PERDIDOS
Llevó algún tiempo recuperar a Alfred, que parecía profundamente reacio a recobrar la conciencia. Finalmente, sus ojos se abrieron con un parpadeo. Por desgracia, lo primero que vio fue a Hugh la Mano inclinado sobre él.
—Hola, Alfred —dijo la Mano con aire sombrío.
Alfred palideció y puso los ojos en blanco.
El asesino alargó la mano y asió a Alfred por el cuello de la camisa, de encaje deshilachado.
—¡Desmáyate otra vez y te estrangulo!
—¡No, no! Ya…, ya estoy bien. Aire, necesito… aire.
—Déjalo levantarse —intervino Haplo.
Hugh abrió la mano y retrocedió unos pasos. Alfred se puso en pie tambaleándose, entre jadeos. Su mirada estaba fija en Haplo.
—Me alegro mucho de verte…
—¿Y te alegras también de verme a mí, Alfred? —inquirió Hugh.
Alfred dirigió por un instante la vista hacia el humano y, al parecer, lamentó haberlo hecho porque volvió a apartarla enseguida.
—Esto…, desde luego que sí, maese Hugh. Estoy sorprendido…
—¿Sorprendido? ¿Por qué? —Replicó la Mano con un gruñido—. ¿Tal vez porque la última vez que me viste estaba muerto?
—Pues… sí; en efecto, ahora que lo pienso, estabas muerto. Muy muerto. —Alfred se sonrojó y balbuceó—: Es evidente que has tenido una… una recuperación mi… milagrosa.
—Supongo que tú no sabrás nada del asunto, ¿verdad?
—¿Yo? —Alfred levantó la vista hasta la altura de las rodillas de Hugh—. Me temo que no. En aquellos momentos estaba muy ocupado. Tenía que ocuparme de la seguridad de la dama Iridal, ¿sabes?
—Entonces, ¿cómo explicas esto? —El asesino se rasgó la camisa para mostrar el pecho. La runa sartán era visible en su centro; despedía un fulgor mortecino, como de complacencia—. ¡Míralo bien, Alfred! ¡Mira lo que me has hecho!
Alfred levantó los ojos despacio a regañadientes. Dirigió una mirada compungida a la runa y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. El perro, entre gañidos compasivos, se le acercó trotando y posó una pata con suavidad sobre uno de los grandes pies de Alfred.
Hugh fulminó a éste con la mirada; después, bruscamente, agarró a Alfred y lo sacudió.
—¡Mírame, maldita sea! ¡Mira qué has hecho! Yo estaba muerto: donde quiera que me hallase, me sentía contento y en paz. Entonces, tú me arrancaste de allí. ¡Ahora, ni estoy vivo ni puedo morir! ¡Pon fin a ello! ¡Devuélveme a ese lugar!
La Mano zarandeó a Alfred como si fuera un muñeco roto. El perro, estrujado entre los dos, miró alternativamente a uno y otro sin saber muy bien a quién atacar y a quién proteger.
—¡No sabía que hubiese hecho lo que dices! —farfulló Alfred con un balbuceo casi incoherente—. ¡No lo sabía! Tienes que creerme. No lo recuerdo…
—¿No… lo… recuerdas? —Hugh subrayó cada palabra con una sacudida que terminó por poner de rodillas al pobre Alfred.
Haplo rescató al perro, que corría peligro de llevarse un pisotón, antes de hacer lo mismo con Alfred.
—Déjalo en paz —avisó a Hugh—. Por extraño que te resulte, está diciendo la verdad. La mitad de las veces, no sabe lo que hace. Como transformarse en dragón para salvarme la vida. Vamos, Hugh, suéltalo. Alfred es nuestra vía de escape. Al menos, así lo espero. Además si nos quedamos encerrados aquí, nada de esto tendrá importancia.
—¿Que lo deje en paz? —Casi incapaz de respirar de pura rabia, Hugh lanzó una mirada furibunda a Haplo y, por fin, arrojó al suelo al sartán—. ¿Y quién me devolverá la paz a mí?
