CAPÍTULO 31

LA CIUDADELA PRYAN

Aleatha cruzó velozmente la verja de acceso al laberinto. La falda se le enganchó en una zarza y tiró de ella con un juramento. Le produjo una siniestra satisfacción oír desgarrarse la tela. ¿Y qué si sus ropas terminaban en pedazos? ¿Qué importaba eso, si nunca más volvería a salir de allí, si nunca más volvería a hacer nada con alguien interesante…?

Irritada y abatida, se enroscó sobre el banco de mármol y se entregó al lujo de la autocompasión. A través de los setos le llegó el sonido de los otros tres, que seguían discutiendo fuera del laberinto. Roland preguntó si no deberían ir detrás de Aleatha, y Paithan dijo que no, que la dejaran en paz; su hermana no llegaría muy lejos y, en cualquier caso, ¿qué podía sucederle?

—Nada —intervino Aleatha melancólica—. No me sucederá nada. Nunca más.

Finalmente, sus voces se apagaron y sus pisadas se desvanecieron. La elfa estaba sola.

—Es como si estuviera en prisión —musitó mientras contemplaba los muros verdes de los setos, con sus ángulos y sus líneas rectas antinaturales, severas y enclaustrantes—. Aunque hasta una cárcel sería mejor que esto. Los presos, al menos, tienen alguna oportunidad de escapar; yo no. No tengo adonde ir, excepto este mismo lugar. Nadie a quien ver, salvo los de siempre. Un día y otro y otro… a lo largo de los años. Pasando el tiempo tediosamente hasta que todos estemos locos de atar.

Echada en el banco, encogida, rompió a llorar a lágrima viva. ¿Qué importaba si se le enrojecían los ojos o se le hinchaba la nariz? ¿Qué importaba quién la viera con aquel aspecto? No le importaba a nadie. Nadie la quería. Todo el mundo la odiaba. Y ella los odiaba a todos. Odiaba a aquel horrendo Señor Xar. Había algo alarmante en aquel hechicero…

—Vamos, no hagas eso —dijo, de pronto, una voz ronca—. Te pondrás enferma.

Aleatha se incorporó rápidamente hasta quedar bien sentada, parpadeó para contener las lágrimas y buscó lo que quedaba de su pañuelo, el cual, como consecuencia de haber sido destinado a diversos usos, era ahora poco más que un harapo de encaje deshilachado. No lo encontró y acabó secándose los ojos con el borde del chal.

—¡Ah, eres tú! —murmuró.

Drugar se hallaba ante ella, observándola con una mueca ceñuda. Sin embargo, su tono de voz era amable y casi tímidamente tierno. Aleatha sabía reconocer la admiración de los hombres y, aunque procediera del enano, se sintió más tranquila.

—No pretendía decirlo en ese tono —se apresuró a añadir, dándose cuenta de que sus anteriores palabras no habían sido precisamente agradables—. En realidad, me alegro de verte a ti, y no a cualquiera de los otros. Tú eres el único razonable. ¡Los demás son estúpidos! Ven, siéntate aquí.

Dejó sitio al enano en el banco.

Drugar titubeó. Rara vez se sentaba en presencia de los humanos y de los elfos, debido a su estatura. Tenía las piernas tan cortas que, cada vez que tomaba asiento en algún mueble fabricado para ellos, los pies no le llegaban al suelo y le quedaban colgando en una postura que a Drugar le parecía indigna y pueril. En esas ocasiones, el enano apreciaba —al menos, creía apreciar— en la mirada de los otros una tendencia a infravalorarlo a causa de aquel detalle.

No obstante, no se sentía en absoluto así en compañía de Aleatha. La elfa le sonreía —cuando estaba de buen humor, por supuesto— y lo escuchaba con respetuosa atención, como si admirase lo que Drugar hacía y decía.

