CAPÍTULO 33

EL LABERINTO

El sendero que conducía al Laberinto a través de la caverna era largo y tortuoso. Tardaron varias horas en recorrerlo, avanzando lentamente, obligados uno a uno a comprobar cada paso que daban, pues el suelo podía cambiar y hundirse bajo los pies de cualquiera de ellos después de que quien lo precedía hubiera pasado por aquel punto sano y salvo.

—¿Acaso esta condenada roca está viva? —Preguntó Hugh la Mano—. Os juro que la he visto empujar a Marit deliberadamente.

Entre pesados jadeos, Marit contempló las aguas negras y turbias que formaban remolinos debajo de ella. La patryn estaba salvando un estrecho resalte rocoso que corría a lo largo de la pared de la caverna cuando, de pronto, el resalte había cedido bajo sus pies. Hugh la Mano, que la seguía pisándole los talones, la había agarrado cuando Marit ya empezaba a deslizarse por la húmeda pared. Tendido en el saliente rocoso, el asesino sostuvo con fuerza a Marit por la muñeca y el brazo hasta que Haplo pudo alcanzarlos desde el otro lado del resalte hundido.

—Está viva y nos odia —respondió el patryn tétricamente, al tiempo que alzaba a Marit a la relativa seguridad del punto del camino en el cual se encontraba.

Hugh salvó el hueco de un salto y aterrizó junto a ellos. Aquella parte del camino era estrecha y llena de grietas y serpenteaba entre un maremágnum de peñascos, bajo una cortina de estalactitas.

—Quizás ha sido su último golpe contra nosotros. Ya estamos cerca de la salida…

A unos pocos pasos quedaba la boca de la caverna y, tras ella, se divisaba una luz grisácea, unos árboles dispersos y una hierba empapada por la niebla. Una carrera a toda velocidad los llevaría hasta allí. Pero todos ellos estaban agotados, doloridos y asustados. Y aquello era sólo el principio.

Haplo dio un paso adelante.

El suelo tembló bajo sus pies. Los peñascos próximos empezaron a bambolearse. Del techo cayó una cascada de esquirlas de roca y polvo.

—¡Quietos! ¡Que nadie se mueva! —ordenó Haplo.

Todos obedecieron, y el temblor cesó.

—Es el Laberinto —murmuró el patryn—. Siempre te concede una oportunidad.

Miró a Marit, que estaba de pie junto a él. Tenía unos arañazos en la cara y unos cortes en las manos a consecuencia de la caída. Su expresión era firme y sus ojos estaban fijos en la salida. Marit sabía tan bien como él lo que les esperaba.

—¿Qué hay? ¿Qué sucede? —inquirió Alfred con voz temblorosa.

Haplo volvió la cabeza muy despacio. Alfred se había quedado atrás, en el estrecho resalte de roca que ya había intentado precipitar a Marit a las turbulentas aguas oscuras. Parte del camino había desaparecido. El sartán tendría que salvar el hueco de un salto, y Haplo recordaba perfectamente lo maravilloso que era Alfred en la especialidad de salto de hendiduras. Sus pies eran más anchos que el reborde que tendría que recorrer. Hugh la Mano ya había salvado al torpe sartán, tan propenso a los accidentes, de caer en dos hoyos y en una grieta.

El perro se quedó cerca de Alfred, mordisqueándole los talones de vez en cuando para apremiarlo a seguir. El animal ladeó la cabeza con un gañido desconsolado.

—¿Qué sucede? —repitió Alfred con voz temerosa, al comprobar que nadie respondía.

—La caverna va a intentar impedir que salgamos de ella —repuso Marit fríamente.

—¡Oh, vaya! —exclamó Alfred, perplejo—. ¿Y puede…, puede hacerlo?

—¿Qué crees que ha sido eso, si no? —repitió Haplo con irritación.

—¡Oh, pero…! —Alfred avanzó un paso para discutir el asunto—. ¡Vamos, lo dices como si…!

El suelo se encabritó. Una ondulación sincopada lo estremeció como… Como si se estuviera riendo. Haplo habría jurado que eso hacía la caverna. Alfred soltó un grito, agitó los brazos y se contorsionó. Sus torpes pies no tardaron en resbalar, pero el perro hundió los colmillos en los calzones y lo sostuvo. Sin dejar de mover los brazos como aspas, Alfred consiguió recuperar el equilibrio con la ayuda del perro. Con los ojos cerrados de espanto, se aplastó contra la pared de roca mientras le caían gruesos regueros de sudor de la calva.