La Mano dio media vuelta en redondo, avanzó hasta la puerta, la abrió de un empujón y salió de la celda. Marit, que no se perdía detalle, observó con interés que la magia sartán no hacía, al parecer, el menor intento de detener al mensch. Acarició la idea de seguirlo y, así, escapar también ella de su encierro, pero descartó enseguida tal posibilidad. Tenía que permanecer con Haplo. Su señor se lo había ordenado.
—Perro, ve con él —ordenó Haplo.
El animal salió disparado tras Hugh la Mano. Haplo hincó la rodilla al lado de Alfred. Marit aprovechó el revuelo para retirarse discretamente a un segundo plano, tratando de pasar lo más inadvertida posible en la estancia vacía.
Alfred, patético y lastimoso, seguía en el suelo hecho un ovillo. Marit lo miró con desdén. Aquel sartán, que parecía incapaz de levantar una masa de pan, ¿cómo iba a poder levantar a los muertos? Hugh la Mano se había confundido, sin duda.
Alfred era un hombre de edad mediana, con la coronilla calva y un cabello fino que le caía a mechones por los costados de la cabeza; tenía un cuerpo larguirucho y desgarbado y unas manos y pies muy grandes, que muchas veces se movían como si parecieran creer que pertenecían a otro. Iba vestido con unos calzones de terciopelo descoloridos, una casaca del mismo tejido que no era de su talla, unas medias raídas y una camisa arrugada, con adornos de encaje deshilachados.
Haplo lo vio sacar un pañuelo andrajoso de un bolsillo roto para secarse el rostro.
—¿Te encuentras bien? —preguntó en tono hosco, con una especie de preocupación rencorosa.
Alfred levantó la vista hacia él y enrojeció.
—Sí, gracias. Él… Hugh tenía todo el derecho a portarse así, ¿sabes? Lo que le hice… si es verdad que fui yo y, sinceramente, no me acuerdo… estuvo mal. Muy mal. ¿Recuerdas lo que te conté en Abarrach sobre la nigromancia? —pronunció esta última palabra con un susurro.
—«Por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere cuando aún no era su hora.» Estas fueron tus palabras. Pero, escucha, ¿puedes hacer algo para ayudarlo?
Alfred titubeó un momento. Parecía a punto de responder que no, pero se limitó a suspirar y hundir sus huesudos hombros.
—Sí, creo que podría… —murmuró por fin. Movió la cabeza y añadió—: Pero no aquí.
—¿Dónde, entonces?
—¿Recuerdas la cámara… en Abarrach? ¿Ese sitio que llaman la Cámara de los Condenados?
—Sí —respondió Haplo con visible incomodidad—. Lo recuerdo.
Me propuse volver allí. Quería llevar a Xar para demostrarle que era cierto lo que le había contado acerca de un poder superior…
—¡Oh, no amigo mío! —protestó Alfred, alarmado—. No creo que sea nada aconsejable hacer lo que dices. Verás, he descubierto qué es esa cámara. Orla me lo ha revelado.
—¿Qué te ha revelado?
—Está convencida de que estuvimos en la Séptima Puerta —explicó Alfred en voz baja y con tono reverente.
—¿Ah, sí? ¿Y qué? —Haplo se encogió de hombros.
Alfred pareció sorprenderse de su reacción; después, exhaló un suspiro.
—Supongo que desconocías la historia, en ese punto. Verás, cuando los sartán produjeron la separación de los mundos…
—Sí, sí —lo interrumpió Haplo, impaciente—. La Puerta de la Muerte. La Última Puerta. He cruzado todas las puertas imaginables en mi vida. ¿Qué sucede con ésta? ¿Qué tiene de especial?
—Bien, esa cámara era el lugar donde estaban cuando procedieron a la Separación —continuó Alfred en voz baja—. Estaban en la Séptima Puerta.
—¿De modo que Samah, Orla y el resto del Consejo se reunieron en esa cámara…?
—Más que eso, Haplo —continuó Alfred con expresión grave—. No sólo se reunieron allí, sino que impregnaron de magia esa cámara. Desde ella, destruyeron un mundo para construir otros cuatro…
—¡Y todavía existe, con toda su magia… con todo su poder! —Haplo lanzó un silbido y movió la cabeza—. No me extraña que la rodearan de runas de protección para impedir el acceso a cualquiera.
