EL LABERINTO
—¿Qué significa eso de que «ella nos ha traicionado»? —preguntó Alfred con inquietud.
—Que Marit les ha revelado que eres un sartán —respondió Haplo—. Y que yo te he traído al Laberinto por mi voluntad.
Alfred reflexionó detenidamente sobre el asunto.
—Entonces, al único que ha traicionado en realidad es a mí. Soy yo quien os pone en peligro a los dos. —Continuó sus reflexiones y añadió—: Podéis decirles que soy vuestro prisionero. Eso…
Dejó la frase sin terminar al ver la expresión sombría de Haplo.
—Marit sabe que no es así. Ella conoce la verdad. Y no tengo ninguna duda de que se la ha contado. Lo único que me pregunto —agregó Haplo sin variar el tono, con la vista perdida en el bosque—es qué más les habrá contado.
—¿Vamos a quedarnos aquí, sin más? —quiso saber Hugh la Mano, ceñudo.
—Sí —respondió Haplo sin alterarse—. Vamos a quedarnos aquí.
—Podríamos echar a correr…
—Buena idea —asintió el patryn—. He intentado convencer a Coren de que…
—Alfred —lo corrigió tímidamente el sartán—. Por favor. Yo me llamo así. No…, no conozco a esa otra persona. Y no estoy dispuesto a volver atrás, como propones.
—Yo voy a donde él vaya —declaró Hugh. Los patryn ya estaban a la vista y seguían acercándose—. Podemos luchar.
—No —se opuso Haplo, sin detenerse a considerar siquiera tal posibilidad—. No voy a luchar con mi propia gente. Ya es suficiente desgracia… —se interrumpió y dejó la frase a medias.
—Se lo están tomando con calma. Quizá te hayas confundido con ella.
Haplo rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza.
—No están acostumbrados a tomar prisionero a otro patryn. Nunca ha habido necesidad de algo así. —Contempló el cielo plomizo y los árboles en sombra. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un murmullo, para sí—. Éste ha sido siempre un lugar terrible, peligroso y mortal. Pero al menos estábamos unidos: todos juntos contra él. Ahora, en cambio, ¿qué he hecho…?
Los patryn, conducidos por una Kari impasible, rodearon al dispar trío.
—Se han formulado graves acusaciones contra ti, hermano —anunció a Haplo.
Su mirada se volvió entonces hacia Alfred, que se sonrojó hasta la calva e improvisó una expresión de absoluta culpabilidad. Kari frunció el entrecejo y miró de nuevo a Haplo. Probablemente, esperaba que él lo negara todo.
Pero Haplo se encogió de hombros y no dijo nada. Echó a andar. Alfred, Hugh la Mano y el perro lo siguieron. Los patryn cerraron filas tras ellos.
Marit no estaba en el grupo.
La comitiva avanzó sigilosamente por el bosque. Los patryn lo hacían incómodos, agitados. Cada vez que Alfred se caía —lo cual sucedía continuamente, pues las circunstancias y el terreno se conjugaban para hacerlo aún más torpe de lo habitual—, los patryn aguardaban inflexibles a que se pusiera en pie de nuevo, sin prestarle ayuda ni permitir que Haplo o Hugh se acercaran al sartán.
Al principio, observaban a Alfred con torvas expresiones de enemistad pero luego, después de verlo estrellarse de bruces tras tropezar con una raíz de un árbol, caer en un hoyo y casi romperse la cabeza contra una rama baja, los patryn empezaron a cambiar miradas dubitativas aunque redoblaron la vigilancia. Por supuesto, podía ser una comedia destinada a ganarse su confianza.
Haplo recordó haber pensado exactamente lo mismo en su primer encuentro con Alfred.
Cuánto les quedaba por aprender.
Respecto al asesino humano, los patryn lo trataban con desdén.
No debían de tener la menor noticia de la existencia de los mensch; el propio Haplo desconocía las llamadas «razas inferiores» hasta que Xar le había informado de quiénes eran.[39] Además, Marit debía de haberles contado que Hugh la Mano no tenía conocimientos de magia rúnica y que, por tanto, era inofensivo. Haplo se preguntó si también se habría acordado de decirles que no se podía matar a aquel hombre.
