos mensch en un brillante destello… y, de pronto, empezaron a desmoronarse.
—¿Qué…? —Xar, furioso, empezó a recomponer la magia. Entonces se percató del problema.
El enano se había colocado delante de la elfa y sostenía en la mano el amuleto con las runas sartán. El talismán los protegía a ambos.
No por mucho tiempo. Su magia era limitada. El enano no tenía idea de cómo utilizarla, salvo aquel débil intento de protección. Xar reforzó el hechizo.
Los signos mágicos ardieron en grandes llamas. Su luz resultaba cegadora y estalló sobre el enano, sobre su insignificante amuleto, con un rugido de fuego. Se escuchó una explosión tremenda, un grito de dolor, un alarido terrible.
Cuando el humo se dispersó, el enano yacía en el pavimento. La elfa se arrodilló a su lado y se inclinó, suplicándole que se levantara. Xar dio un paso adelante con la intención de acabar con su vida. Una voz resonó en el aire y lo detuvo: —¡Tú has matado a mi amigo!
Una sombra oscura ocultó el sol. Aleatha levantó la cabeza, vio al dragón y observó que el monstruo atacaba a Xar. No comprendía nada, pero no importaba. Se inclinó sobre Drugar, le tiró de la barba, le suplicó que se levantara, que la ayudara… Estaba tan fuera de sí que ni siquiera se dio cuenta de que, después de tocar al enano, tenía las manos cubiertas de sangre.
—¡Drugar, por favor!
El enano abrió los ojos. Levantó la vista hacia aquel rostro encantador, tan cercano al suyo, y sonrió.
—¡Vamos, Drugar! —lo instó ella, llorosa—. ¡Levántate! ¡Deprisa! El dragón…
—Voy a… estar con… mi pueblo… —murmuró Drugar muy despacio.
—¡No, Drugar! —Aleatha soltó una exclamación entrecortada. Por fin había advertido la sangre—. No me dejes…
El enano frunció el entrecejo para hacerla callar. Con las pocas fuerzas que le quedaban, y que perdía rápidamente, puso el amuleto en sus manos.
—Abre la puerta. Los titanes te ayudarán, confía en mí. Tienes que… confiar en mí.
Drugar la miró, suplicante. Aleatha titubeó. La magia tronaba a su alrededor: el dragón rugía de furia mientras la voz de Xar entonaba unas palabras extrañas.
La elfa cerró las manos con fuerza en torno a las del enano.
—Confío en ti, Drugar.
Él cerró los ojos y emitió un gemido de dolor, pero sonrió.
—Mi gente… —murmuró, y entregó suavemente el postrer aliento.
—¡Drugar! —gritó Aleatha, guardando el amuleto entre sus ensangrentadas manos.
La magia de Xar centelleó. Un viento tremendo, levantado por las violentas sacudidas de la gigantesca cola del dragón, agitó los cabellos de la elfa y los aplastó contra su rostro.
Aleatha había dejado de llorar. En aquel momento estaba tranquila y sorprendida de su calma. Ya nada importaba. Nada en absoluto.
Con el amuleto firmemente asido, olvidada por el hechicero y por el dragón, depositó un beso en la frente del enano. Después, se puso en pie y echó a andar resueltamente calle abajo.
Paithan, Roland y Rega se encontraron hundidos hasta las rodillas en un enorme montón de ladrillos, vigas y bloques de mármol desmoronados.
—¿Estáis…? ¿Hay algún herido? —preguntó Paithan, mirando a su alrededor aturdido y confuso.
Roland levantó el pie y, al hacerlo, desplazó un enorme montón de ladrillos que lo cubría.
—No —dijo con cierto titubeo, como si no alcanzara a creerlo—. Estoy ileso, aunque no me preguntes cómo es posible.
Rega se sacudió el polvo de mármol del rostro y los ojos.
—¿Qué ha sucedido?
—No estoy seguro —respondió Paithan—. Recuerdo que el hombre de negro preguntaba por su mago y, de pronto, era un dragón quien preguntaba por él con voz chillona y luego…, luego…
—La cámara reventó, o algo así —lo ayudó Roland. Se encaramó a los escombros y avanzó por ellos hasta llegar junto a sus compañeros—. La cabeza del dragón atravesó el techo y la sala empezó a derrumbarse y recuerdo que pensé: «Ya está, muchacho; esto es el fin».
—Pero no lo ha sido —intervino Rega, pestañeando—. No nos ha sucedido nada. No entiendo cómo hemos podido sobrevivir.
La humana contempló la terrible destrucción que la rodeaba. La deslumbrante luz solar inundaba la sala, y las motas de polvo centelleaban en ella como mil y una diminutas gemas.
—¿A quién le importa cómo? —Dijo Roland, dirigiéndose a un gran boquete abierto en la pared—. Lo hicimos y eso me basta. ¡Larguémonos de aquí! ¡Xar andará detrás de Aleatha, sin duda!
Paithan y Rega se ayudaron mutuamente a salvar una pila de ladrillos y escombros.
Antes de marcharse, Paithan dirigió una mirada al lugar. La sala circular con su mesa redonda estaba destruida. Las voces que alguna vez habían resonado en aquella estancia no volverían a escucharse allí.