—Según Orla, Samah no fue responsable de eso —indicó Alfred—. Verás, cuando la magia se hubo completado y los cuatro mundos quedaron formados, Samah se dio cuenta de lo peligrosa que podía resultar la Cámara…
—Los mundos que podían ser creados también podían ser destruidos.
—Exactamente. En vista de lo cual, envió la Cámara al olvido.
—¿Por qué no se limitó a destruirla?
—Lo intentó —dijo Alfred con voz queda—. Y descubrió que no podía.
—¿El poder superior se lo impidió?
Alfred asintió.
—Temeroso de lo que había descubierto sin proponérselo, incapaz de entenderlo o reacio a hacerlo, Samah ocultó la Cámara con la esperanza de que jamás sería encontrada. Ésa fue la última noticia que Orla tuvo de ella. Sin embargo, la Cámara terminó por ser descubierta por un grupo de sartán de Abarrach; un grupo desesperado y desconsolado por lo que estaba sucediendo a su propio pueblo. Por fortuna, creo que no tenían la menor idea de lo que habían encontrado.
—Sí, de acuerdo, estuvimos en esa Séptima Puerta. Pero ¿qué tiene que ver eso con Hugh la Manó?
—Creo que si Hugh pudiera entrar en ella, quedaría libre.
—¿Cómo?
—No estoy seguro —fue la respuesta evasiva de Alfred—. De todos modos, poco importa eso. No vamos a ir a ninguna parte…
Haplo recorrió la estancia con la mirada.
—¿Dónde diablos estamos? ¿Y cómo hiciste para escapar de Samah? Este lugar me resulta familiar; se parece a esa tumba de Ariano. Supongo que no estamos otra vez en Ariano…
—No, no estamos ahí.
Haplo aguardó pacientemente a que el sartán continuase.
Alfred permaneció callado.
—¿Sabes dónde estamos? —inquirió el patryn, indeciso.
Alfred asintió a regañadientes con un gesto de cabeza.
—¿Y bien, dónde?
Alfred se retorció las manos y respondió:
—Déjame pensar el mejor modo de explicarlo. En primer lugar, debo aclararte que no escapé de Samah.
—No me interesa saber…
—Déjame terminar, por favor. ¿Has cruzado la Puerta de la Muerte desde que ha sido abierta?
—Sí. He vuelto a Ariano. ¿Por qué?
—Durante la travesía, pasaban velozmente ante tus ojos imágenes de cada uno de los mundos, dándote oportunidad de escoger a cuál de ellos querías ir. ¿Recuerdas un mundo de gran belleza, un lugar que nunca habías visto y que jamás habías visitado? Un mundo de cielos azules, días soleados, árboles verdes y enormes océanos. Un mundo antiguo, muy antiguo.
—Sí que lo vi —respondió Haplo—. Y recuerdo que me pregunté…
—Pues ahí es donde estamos ahora —apuntó el sartán—. En el Vórtice.
Haplo paseó la mirada por las losas desnudas de mármol blanco.
—Cielos azules, días soleados… Maravilloso. —Su mirada volvió a Alfred—. Hoy divagas aún más de lo normal.
—El Vórtice. El centro del universo. Una vez, este lugar conducía al mundo antiguo…
—Un mundo que ya no existe.
—Es cierto, pero sus imágenes deben de haberse conservado casualmente…
—O colocadas ahí de forma deliberada; una trampa sartán para intrusos que cruzaran la Puerta de la Muerte —repuso Haplo en tono sombrío—. Yo mismo estuve muy cerca de decidirme por esas imágenes. Dime, ¿sería aquí donde habría terminado?
—Me temo que sí. Aunque ya te darás cuenta de que no está tan mal, una vez que te acostumbres. Todos tus deseos y necesidades serán cubiertos; la magia se ocupa de ello. Y es un lugar seguro. Absolutamente seguro.
Por enésima vez, Haplo recorrió la estancia con la mirada.
—¡Y pensar que estaba preocupado por ti! Te imaginaba en el Laberinto, muerto o algo peor aún. Pero has estado aquí todo el tiempo. A salvo. Totalmente seguro.
—¿Estabas preocupado por mí? —repitió Alfred, y su descolorido rostro se iluminó.
Haplo hizo un ademán de impaciencia.