En el interior de la caverna, todo había quedado paralizado de pronto.

—No vuelvas a hacer eso —ordenó Marit, escupiendo las palabras entre dientes.

—¡Sartán bendito! —murmuró Alfred mientras sus dedos trataban de hundirse en la roca.

Haplo soltó un juramento.

—¡Fue tu sartán bendito quien creó esto! ¿Cómo vamos a salir ahora?

—No deberías haberme traído —dijo Alfred con voz temblorosa—. Te advertí que sólo retrasaría la marcha y os pondría en peligro. No te preocupes por mí. Seguid adelante. Yo volveré atrás…

—¡No te mué…! —empezó a decir Haplo, pero calló antes de acabar la frase.

Alfred no hizo caso. Ya había empezado a desandar el camino y no sucedía nada. El suelo seguía quieto.

—¡Alfred, espera! —exclamó.

—¡Déjalo que se vaya! —Intervino Marit con desdén—. Ya nos ha retrasado bastante.

—Eso es lo que quiere el Laberinto. Quiere que se vaya, y no pienso seguirle el juego. ¡Perro, detenlo!

El perro, obediente, apresó entre sus dientes los faldones de la levita de Alfred y lo retuvo. El sartán se volvió a Haplo con una mirada lastimera.

—¿Qué puedo hacer yo para ayudaros? ¡Nada!

—Eso es lo que tú crees, pero el Laberinto no opina igual. Por extraño que te parezca, sartán, tengo la sensación de que el Laberinto te tiene miedo. Quizá porque ve a su creador.

—¡No! —Alfred se encogió—. ¡Yo, no!

—Sí, tú. Si te escondes en tu tumba, si te niegas a actuar, si te quedas «absolutamente sano y salvo», alimentas el mal y lo perpetúas.

Alfred rechazó sus palabras con un gesto de cabeza. Asió los faldones de la levita y tiró de ellos.

El perro lo tomó por un juego, gruñó alegremente y tiró también.

—A mi señal —dijo Haplo a Marit en un susurro—, tú y Hugh echad a correr hacia la salida. Tened cuidado. Ahí fuera puede haber algo esperándoos. No os detengáis por nada. No miréis atrás.

—Haplo… —musitó Marit—. No quiero… —vaciló, se ruborizó y dejó la frase a medias.

Sorprendido al escuchar un tono diferente en su voz, Haplo la miró.

—¿No quieres qué? ¿Dejarme? No me sucederá nada.

Emocionado y complacido por su mirada de preocupación —la primera muestra de afecto que veía en ella— alzó la mano para apartar de la frente de Marit el cabello empapado en sudor.

—Estás herida. Deja que eche un vistazo…

Con un destello de furia en los ojos, ella lo apartó.

—Eres un estúpido —masculló, lanzando una mirada de desprecio a Alfred—. Que se muera. Que se mueran todos.

Marit se volvió de espaldas y fijó la vista en la abertura de la caverna.

El suelo tembló bajo los pies de Haplo. No tenían mucho tiempo. El patryn alargó la mano sobre el resalte roto.

—Alfred —dijo sin aspavientos—, te necesito.

Demacrado, ojeroso y contraído de dolor, Alfred contempló a Haplo con perplejidad. El perro soltó su presa a una señal silenciosa de su amo.

—No puedo hacer esto yo solo —continuó el patryn, sin apartar la mano—. Necesito tu ayuda para encontrar a mi hija. Ven conmigo.

A Alfred se le llenaron los ojos de lágrimas, mezcladas con una sonrisa trémula.

—¿Cómo? No puedo…

—Dame la mano. Yo tiraré de ti.

Alfred se inclinó precariamente sobre el abismo y alargó una mano huesuda y desgarbada cuya muñeca sobresalía de los puños de encaje deshilachados de la levita, de mangas excesivamente cortas. Y, por supuesto, siguió lloriqueando:

—Haplo, no sé qué decir…

El patryn lo agarró por la muñeca y cerró la mano con fuerza. El suelo se bamboleó hasta que Alfred perdió pie.

—¡Corre, Marit! —gritó Haplo, y empezó a invocar su magia.

A su orden, unos signos mágicos rojos y azules prendieron en el aire. Haplo trenzó las runas en una soga azul radiante que se deslizó de su brazo y se enroscó en torno al cuerpo de Alfred.