Cuando algún patryn volvía la vista por casualidad hacia Haplo, lo cual sucedía rara vez, lo hacía con expresión torva y furiosa. Haplo se preguntó con inquietud qué les habría contado Marit. Y por qué.
El bosque empezó a aclararse. La partida de caza se aproximaba al lindero de la arboleda y, al llegar a aquel punto, Kari ordenó un alto. Ante ellos se extendía un amplio campo abierto de hierba corta y ondulada. Haplo descubrió con asombro signos de que algún animal había pastado en la zona. Si allí hubiera habido mensch, habría imaginado que cuidaban ovejas y cabras. Pero allí no había mensch. Allí sólo había patryn, congéneres suyos, y los patryn eran corredores, luchadores; no pastores.
Ardió en deseos de sondear a Kari pero, en aquellas circunstancias, la mujer no respondería a ninguna pregunta suya; no le diría ni si era de día o de noche.
A un centenar de pasos, en el campo abierto, corría un río de aguas oscuras y turbulentas que se abría paso entre empinadas riberas. Y más allá, al otro lado del río…
Haplo se quedó boquiabierto.
Más allá del río de aguas negras y repulsivas, se levantaba una ciudad.
Una ciudad. En el Laberinto.
No podía creer lo que veía, pero allí estaba. Aunque parpadeara, la alucinación no desaparecía. Allí, en una tierra de pobladores, de nómadas que pasaban la vida tratando de escapar de su prisión, había una ciudad. Construida por gente que no tenía por objetivo escapar. Por gente que se había establecido, que estaba a gusto allí. No sólo eso, sino que habían encendido un fuego guía, una baliza para llamar a otros: venid a nosotros, venid a nuestra luz, venid a nuestra ciudad.
Sólidos edificios de piedra, cubiertos de marcas rúnicas, se alzaban impasibles en la ladera de una montaña gigantesca, en cuya cima ardía el fuego. Probablemente, se dijo Haplo, aquellos edificios habían empezado como cuevas. Ahora se extendían hacia afuera y el suelo de algunos de ellos descansaba en el techo de otros. Descendían por la montaña de manera ordenada y se apelotonaban al pie de la ladera. La propia montaña parecía extender unos brazos protectores en torno a la ciudad construida en su regazo; una gran muralla, construida con piedra de la montaña, circundaba la ciudad. Las runas mágicas grabadas en la muralla reforzaban las defensas.
—¡Caramba! —Murmuró Alfred—. ¿Es… esto es normal?
No; no era normal.
Marit había reaparecido. Era evidente que no le complacía estar allí, pero la perspectiva de tener que atravesar el peligroso cauce en campo abierto, presa fácil para cualquier enemigo, la había obligado a esperar al resto de la partida. Con todo, permaneció apartada de los demás, con los brazos cruzados ante el pecho. No miró en absoluto a Haplo; al contrario, evitó meticulosamente dirigirle la mirada.
A él le habría gustado hablar con la mujer. Hizo ademán de acercarse a ella, pero varios patryn le cerraron el paso. Parecían incómodos; debía de ser la primera vez que desconfiaban o temían un mal de uno de los suyos.
Haplo suspiró. ¿Cómo podría hacerles comprender…? Levantó las manos con la palma hacia el frente, indicando que no pretendía causar ningún daño y que obedecería sus órdenes.
Pero el perro no estaba para prohibiciones. La travesía del bosque había sido un aburrimiento para el animal. Cada vez que olfateaba algo interesante y se disponía a salir en su persecución, su amo lo llamaba a su lado con tono imperioso. El perro habría tolerado la situación si hubiera recibido muestras de que su presencia era apreciada, pero Haplo estaba preocupado, sumido en pensamientos lúgubres y melancólicos, y no se había molestado en dar unas palmaditas en la cabeza al animal ni había reaccionado a sus lametones amistosos.
De no ser por Alfred, el perro habría considerado el viaje como un gasto inútil de energías. El sartán, como de costumbre, había resultado tremendamente entretenido. El animal había comprendido que sería responsabilidad suya que Alfred lograra cruzar el bosque sano y salvo. No había habido modo de evitar ciertos desastres menores (un perro tiene sus limitaciones), pero el animal había conseguido salvarlo de varias catástrofes seguras, bien tirando de él para desenredarlo de los zarcillos de la repugnante enredadera de sangre o arrojándolo al suelo para evitar que pisara un hoyo con el fondo erizado de estacas puntiagudas, una típica trampa tendida por snogs merodeadores.