A decir verdad, Aleatha reaccionaba ante Drugar igual que ante cualquier otro hombre: flirteaba con él. Era un coqueteo inocente, casi inconsciente. El único modo de relacionarse con los hombres que conocía Aleatha era hacerlos enamorarse de ella. En cuanto a las mujeres, no conseguía establecer relación con ellas de ninguna manera. La elfa sabía que Rega deseaba su amistad y, muy en el fondo, Aleatha pensaba que quizá sería divertido tener a otra mujer con la que hablar, reír y compartir esperanzas y temores. Pero, en una época anterior de su vida, había sufrido la envidia de su hermana mayor, Calandra —poco seductora y poco deseable—, a causa de su belleza, a pesar del amor ciego que le profesaba.

Aleatha había terminado por creer que las demás mujeres compartían los sentimientos de Calandra… y es preciso reconocer que así era en la mayoría de los casos. Aleatha hacía ostentaciones de su belleza, la arrojaba a la cara de Rega como un guante, convirtiéndola en un desafío. Convencida secretamente de ser inferior a Rega, sabiéndose menos inteligente, cautivadora y simpática que la humana, la elfa utilizaba su belleza como florete para mantener a distancia a la otra mujer.

En cuanto a los hombres, Aleatha sabía que, una vez que descubrían que por dentro no valía nada, la abandonaban. Por eso había convertido en costumbre anticiparse y dejarlos ella. Pero esta vez no tenía adonde ir. Lo cual significaba que, tarde o temprano, Roland lo descubriría y, en lugar de amarla, la odiaría. Si no lo hacía ya. Aunque poco le importaba a Aleatha lo que el humano opinara de ella.

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Se sentía sola, desesperadamente sola…

Drugar carraspeó. Se había colgado del borde del banco, y sus pies rozaban a duras penas el suelo. Se le rompía el corazón viendo la pena de Aleatha; comprendía su desdicha y su miedo. En cierto extraño modo, se dijo, los dos eran parecidos: las diferencias físicas los mantenían aparte de los demás. A los ojos de éstos, él era bajo y feo. Y Aleatha era la bella. Alargó la mano y dio unas torpes palmaditas de consuelo en el hombro a la elfa. Para su sorpresa, ella se acurrucó contra él y, apoyando la cabeza en su recio hombro, sollozó en su espesa barba negra.

El corazón doliente de Drugar casi estalló de amor. Con todo, comprendió que, por dentro, Aleatha era una niña, una chiquilla perdida y asustada que recurría a él en busca de consuelo, nada más. Contempló los rizos rubios y sedosos que se mezclaban con sus ásperos cabellos negros y tuvo que cerrar los ojos para reprimir el escozor de las lágrimas. Siguió abrazándola suavemente hasta que los sollozos de Aleatha cesaron; entonces, para evitar a ambos un momento de apuro, se apresuró a hablar.

—¿Te gustaría ver qué he descubierto? Está en el centro del laberinto.

Aleatha levantó el rostro, azorada.

—Sí, me encantaría. Cualquier cosa es mejor que no hacer nada.

Se puso en pie, se alisó el vestido y se enjugó las lágrimas.

—¿No se lo contarás a los demás? —preguntó Drugar.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? —Respondió Aleatha con altivez—. Ellos me ocultan secretos. Paithan y Rega. Sé que lo hacen. Éste será nuestro secreto, tuyo y mío —añadió y tendió la mano al enano.

¡Por el Uno Enano, estaba enamorado de aquella elfa!, se dijo Drugar al tiempo que tomaba su mano. Aunque la suya era pequeña, la de ella cabía perfectamente en su palma. El enano la condujo de la mano por el laberinto hasta que el paso se hizo demasiado estrecho y no pudieron seguir avanzando uno al lado del otro. Entonces la soltó, advirtiendo a Aleatha que no se separara de él, no fuera a perderse entre las mil y una vueltas y revueltas del lugar.

La advertencia era innecesaria. Los setos eran allí altos y excesivamente crecidos y formaban a menudo un dosel verde que borraba de la vista el cielo o cualquier otra cosa. En el interior reinaba una oscuridad verdosa, un agradable frescor y una gran quietud.