La caverna se estaba hundiendo. Haplo se arriesgó a volver la mirada un instante y vio que Marit y Hugh corrían como posesos hacia la salida. Una roca se desplomó del techo y rozó a Marit. Las runas de su cuerpo la protegieron de posibles heridas, pero la masa de la roca la derribó. Hugh La Mano se apresuró a incorporarla y los dos reemprendieron la carrera. El asesino volvió la cabeza una vez para comprobar si Haplo los seguía. Marit no miró.

Haplo tiró de la cuerda hasta recuperar al sartán —cuyos brazos y piernas colgaban como patas de una araña muerta— a su lado del resalte. Justo en aquel momento, el tramo que Alfred ocupaba instantes antes se desmoronó.

—¡Perro! ¡Salta!

El perro se preparó y, cuando la roca ya cedía bajo sus patas, impulsó su cuerpo al aire cargado de polvo. El animal aterrizó sobre Alfred, y ambos cayeron de bruces al suelo.

Unos peñascos cayeron en el camino, y obstruyeron el acceso a la salida. Haplo ayudó a ponerse en pie al sartán y lo sacudió. Alfred empezaba a poner los ojos en blanco y su cuerpo flaqueaba.

—Si te desmayas, morirás aquí mismo. ¡Y yo también! —Le gritó Haplo—. ¡Usa la magia, maldita sea!

Alfred parpadeó y fijó la mirada. Después, hizo una sonora inspiración. Entonando las runas con voz temblorosa, abrió los brazos y empezó a volar hacia la salida, cuyo tamaño decrecía por momentos.

—Vamos, muchacho —ordenó Haplo, y se lanzó hacia adelante. Su magia rúnica golpeó las rocas que obstruían el paso, las reventó en pedazos y envió éstos rodando fuera del camino.

Alfred se coló volando por la abertura de la caverna. Con su manera de batir los brazos y las piernas extendidas hacia atrás, parecía una grulla con levita.

Una roca enorme se desplomó encima de Haplo, lo derribó y le atrapó una pierna. La abertura estaba cerrándose y la montaña se desmoronaba sobre él. Lo único que quedaba de la salida era un leve resplandor de luz grisácea. Utilizando la magia como cuña, Haplo liberó la pierna de debajo de la roca y se lanzó hacia adelante para introducir el brazo por el conducto casi obturado.

El túnel de luz se ensanchó. Unas runas sartán llameantes rodearon su mano, potenciando el fulgor de las runas patryn tatuadas en ella.

—¡Tira de él! —Oyó gritar a Alfred—. ¡Yo mantendré abierto el conducto!

Hugh la Mano asió a Haplo y tiró de él a través del túnel forjado por la magia. Haplo se puso en pie al instante y echó a correr. El asesino y Alfred corrían a su lado y el perro los precedía entre excitados ladridos. Alfred, por supuesto, tropezaba continuamente con sus propios pies. Haplo no aminoró la marcha un ápice, pero ayudó al sartán a mantenerse en pie y seguir adelante.

Marit los esperaba, plantada en un saliente rocoso.

—¡Ponte a cubierto! —le gritó Haplo.

Un alud de roca y árboles astillados se deslizó por la ladera con un estruendo atronador.

Haplo se arrojó de bruces al suelo y arrastró a Alfred junto a él. La magia rúnica del patryn lo protegería y esperaba que Alfred tendría suficiente buen juicio como para recurrir a la suya. Rocas y cascotes rebotaron en los escudos mágicos o se estrellaron en torno a ellos. El suelo se estremeció hasta que, de pronto, todo quedó en calma.

Despacio, Haplo irguió el cuerpo hasta quedar sentado en el suelo.

—Me parece que ahora ya no podrás volver atrás, Alfred —murmuró.

Media montaña se había hundido sobre sí misma. Gigantescas losas de roca obstruían lo que había sido la entrada a la caverna, sellando ésta para siempre, quizás.

Haplo contempló el montón de cascotes con un extraño presentimiento. ¿A qué venía aquella inquietud? En realidad, no había pensado en ningún momento en volver atrás por aquel camino. Tal vez no era más que el temor instintivo que le producía ver que se cerraba una puerta a su espalda. Aun así, ¿por qué el Laberinto había decidido de pronto cerrarles aquella salida?

Marit, sin saberlo, expresó en voz alta los pensamientos del patryn.

—Esto nos deja una única salida: la Última Puerta.

Un eco lúgubre le devolvió el sonido de sus palabras tras rebotar en la montaña desmoronada.

La Última Puerta.