Por fin, habían llegado a un terreno llano y sin obstáculos y, aunque el perro sabía que ello no significaba necesariamente que Alfred estuviera a salvo, el sartán mantenía, de momento, una completa inmovilidad. Si existía alguien capaz de meterse en problemas sin moverse siquiera, ése era Alfred, pero el perro había considerado que podía relajar un poco la vigilancia.
Los patryn se reunieron en las lindes del bosque mientras varios de ellos se desplegaban para asegurarse de que todo estaba tranquilo antes de cruzar el río. El animal miró a su amo y comprendió con pesar que no podía hacer nada por él salvo recordarle, con un lametón, que allí tenía un perro para ofrecerle consuelo. Como recompensa, la mano distraída de Haplo le dio unos golpecitos en la testuz. El perro buscó una nueva distracción a su alrededor y vio a Marit.
Una amiga. Alguien a quien no veía desde hacía horas. Alguien que, por su expresión, necesitaba un perro.
El animal se acercó a ella con un trotecillo.
Marit estaba de pie a la sombra de un árbol, con la mirada fija en algo que el perro no podía ver. Pero quizás estaba haciendo algo importante, de modo que se acercó silenciosamente, como para no molestarla. Por fin, apretó el lomo contra la pierna de Marit y levantó la cabeza hacia ella con una mueca de alegría.
Marit, sobresaltada, dio un respingo que también hizo saltar al animal y ambos retrocedieron un paso, observándose con alarma.
—¡Ah, eres tú! —exclamó Marit y, aunque no comprendió las palabras, el perro entendió el tono en que las decía; un tono que, si bien no era abiertamente complacido, tampoco resultaba inamistoso.
La mujer transmitía una sensación de soledad y de pesar, de desesperada infelicidad. El perro la perdonó por haberlo asustado y avanzó de nuevo, meneando el rabo, para renovar su vieja amistad.
—Vete —dijo ella. Pero, al mismo tiempo, su mano acarició la cabeza del animal. La caricia se transformó pronto en un contacto desesperado; sus dedos se clavaron dolorosamente en las carnes del animal.
La sensación no resultaba muy agradable, pero el perro contuvo un gañido; percibía que la mujer también sufría un gran dolor y, que, de algún modo, aquello la aliviaba. Sin dejar de menear el rabo con movimientos lentos y pausados, permaneció sin inmutarse al lado de la mujer y permitió que ella le tirara de las orejas y le estrujara la cabeza contra el muslo, ofreciéndole su presencia, ya que no podía darle nada más.
Haplo levantó la cabeza y miró en dirección a ellos.
—¡Perro, aquí! ¿Qué haces? No la molestes. No le gustas. ¡Y no te apartes de mi lado!
Los dedos de Marit habían detenido su doloroso masaje y se habían vuelto suaves y estimulantes pero, de pronto, volvió a clavar sus afiladas uñas en el pelaje del animal.
Esta vez, el perro soltó un aullido.
—¡Vete! —masculló Marit con rencor, apartando de sí al animal.
El perro entendió. Siempre entendía.
Ojalá pudiera transmitir su comprensión a su amo.
—Ya podemos pasar. El lugar es seguro —informó Kari—. Bastante seguro, por lo menos.
El puente que cruzaba el río, realizado en un único y estrecho arco de roca y con numerosas runas grabadas en ésta, apenas medía un pie humano de anchura y su piedra estaba resbaladiza a causa de la espuma levantada por las aguas bravas que corrían al fondo de la profunda garganta. El puente formaba parte de las defensas que los patryn habían establecido en torno a la ciudad. Sólo podía cruzarlo una persona a la vez, y con el mayor cuidado. Un resbalón y el río se cobraría su víctima, engulléndola en sus rápidos espumeantes, en sus aguas oscuras y gélidas.