Al inicio de su recorrido por el laberinto, Aleatha había intentado seguir la pista de su avance: dos giros a la derecha, uno a la izquierda, otro a la derecha, otro a la izquierda, luego dos veces más a la izquierda, una vuelta completa en torno a la estatua de un pez… Pero a partir de allí se había confundido y se había perdido por completo. Se mantuvo tan cerca del enano que casi tropezó con él; la larga falda se enredaba constantemente en los tacones de Aleatha, pero su mano no soltaba la manga del enano.

—¿Cómo sabes por dónde vas? —inquirió la elfa, nerviosa.

Drugar se encogió de hombros.

—Mi pueblo ha vivido siempre en túneles. A diferencia de vosotros, no nos confundimos fácilmente cuando dejamos de ver el cielo o el sol. Además, hay un método. Se basa en las matemáticas. Si quieres, puedo explicártelo… —apuntó.

—No te molestes. Si no tuviera los dedos, sería incapaz de contar hasta diez. ¿Queda mucho para el centro?

Aleatha nunca había sentido un gran entusiasmo por el ejercicio físico.

—No mucho —gruñó Drugar—. Y, cuando lleguemos, hay un sitio para descansar.

Aleatha suspiró. Al principio, todo aquello había resultado emocionante. Allí, entre los setos, había un ambiente misterioso y era divertido imaginarse pérdida, sin olvidar por un solo instante la reconfortante certeza de que no lo estaba. Pero ahora empezaba a aburrirse. Y comenzaban a dolerle los pies.

Y todavía les quedaba todo el trayecto de regreso.

Cansada y malhumorada, miró a Drugar con cierta suspicacia. Al fin y al cabo, el enano había intentado matarlos a todos, en cierta ocasión. ¿Y si la había llevado allí con algún propósito atroz? Estaba lejos de los otros; nadie oiría sus gritos. Se detuvo y echó una mirada atrás, acariciando la idea de dar media vuelta y regresar por donde había venido.

Se le cayó el alma a los pies. No tenía idea de qué camino tomar. ¿Habían doblado a la derecha, o tal vez habían venido por el camino de en medio, sin desviarse…?

Drugar hizo un alto con tal brusquedad que Aleatha, todavía con la cabeza vuelta hacia atrás, tropezó con él.

—Lo…, lo siento —balbuceó, apoyando las manos en los hombros del enano para mantener el equilibrio y retirándolas luego apresuradamente.

Drugar la miró y su expresión se hizo sombría.

—No tengas miedo —dijo al notar la tensión en la voz de la elfa—. Ya hemos llegado. Esto es lo que quería enseñarte.

Aleatha miró a su alrededor. El laberinto había quedado atrás. Allí, unas hileras de bancos de mármol dispuestos en círculo rodeaban un mosaico de piedras de diversos colores que formaban el dibujo de una estrella radiante. En el centro de ésta había más extraños símbolos como los del colgante que el enano llevaba al cuello. Sobre sus cabezas se abría de nuevo el cielo y, desde su posición, Aleatha distinguió la cima de la torre central de la ciudadela. Exhaló un suspiro de alivio. Por lo menos, ahora tenía una idea de dónde estaba. El anfiteatro. Aunque saberlo no iba a ayudarla mucho a salir de aquel lugar.

—Muy bonito —murmuró mientras contemplaba de nuevo la estrella de mosaico multicolor, pensando que debía decir algo para dejar contento al enano.

Le habría gustado quedarse a descansar allí; el lugar producía una sensación de calma y de paz que la impulsaba a no dejarlo. Pero el silencio la ponía nerviosa; el silencio y el enano que no apartaba de ella sus oscuros ojos de mirada sombría.

—Bien, me he divertido mucho. Gracias por…

—Siéntate —dijo Drugar, indicándole un banco—. Espera. Todavía no has visto lo que quería enseñarte.

—Me encantaría, de veras, pero creo que deberíamos volver cuanto antes. Paithan se preocupará…

—Siéntate, por favor —repitió Drugar, al tiempo que arrugaba el entrecejo hasta unir sus pobladas cejas. Dirigió una mirada a la torre de la ciudadela y murmuró—: No tendrás que esperar mucho.

