CAPÍTULO 21

LA CIUDADELA, PRYAN

El jardín del laberinto estaba en la parte de atrás de la ciudad, en una suave pendiente que descendía desde la ciudad propiamente dicha hasta el muro protector que la circundaba. A ninguno de sus compañeros le agradaba demasiado aquel laberinto; Paithan se quejaba de que producía una sensación extraña, pero Aleatha se sentía atraída por el lugar y solía rondar por allí a la hora del vino. Si tenía que estar sola, y en aquellos tiempos era cada vez mis difícil encontrar compañía, era allí donde más le gustaba estar.

—El jardín del laberinto fue construido por los sartán —le había contado Paithan, que había descubierto el dato en uno de los libros que se vanagloriaba de haber leído—. Lo hicieron para ellos, porque les gustaba pasear al aire libre y les recordaba el lugar del que procedían. Nosotros, los mensch —en sus labios se había formado una mueca al pronunciar la palabra—, teníamos prohibido el acceso. No sé por qué se molestaban. No puedo imaginar a ningún elfo en sus cabales que quisiera entrar ahí. No te lo tomes a mal, Thea, pero ¿qué encuentras de fascinante en este rincón tan lúgubre?

—¡Oh!, no lo sé —había respondido ella con un encogimiento de hombros—. Tienes razón, quizá sea un poco tétrico. Pero aquí todo… todos resultan tan aburridos…

Según Paithan, en el pasado, el laberinto —una serie de setos, árboles y arbustos— había sido cuidado y conservado con gran atención. Sus caminos conducían, a través de intrincadas rutas, hasta un anfiteatro situado en el centro. Allí, lejos de los ojos y oídos de los mensch, los sartán celebraban sus reuniones secretas.

—Yo, en tu lugar, no entraría ahí, Thea —le había advertido Paithan—. Según el libro, esos sartán dotaron al laberinto de algún tipo de magia, destinada a atrapar a cualquiera que no estuviera autorizado a entrar en él.

A Aleatha, la advertencia le resultó emocionante, del mismo modo que encontraba fascinante el laberinto.

Con el paso del tiempo, abandonado y olvidado, el laberinto se había asilvestrado. Los setos que en otra época eran recortados con todo cuidado se alzaban de forma desigual, crecían en los caminos y formaban una cúpula verde entretejida de modo que impedía el paso de la luz y mantenían el laberinto fresco y oscuro incluso en las cálidas horas diurnas. Penetrar en él era como aventurarse en un túnel de vida vegetal, pues algo mantenía despejado el centro de los caminos: quizás eran las extrañas marcas grabadas en la piedra, aquellas marcas que podían verse en los edificios de la ciudad y en sus murallas y que, según Paithan, eran algún tipo de magia.

Una verja de hierro (una rareza en Pryan, donde poca gente llegaba a ver el suelo en algún momento de su vida) conducía a un arco Formado por un seto sobre un sendero de piedra. Cada losa del camino llevaba grabado uno de los signos mágicos. Paithan había prevenido a su hermana de que las marcas podían causarle daño, pero Aleatha sabía que no era así. La elfa las había recorrido muchas veces sin prestarles atención, antes de enterarse de qué eran, y nunca le habían causado el menor mal.

Desde la verja, el camino conducía directamente al laberinto. Unos altos muros de vegetación se elevaban por encima de su cabeza, y las flores llenaban el aire con su dulce fragancia.

El camino avanzaba recto durante un breve trecho; después se dividía en dos direcciones distintas que se adentraban aún más en el laberinto. La bifurcación era lo más lejos que se había adentrado Aleatha en sus paseos: los dos caminos que partían de ella la llevaban fuera de la vista de la verja, y la elfa, aunque atrevida y temeraria, no carecía de sentido común.

En la bifurcación había un banco de mármol y un estanque. Aleatha solía sentarse allí bajo la fresca sombra y escuchar el trino de unos pájaros ocultos mientras admiraba su imagen reflejada en el agua y se preguntaba ociosamente que encontraría si se internaba más en el laberinto. Después de ver un dibujo del laberinto en el libro de Paithan, había llegado a la conclusión de que no había allí nada interesante que mereciera el esfuerzo. Se había llevado una tremenda decepción al enterarse de que los caminos sólo conducían a un círculo de piedra rodeado de filas de asientos.

Mientras recorría la calle vacía (¡tan vacía!) que conducía al laberinto, Aleatha sonrió. Allí estaba Roland, meditabundo, deambulando arriba y abajo ante la verja sin dejar de lanzar miradas indecisas y sombrías hacia la vegetación.

Aleatha permitió que su falda crujiera audiblemente y, al captar el sonido, Roland irguió los hombros, hundió las manos en los bolsillos y empezó a pasear con aire calmoso, contemplando el seto con interés como si acabara de llegar.