Los patryn, acostumbrados a cruzar y ayudados de su magia natural, atravesaron el arco de piedra con facilidad. Una vez en el otro lado, varios de ellos se dirigieron a la ciudad, sin duda para anunciar su regreso al líder de la comunidad. Marit cruzó con uno de los primeros grupos y, según observó Haplo, aguardó junto a la orilla.
Kari se acercó a él. Ella y otros tres patryn se habían desplegado en la ribera, vigilando los árboles que tenían a su espalda.
—Haz cruzar a tu gente —indicó la mujer—. Diles que se apresuren —añadió, dirigiendo una mirada a sus tatuajes. Los signos mágicos de la piel de ambos despedían un resplandor azul más intenso que antes.
Hugh la Mano, con la pipa en la boca, estudió detenidamente el angosto puente con gesto ceñudo; después lo cruzó sin apenas vacilar. Sólo una breve pausa para tantear el terreno. El perro trotó tras él y se detuvo un momento a medio camino para ladrarle a algo que creyó ver en el agua.
Ya sólo quedaba Haplo. Y Alfred.
—Yo… ¿también tengo que… que…? —El sartán observó el puente entre balbuceos.
—Sí, tienes que cruzar —lo ayudó Haplo.
—¿Qué le sucede? —intervino Kari, irritada.
—Tiene miedo de… —Haplo se encogió de hombros y dejó la frase a medias. Kari podía terminarla por sí misma.
La patryn se mostró suspicaz.
—Tu compañero tiene poderes mágicos.
—¿Marit no te ha hablado de eso? —Haplo sabía que sus palabras sonaban mordaces, pero no le importaba gran cosa—. No puede utilizar su magia. La última vez que lo hizo, el Laberinto la aprovechó para usarla contra él, igual que un caodín atrapa una lanza y la emplea contra quien se la ha arrojado. Estuvo en un tris de matarlo.
—Él es nuestro enemigo… —Kari inició una protesta.
—Qué raro —replicó Haplo sin alterarse—. Creía que nuestro enemigo era el Laberinto.
Kari abrió la boca y volvió a cerrarla. Movió la cabeza y dijo:
—No lo entiendo. No entiendo nada de esto. Me alegraré mucho de entregaros al dirigente Vasu. Será mejor que busques algún modo de hacer cruzar a tu amigo… y pronto.
Haplo acudió junto a Alfred, que contemplaba con ojos desorbitados de miedo el estrecho paso que debía atravesar. Kari y sus tres compañeros mantenían su inquieta vigilancia del bosque. Los demás patryn aguardaban en la ribera opuesta.
—Vamos —lo animó Haplo—. No es más que un río.
—No, no lo es —dijo Alfred, dirigiendo una mirada a las oscuras aguas con un estremecimiento—. Tengo la sensación de que… de que me odia.
Haplo se detuvo, perplejo. Pues sí; en realidad, era muy posible que el río aborreciera al sartán. Estuvo tentado de decirle a éste una mentira piadosa, pero sabía que Alfred no le creería. Decidió que era mejor la verdad que cualquier otra cosa que Alfred pudiera extraer de su imaginación.
—Éste es el Río de la Rabia. Recorre el Laberinto con sus aguas profundas y rápidas. Según la leyenda, es lo único del Laberinto que creamos los patryn. Cuando los primeros de nuestro pueblo fueron arrojados a esta prisión, su rabia fue tan terrible que manó de sus bocas y se convirtió en este río.
Alfred miró al patryn, horrorizado.
—El agua está mortalmente fría. Incluso yo, protegido por la magia rúnica, sólo podría sobrevivir en ella breves momentos. Y, si no lo mata a uno el frío, el agua lo estrella contra las rocas o las hierbas subacuáticas se enredan a uno y lo sumergen hasta que se ahoga.
Alfred se había puesto blanco como la leche.
—No puedo…
—Una vez cruzaste el Mar de Fuego —dijo Haplo—. También podrás cruzar esto.
Alfred sonrió vagamente. Sus pálidas mejillas recobraron un vestigio de color.
—Es cierto, crucé el Mar de Fuego, ¿verdad?
—Avanza a gatas —le aconsejó Haplo, al tiempo que lo empujaba hacia el puente—. Y no mires abajo.
—Crucé el Mar de Fuego —se repitió Alfred.