Aleatha inició un taconeo impaciente. Empezaba a sentirse irritada, como siempre que alguien le llevaba la contraria. Taladró al enano con una mirada severa e imperiosa que nunca dejaba de causar efecto en los hombres, sólo que esta vez perdió parte de su eficacia al tener que resbalar por su nariz en lugar de centellear hacia arriba desde unos ojos que producían escalofríos. Y, en cualquier caso, no produjo la menor impresión en Drugar. El enano le había vuelto la espalda y se encaminaba a uno de los bancos.

Aleatha dirigió una última mirada desesperada hacia el camino y, con un nuevo suspiro, siguió a Drugar. Se dejó caer en un asiento próximo, jugó con la ropa, miró hacia la torre que quedaba a su espalda, lanzó un sonoro suspiro, arrastró los pies y dio todas las muestras posibles de que no se divertía, con la esperanza de que el enano se diera cuenta.

No fue así. Drugar permaneció sentado, impasible y callado, con la vista fija en el centro de la estrella solitaria.

Aleatha se dispuso a probar suerte en el laberinto. Perderse allí dentro no sería peor que morirse de aburrimiento en aquel extraño lugar. De pronto, vio que empezaba a brillar la luz de la Cámara de la Estrella, en lo alto de la ciudadela. Y se escuchó de nuevo el extraño tarareo.

Un potente rayo de luz blanca se desvió hacia abajo desde la torre hasta incidir en el mosaico de la estrella.

Aleatha lanzó una exclamación, se levantó del asiento y habría retrocedido de no impedírselo el propio banco de mármol. Estuvo a punto de caerse. El enano alargó la mano y la sostuvo.

—No tengas miedo.

—¡Gente! —Exclamó la elfa, con los ojos como platos—. ¡Ahí hay… hay gente!

El escenario del anfiteatro, vacío hasta aquel momento, se había llenado de pronto. Unas figuras. O, mejor dicho, jirones de figuras. No eran seres tangibles, de carne hueso, como ella y Drugar. Eran sombras transparentes. Aleatha podía ver, a través de ellos, los asientos del otro lado del escenario y los setos del laberinto, al fondo.

Notó que le flaqueaban las piernas; volvió a sentarse y contempló las figuras. Éstas formaban grupos, charlaban relajadamente, paseaban con calma desplazándose de grupo en grupo, aparecían ante sus ojos y desaparecían otra vez según entraban en el rayo de luz y salían de éste.

Gente. Otras personas. Humanos, elfos, enanos: todos juntos, hablando entre ellos en aparente armonía, salvo un par de grupos que parecían, por sus gestos y posturas, en desacuerdo acerca de algo.

Para Aleatha, semejante multitud sólo podía reunirse con un propósito:

—¡Es una fiesta! —exclamó con júbilo, al tiempo que saltaba del asiento para unirse a ella.

—¡No! ¡Espera! ¡No te acerques a la luz!

Drugar había asistido a la escena con expresión de temor reverente. Escandalizado, intentó retener a Aleatha cuando la elfa pasó ante él, pero se le escurrió de los dedos y, de pronto, Aleatha se encontró en el centro de la multitud.

El efecto fue el mismo que si se encontrara en mitad de una bruma densa. Las figuras etéreas fluían a su alrededor, a través de ella. Las veía hablar, pero no captaba sus voces. Las tenía muy cerca, pero no podía tocarlas. Sus brillantes ojos iban de uno a otro, pero nunca la miraban a ella.

—¡Por favor, estoy aquí! —suplicó con frustración, al tiempo que extendía sus manos anhelantes.

—¿Qué haces? ¡Sal de ahí! —Ordenó Drugar—. ¡Es un lugar sagrado!

—¡Sí! —Aleatha continuó dirigiéndose a las sombras transparentes, sin prestar atención al enano—. ¡Yo puedo oíros! ¿Por qué vosotros no? ¡Estoy aquí, delante de vosotros!

No hubo respuesta.

—¿Por qué no pueden verme? ¿Por qué no me hablan? —reclamó la elfa, volviéndose hacia Drugar.

—Porque no son reales. Por eso —respondió el enano en tono hosco.

Aleatha miró otra vez. Las figuras se deslizaron sobre ella, a su alrededor, a través de su cuerpo.