Los tres salieron corriendo del hueco de la pared justo a tiempo de ver que el cielo se iluminaba con una gigantesca bola de fuego. Atemorizados, retrocedieron y se refugiaron en el hueco de una puerta. Un gran estruendo sacudió el suelo.
—¿Qué sucede? ¿Alguien ve algo? —Preguntó Roland—. ¿Veis a Aleatha? Voy a salir.
—¡No, nada de eso! —Paithan sujetó al humano—. Yo estoy tan preocupado por ella como tú. Es mi hermana, pero dejándote matar no vas a ayudarla. Espera a que averigüemos qué sucede.
Roland, sudoroso y ceniciento, se detuvo temblando; parecía dispuesto a salir corriendo a pesar de todo.
—El dragón está luchando con Xar —susurró Rega, asombrada.
—Creo que tienes razón —asintió Paithan, pensativo—. Y, si el monstruo acaba con él, es muy probable que nosotros seamos los siguientes.
—Nuestra única esperanza es que se maten mutuamente.
—¡Voy en busca de Aleatha! —Roland se lanzó escalinata abajo.
—¡Roland, no! ¡Te matarán! —Rega echó a correr tras él.
—¡Ahí está Aleatha! ¡Thea! ¡Por aquí! —Gritó Paithan—. ¡Thea! ¡Aquí arriba!
Descendió apresuradamente los peldaños que llevaban a la calle. Aleatha pasó por delante de la escalinata. O no podía escuchar a su hermano, o hacía oídos sordos a las llamadas de éste. Pasó caminando a toda prisa, sin detenerse, a pesar de que Roland había sumado su potente vozarrón a los gritos, más débiles, del elfo.
—¡Aleatha! —Roland pasó como una centella junto a Paithan, alcanzó a Aleatha y la asió del brazo. Vio la sangre que embadurnaba la delantera de su vestido y exclamó—: ¡Estás herida!
Aleatha lo miró fríamente.
—Suéltame.
Habló con tal calma y con tal autoridad que Roland obedeció, asombrado.
La elfa se volvió y continuó avanzando por la calle.
—¿Qué tiene? ¿Adonde va? —preguntó Paithan, jadeante, cuando llegó junto a Roland.
—¡Ya lo ves! —Exclamó Rega—. ¡La puerta!
—Y lleva el amuleto de Drugar…
Los tres apretaron el paso hasta llegar a la altura de Aleatha. Esta vez fue Paithan quien la detuvo.
—Thea —dijo con voz temblorosa—, cálmate, Thea. Cuéntanos qué ha sucedido. ¿Dónde está Drugar?
Aleatha lo miró, miró a Roland y a Rega y dio muestras de reconocerlos por fin.
—Drugar está muerto —dijo con un hilo de voz—. Ha muerto… para salvarme —asió con fuerza el amuleto.
—Lo siento, Thea. Tiene que haber sido terrible para ti. Ahora, vamos, volvamos a la ciudadela. Aquí fuera no estamos seguros.
Aleatha se desasió de su hermano.
—No —respondió con una extraña calma—. Yo no volveré. Ahora sé qué tengo que hacer. Drugar me dijo que lo hiciera. Esa gente es real, ¿sabéis? La ciudad es real. Y llevan unas ropas tan hermosas…
Dio media vuelta y echó a andar otra vez. La puerta de la ciudad quedaba ya a la vista. La luz de la estrella irradiaba de la Cámara; el extraño tarareo resonaba en el aire. Explosiones y crujidos sacudían la ciudadela desde dentro. Al otro lado de las murallas, los titanes se hallaban en estado de trance hipnótico.
—¡Thea! —gritó Paithan con desesperación.
Los tres se lanzaron a detenerla.
Aleatha se volvió en redondo y sostuvo el amuleto en alto como había visto hacerlo a Drugar ante Xar.
Perplejos, los demás retrocedieron. No se sabía qué los detenía, si la magia del amuleto o, más bien, el porte autoritario de Aleatha.
—No comprendéis —declaró—. Todo el tiempo se ha tratado de esto. De un malentendido. Drugar me lo dijo: «Los titanes nos salvarán». —Miró hacia la puerta y añadió—: Simplemente… no comprendíamos.
—¡Aleatha! ¡Drugar intentó matarnos en una ocasión! —exclamó Rega.
—¡No puedes fiarte de él! ¡Es un enano! —agregó Paithan.
Aleatha le dirigió una mirada compasiva. Recogió la falda hecha harapos con una mano, avanzó hasta la puerta y, con la otra, colocó el amuleto en el centro.
—¡Se ha vuelto loca! —musitó Rega, frenética—. ¡Hará que nos maten a todos!
—¡Qué más da! —Replicó Roland de repente, con una risotada—. El dragón, el mago, los titanes… Cualquiera de ellos acabará con nosotros. ¿Qué importa cuál?
Paithan intentó moverse pero notó el cuerpo sumamente cansado, casi incapaz de sostenerse en pie.
—Thea, ¿qué estás haciendo? —preguntó, angustiado.
—Voy a dejar entrar a los titanes —respondió la elfa.
El amuleto emitió una llamarada. La puerta de las runas se abrió de par en par.