Al llegar a la estrecha pasarela, palideció de nuevo, tragó saliva y, tras una profunda inspiración, colocó las manos en la piedra húmeda.
Se estremeció.
—Y será mejor que te apresures —añadió Haplo, inclinándose hacia adelante para hablarle al oído—. Algo feo se nos echa encima.
Alfred se volvió hacia él y abrió la boca. Quizá pensaba que Haplo lo había dicho para darle prisa, pero el sartán observó el acusado resplandor de la piel del patryn. Con un gesto desconsolado de asentimiento, Alfred cerró los párpados con fuerza y empezó a cruzar a gatas, guiándose sólo por el tacto.
—¿Qué hace? —exclamó Kari, asombrada.
—Cruzar el puente.
—¿Con los ojos cerrados?
—Teniendo en cuenta cómo se maneja con ellos abiertos —replicó Haplo secamente—, supongo que así tiene alguna oportunidad.
—Va a llevarle el resto del día… —apuntó Kari tras contemplar durante unos tensos momentos el lento avance de Alfred.
Y no disponían de tanto tiempo. Haplo se rascó la mano; el resplandor de las runas, que le advertía del peligro, era cada vez más intenso. Kari volvió la mirada hacia el bosque. Los patryn de la otra ribera miraban con expresión sombría.
Habían llegado varios patryn procedentes de la ciudadela. En el centro del grupo había un hombre joven, de la edad aproximada de Haplo. Abstraído en apremiar mentalmente a Alfred, Haplo no lo habría distinguido de los demás de no ser porque aquel individuo era insólito para los cánones patryn.
La mayoría de éstos, tanto hombres como mujeres, eran delgados y de músculos acerados, adaptados a una vida dedicada a huir o a luchar para sobrevivir. La carne cubierta de signos mágicos de aquel hombre era blanda, su cuerpo era rechoncho y tenía los hombros redondeados y el vientre prominente. Sin embargo, a la vista del trato deferente que le dedicaban los demás patryn, Haplo dedujo que se trataba del jefe, del dirigente Vasu, nombre que significaba «brillante», «benéfico», «excelente».
Vasu se detuvo al borde de la empinada ribera opuesta para observar la escena y escuchó con la cabeza ligeramente inclinada a varios patryn que le explicaban lo que sucedía. El jefe no impartió órdenes. Kari estaba al mando allí, por derecho. Era su grupo. En aquella situación, el dirigente era un mero observador que sólo ejercería su autoridad si las cosas se torcían.
Y, de momento, todo iba bien. Alfred avanzaba mejor de lo que Haplo se había atrevido a esperar. La superficie rocosa del puente, aunque mojada, era áspera. El sartán podía introducir los dedos en las rendijas y en los salientes e impulsarse. En cierto momento, le resbaló la rodilla. Reaccionó con rapidez y consiguió mantener el equilibrio, pero quedó a caballo sobre el puente. Sin abrir ni un instante los ojos, continuó avanzando resueltamente.
Estaba a medio camino cuando se alzó del bosque un aullido.
—Lobunos… —dijo Kari con un juramento.
Los aullidos que emiten los lobunos son fantasmagóricos y escalofriantes. Es un sonido animal, pero contiene palabras que hablan de carne desgarrada, de sangre caliente, de huesos quebrados y de muerte.
Un aullido resonó en el bosque; otros se alzaron en respuesta.
Alfred, sorprendido y alarmado, abrió los ojos. Vio el agua negra que se agitaba al fondo del precipicio. Dominado por el pánico, se aplastó contra la piedra, se abrazó al puente y se quedó paralizado.
Haplo soltó un juramento.
—¡No te desmayes! ¡Maldita sea, Alfred, no se te ocurra desmayarte!
Los lobunos no aúllan, no descubren su presencia, a menos que estén dispuestos para atacar. Y, a juzgar por el ruido, era toda una manada; demasiados como para que Kari y su reducido grupo pudieran hacerles frente sin más ayuda.
Vasu hizo un breve gesto con la mano. Los patryn se colocaron a lo largo de la ribera y apuntaron sus flechas y lanzas, preparadas para cubrirles la retirada. Hugh le gritó a Alfred que continuara avanzando y se inclinó cuanto pudo sobre el puente, con la intención de agarrar al sartán y ponerlo a salvo en la orilla tan pronto pudiera.