Y, de pronto, la luz se apagó. Y las figuras desaparecieron.

—¡Oh! —exclamó Aleatha, decepcionada—. ¿Dónde están? ¿Adonde han ido a parar?

—Cuando la luz se apaga, desaparecen.

—¿Y vuelven cuando se enciende otra vez?

—A veces sí, a veces no. —Drugar se encogió de hombros—. Pero, habitualmente, a esta hora de la tarde los encuentro aquí.

Aleatha suspiró. En aquel momento se sentía más sola que nunca.

—Dices que no son reales. ¿Qué crees que son, entonces?

—Sombras del pasado, quizá. De los que vivieron aquí. —Drugar fijó la vista en la estrella. Se acarició la barba con expresión triste—. Un truco de la magia de este lugar.

—Has visto a tu gente, ahí —murmuró Aleatha, adivinando los pensamientos del enano.

—Sombras —repitió éste con voz áspera—. Mi pueblo ha desaparecido, destruido por los titanes. Soy el único que queda. Y, cuando yo muera, los enanos habrán dejado de existir.

Desde el escenario, Aleatha contempló de nuevo el anfiteatro, ahora vacío. Muy vacío.

—No, Drugar —dijo de improviso—. Te equivocas.

—¿Qué quieres decir? —Drugar la miró con irritación—. ¿Qué sabes tú de esto?

—Nada —reconoció Aleatha—. Pero creo que uno de ellos me ha oído cuando le he hablado.

—¡Imaginaciones tuyas! —Replicó Drugar con desdén—. ¿Crees que yo no lo he intentado? —inquirió, ceñudo. Sus facciones, demacradas, estaban transidas de pena—. ¡Ver a los míos! ¡Verlos hablar y reír! Casi alcanzo a entender lo que dicen. Casi puedo oír de nuevo la lengua de mi gente.

Cerró los ojos con fuerza. Bruscamente, volvió la espalda a la elfa y se alejó entre los asientos del anfiteatro.

—¡Qué maldita egoísta he sido! —Murmuró Aleatha para sí mientras lo seguía con la mirada—. Yo, por lo menos, tengo a Paithan. Y a Roland, aunque éste no cuenta gran cosa. Y Rega tampoco está mal. El enano no tiene a nadie. Ni siquiera a nosotros. Hemos hecho todo lo posible por mantenerlo a distancia. Ha tenido que venir aquí, a las sombras, para encontrar consuelo.

—Drugar, escúchame —dijo en voz alta—. Cuando estaba en el mosaico de la estrella, dije: «¡Estoy aquí, delante de vosotros!». Y entonces vi que uno de los elfos se volvía y miraba hacia mí. Movió los labios y juro que lo vi decir: «¿Qué?». Hablé otra vez, y él pareció confuso y miró a un lado y a otro como si me oyera pero no pudiera verme. ¡Lo vi, Drugar!

El enano ladeó la cabeza, se volvió y la miró con expresión dubitativa pero con evidentes deseos de creerla.

—¿Estás segura?

—mintió ella, y soltó una risilla alborotada y excitada—. ¿Cómo podría yo pasar inadvertida entre un grupo de hombres?

—No te creo. —Drugar había recaído en la melancolía. Observó a la elfa con suspicacia, receloso de su risa.

—No seas tonto, Drugar. Era una broma. Parecías tan…, tan triste. —Aleatha se acercó a él, alargó la mano y rozó la del enano con sus dedos—. Gracias por traerme. Me parece maravilloso. Yo… quiero volver aquí contigo. Mañana. Cuando se encienda la luz.

—¿De veras? —Drugar se animó—. Muy bien, volveremos. Pero no digas nada a los demás.

—No, ni una palabra —le prometió Aleatha.

—Ahora, deberíamos regresar. Los demás estarán preocupados por ti.

Aleatha percibió el amargo hincapié en esta última palabra.

—Drugar, ¿qué significaría que esa gente fuera real? ¿Significaría que no estamos solos, como pensamos?

El enano volvió la mirada al escenario vacío.

—No lo sé —dijo, moviendo la cabeza—. No lo sé…