—¡Por supuesto! ¡Si eres incapaz de cruzar una sala vacía sin causar alguna catástrofe! Y, hablando de salas vacías, ¿cómo salimos de ésta?
Alfred no respondió. Agachó la cabeza y clavó la mirada en los zapatos. Haplo lo observó, pensativo.
—Samah dijo que os enviaba a Orla y a ti al Laberinto. O cometió un error, o no era tan malvado como aparentaba. Os envió aquí a los dos. —Un pensamiento pareció asaltarlo de improviso—. Por cierto, ¿dónde está Orla?
—Samah no era malvado —contestó Alfred sin alzar la voz—. Sólo era un hombre muy asustado. Pero ya ha perdido el miedo. En cuanto a Orla, me dejó. Ahora está con él.
—¿Y tú te has quedado aquí? ¿No fuiste con ella? Al menos, podrías haber vuelto para prevenir a los otros sartán de Chelestra…
—No comprendes, Haplo —lo cortó Alfred—. Sigo aquí porque no tengo más remedio. No hay salida.
Haplo le lanzó una mirada exasperada.
—¡Pero has dicho que Orla se fue…!
Alfred empezó a entonar las runas. Su cuerpo desgarbado adquirió una inesperada agilidad, meciéndose y dando vueltas al ritmo de la tonada. Sus manos formaron los signos mágicos en el aire.
La melodía era triste, pero dulce. En su rincón, Marit evocó súbitamente la última vez que había tenido en brazos a su hija. El recuerdo le dolió, la tonada le dolió y el dolor la enfureció. Se disponía a saltar, a interrumpir el hechizo mágico que el sartán estaba trazando —un hechizo destinado, sin duda, a debilitarla—, cuando una sección de la pared de piedra desapareció.
Al otro lado de la pared, en una urna de cristal, yacía una mujer sartán. Su rostro estaba sereno; sus ojos, cerrados. Su boca parecía sonreír débilmente.
Haplo comprendió por fin.
—Lo siento…
—Ahora está en paz —musitó Alfred con una triste sonrisa—. Me dejó para hacer compañía a su esposo. —Volvió la mirada a Marit y su rostro adquirió una expresión severa—. Orla vio lo que le sucedió. Lo vio morir.
—Samah fue castigado por sus crímenes —dijo Marit en tono defensivo y desafiante—. Sufrió como nos hizo sufrir a nosotros. Recibió su merecido. No; merecía más, mucho más.
Alfred no dijo nada. Dirigió una cálida mirada a la mujer del ataúd de cristal y apoyó la mano en éste con suavidad. Después, lentamente, la mano se desplazó a otra urna situada al lado. Ésta estaba vacía.
—¿Qué significa eso? —preguntó Haplo.
—Es para mí, cuando llegue el día —contestó Alfred—. Tienes razón, este lugar se parece mucho a Ariano.
—¡Demasiado! —Asintió el patryn—. Has encontrado otra tumba. ¡«Absolutamente segura»! —Exclamó con un bufido—. ¡Pues bien, no sueñes con refugiarte ahí! ¡Te vienes conmigo!
—Me temo que no. No vas a ninguna parte, Haplo. Ya te lo he dicho: no hay salida. —Alfred volvió la cabeza hacia Orla—. Salvo la suya…
—¡Miente! —exclamó Marit, combatiendo el pánico y un súbito impulso aterrador de ponerse a excavar en la roca maciza con las manos desnudas.
—No. Es un sartán; no puede mentir. Pero es un experto en no decir la verdad. —Haplo miró fijamente a Alfred—. La Puerta de la Muerte no debe de estar lejos. Escaparemos por ella.
—No tenemos nave —le recordó Marit.
—Construiremos una. —Haplo no apartó los ojos de Alfred, que volvía a tener la mirada fija en la punta de sus zapatos—. ¿Qué me dices, sartán? ¿La Puerta de la Muerte? ¿Es ésa la salida?
—La puerta se abre en una sola dirección —dijo Alfred en voz baja.
Frustrado, sin saber muy bien qué hacer, Haplo se quedó mirando al sartán.
Marit sí supo qué hacer. Se agachó y extrajo la daga de la bota.
—Yo lo haré hablar.
—Déjalo en paz, Marit. Así no conseguirás nada de él.