Haplo saltó a su extremo del puente.
—¡No lo conseguirás! —Le gritó Kari—. La magia del puente sólo permite que cruce una persona a la vez. Yo me ocuparé de eso.
Levantó la lanza y apuntó con ella hacia Alfred.
Haplo la asió por el brazo y le impidió el lanzamiento. Ella se desasió con gesto enérgico y le dirigió una mirada iracunda.
—¡Ése no vale la vida de tres de los míos!
—Prepárate a cruzar —dijo Haplo y se dispuso a dar un paso.
Pero, en aquel instante, el perro dejó atrás a Hugh la Mano, aterrizó en el puente y avanzó hacia el sartán.
Haplo se detuvo y esperó. A él, sin duda, la magia le impediría el paso; en cambio, era posible que al perro no lo afectara. Escuchó a su espalda el estruendo de los lobunos que avanzaban entre los matorrales. Los aullidos se hacían más potentes. Alfred continuó tumbado sobre el vientre, contemplando el agua con horrible fascinación, incapaz de moverse.
El perro corrió ligero por el puente; al llegar a Alfred, soltó un ladrido e intentó sacarlo de su estupor.
Alfred no pareció enterarse siquiera de su presencia.
Decepcionado, el animal pidió ayuda a su amo con la mirada.
Kari levantó la lanza. En la otra orilla, Vasu efectuó un movimiento rápido e imperioso con su amplia mano.
—¡El cuello! —Gritó Haplo—. ¡Cójelo por el cuello!
Una de dos: o el perro entendió lo que le decía, o llegó casualmente a la misma conclusión. Cerró los dientes con fuerza en torno al cuello de la camisa del sartán y tiró de él.
Alfred emitió un gemido y se agarró al puente aún más fuerte.
El perro soltó un gruñido desde lo más hondo de la garganta. ¿Qué prefieres?, parecía decir. ¿El cuello de la camisa… o el de carne y hueso?
Alfred tragó saliva y aflojó su desesperado abrazo. El perro reculó por el estrecho arco de piedra arrastrando con él al sartán, que se dejaba hacer sin oponer resistencia. Hugh y varios patryn aguardaban al extremo del puente. Cuando pudieron, rescataron a Alfred y lo depositaron en tierra firme.
—¡Ve! —ordenó Kari, posando la mano en el hombro de Haplo.
Ella estaba al mando; suyo era el privilegio de ser la última en cruzar. Haplo no perdió tiempo en protestas y se apresuró a salvar el puente. Cuando estuvo al otro lado, lo siguieron los demás patryn.
El lobuno apareció de entre los árboles cuando Kari ponía el pie en la húmeda piedra. La bestia soltó un alarido de decepción al ver que sus presas habían escapado y corrió en pos de Kari, esperando capturar aquélla, al menos. Una lluvia de lanzas y flechas, potenciadas por la magia rúnica, voló sobre el río y detuvo la persecución. Kari llegó al otro lado sana y salva. Marit la esperaba y la ayudó a saltar a tierra.
Más lobunos se habían unido al primero y todos se dirigieron al puente. Los signos mágicos de la roca emitieron un destello rojo y la piedra mojada estalló en llamas mágicas. Los lobunos retrocedieron entre aullidos amenazadores y recorrieron la ribera observando a sus presas con un destello de voracidad en sus amarillos ojos. Pero no se atrevieron a cruzar.
Cuando Kari estuvo a salvo, Haplo fue a ver cómo se encontraba Alfred. Vasu se acercó también a echar una ojeada. El dirigente se movía con agilidad para tener un cuerpo tan gordo y desgarbado. Cuando llegó junto al sartán, el caudillo patryn miró a su prisionero.
Alfred yacía en el suelo. Tenía el mismo color que si hubiera pasado varios días en el río y temblaba hasta el punto de que le castañeteaban los dientes. Brazos y piernas se contraían y se agitaban espasmódicamente, por efecto todavía del pánico.
—Aquí está el antiguo enemigo —dijo Vasu, y pareció que exhalaba un suspiro—. Aquí tenéis lo que nos han enseñado a odiar.