—Intentaré no hacerle demasiado daño a tu «amigo». Y no tienes por qué mirar.
Haplo se colocó ante ella. No dijo nada; se limitó a interponer su cuerpo entre ella y Alfred.
—¡Traidor!
Marit intentó esquivar su presencia. Haplo la atrapó con un movimiento veloz y diestro, y la retuvo. Marit era fuerte, quizá más que él en aquel momento, y se debatió para soltarse. Los brazos y las manos de ambos se enredaron y, mientras se asían el uno al otro, un resplandor azulado empezó a surgir tenuemente de cada brazo, de cada mano.
Era la magia rúnica que cobraba vida.
Pero esta vez no era la magia que actuaba como protección o como arma de ataque. Esta vez era la magia que se ponía en acción cuando dos patryn se tocaban. Era la magia de la unión, de cerrar el círculo. Era una magia de curación, de fuerza compartida, de compromiso mutuo.
Y la magia empezó a penetrar en Marit.
Ella no la deseaba. Estaba vacía por dentro, vacía y hueca, oscura y en silencio. Ni siquiera alcanzaba ya a oír su propia voz; sólo el eco de unas palabras pronunciadas mucho tiempo atrás. La vacuidad era fría pero, al menos, no resultaba dolorosa. La patryn había expulsado de sí todo el dolor, lo había parido y había cortado el cordón umbilical.
Pero el resplandor azul, suave y cálido, se extendió de las manos de Haplo a las suyas. Empezó a progresar en ella. Una gota, como una lágrima solitaria, cayó en el vacío…
—Haplo, será mejor que vengas a ver esto.
Era Hugh la Mano quien hablaba, desde la puerta. Su voz era áspera, cargada de urgencia.
Incomodado, Haplo volvió la cabeza. Marit se desasió. Él la miró de nuevo, y la patryn vio en sus ojos el mismo calor que había percibido en la magia rúnica. Haplo alzó la mano hacia ella. Marit sólo tenía que cogerla…
El perro apareció al trote. Meneando el rabo y con la lengua colgando, se encaminó hacia la patryn como si acabara de encontrar una amiga.
Marit le arrojó la daga.
Su puntería dejó mucho que desear. Estaba muy nerviosa y apenas podía ver nada. El arma rozó el flanco izquierdo del animal y le produjo un arañazo.
El perro lanzó un gañido de dolor y se escabulló lejos de Marit. La daga fue a estrellarse contra la pared cerca de la pantorrilla derecha del asesino, quien la aplastó bajo su pie. Alfred observó la escena con espanto, tan pálido que parecía a punto de desmayarse otra vez.
Marit se volvió de espaldas a todos ellos.
—Mantén a ese perro lejos de mí, Haplo. La ley me impide matarte, pero puedo dejarte sin el maldito animal.
—Ven aquí, muchacho —Haplo llamó al perro y examinó la herida—. Está bien, sólo es un arañazo. Has tenido suerte.
—Por si le interesa a alguien —anunció Hugh la Mano—, he encontrado la salida. Por lo menos, creo que es una salida. Será mejor que vengáis a ver. Nunca he encontrado nada parecido.
Haplo miró a Alfred, que se había sonrojado bruscamente.
—¿Qué sucede? ¿Está protegida? ¿Hay alguna trampa mágica?
—Nada de eso —respondió Hugh—. Es más bien una especie de broma.
—Dudo que lo sea. Los sartán no tienen mucho sentido del humor.
—Pues hay alguien que sí lo tiene. La salida es a través de un laberinto.
—Un laberinto… —repitió Haplo en un susurro.
Y entonces supo la verdad. Y Marit la supo también, al mismo tiempo que él. El vacío de su interior se llenó, se llenó de miedo, de un miedo que se agitaba y debatía en su interior como un ser vivo. Se sintió casi enferma de miedo.
—Así pues, Samah cumplió su palabra, después de todo —comentó Haplo a Alfred.
El sartán asintió. Su rostro tenía una palidez mortal y una expresión sombría.
—Sí, la cumplió.
—¿Alfred sabe dónde estamos? —preguntó Hugh la Mano.
—Lo sabe —asintió Haplo sin alterarse—. Lo ha sabido desde el primer momento. En el Laberinto.