Aleatha reprimió una carcajada. Llevaba todo el día pensando en Roland, en lo mucho que le desagradaba. En realidad, lo detestaba. Roland era tan tosco, tan arrogante y tan… en fin, tan humano… Al evocar lo mucho que lo odiaba, le vino a la cabeza espontáneamente el recuerdo de la noche en que había hecho el amor con él. Naturalmente, aquello había sucedido en circunstancias excepcionales. Ninguno de los dos había tenido la culpa. Los dos estaban recuperándose del terrible trance de haber estado a punto de ser devorados por un dragón. Roland estaba herido y ella sólo había querido reconfortarlo…

¿Por qué no podía borrar de su mente aquella noche, ni olvidar los fuertes brazos de Roland, sus labios tiernos y su manera de hacerle el amor como no se había atrevido a hacer ningún otro hombre…?

Aleatha no se había acordado de que Roland era un humano hasta el día siguiente; entonces, le había ordenado terminantemente que no volviera a tocarla jamás. Él, al parecer, había obedecido con sumo gusto, a juzgar por la respuesta que había dado a la elfa. Sin embargo, desde entonces, ella se dedicó con entusiasmo a burlarse de él. Era el único placer que le quedaba. Roland, a su vez, parecía encontrar igual deleite en provocar su irritación.

La elfa llegó a las proximidades de la verja. Roland, apoyado en el seto, le dirigió una mirada de soslayo con una sonrisa que ella consideró aviesa.

—¡Ah!, veo que has venido —comentó el humano, dando a entender que Aleatha había acudido a la cita por él. Sus palabras frustraron el comentario que la elfa había preparado como salutación (una insinuación de que Roland había acudido allí por ella), lo cual desató de inmediato su cólera.

Y, cuando Aleatha estaba furiosa, se mostraba más dulce y más encantadora que nunca.

—¡Vaya, Roland! —Exclamó en un tono de sorpresa que sonó muy natural—. De modo que eres tú, ¿eh?

—¿Y quien más podría ser? ¿El noble Dumdum, tal vez?

Aleatha se sonrojó. El noble Durndrun había sido su prometido elfo y, aunque ella no había estado enamorada de él y sólo iba a casarse por el dinero del novio, ahora estaba muerto y aquel humano no tenía derecho a burlarse de él y… ¡Bah, mejor dejarlo estar!

—No estaba segura —contestó, echándose el cabello hacia atrás sobre el hombro desnudo (la manga del vestido ya no le ajustaba como era debido porque había perdido peso y se le deslizaba por el brazo dejando a la vista un hombro blanco de excepcional belleza) —. ¿Quién sabe qué cosa viscosa podría haber surgido de Abajo?

La blancura de su piel atrajo la mirada de Roland. Ella le permitió mirarla y desearla (confió en despertar su deseo). Luego, despacio y con suavidad, se cubrió el hombro con un chal de encaje que había encontrado en una casa abandonada.

—Bueno, si realmente apareciera de la nada algún ser viscoso, estoy seguro de que lo espantarías, —Roland dio un paso hacia ella y volvió a fijar la vista en su hombro con una mueca de sarcasmo—, te estás quedando en los huesos.

¡En los huesos! Aleatha le dirigió una mirada de odio, tan furiosa que olvidó cualquier asomo de dulzura y se lanzó contra él con el puño levantado para golpearlo.

Roland la asió por la muñeca, le retorció el brazo, se inclinó sobre ella y la besó. Aleatha se resistió el tiempo preciso, no demasiado (lo cual quizás habría desanimado al humano), pero sí el suficiente como para obligarlo a emplear la fuerza para dominarla. Después, se relajó en sus brazos.

Los labios de Roland se deslizaron por su cuello.

—Sé que te vas a llevar una decepción —susurró él—, pero sólo he venido a decirte que no voy a venir. Lo siento.

Y, con esto, la soltó.

Aleatha había apoyado todo su peso en el cuerpo de Roland y, cuando éste retiró los brazos, la elfa se desplomó en el suelo a cuatro pies. El hombre la miró con una mueca burlona.

—¿Me estás suplicando que me quede? Me temo que es inútil.

A continuación, le dio la espalda y abandonó el lugar.

Aleatha, furiosa, intentó incorporarse pero su falda larga y voluminosa le obstaculizó los movimientos.

Cuando por fin estuvo en pie y dispuesta para sacarle los ojos al humano, éste ya había doblado la esquina de un edificio y había desaparecido de la vista.

La elfa se detuvo, con la respiración acelerada. Si echaba a correr tras él, produciría la impresión de estar haciendo precisamente eso: correr tras él. (De haber ido tras sus pasos, habría descubierto a Roland acurrucado contra una pared, tembloroso y secándose el sudor del rostro.) Aleatha, enfurecida clavó las uñas en la palma de las manos, cruzó la verja que daba acceso al laberinto, avanzó por las piedras marcadas con las runas sartán y se arrojó sobre el banco de mármol.

Convencida de encontrarse a solas, resguardada de la curiosidad donde nadie vería si se le enrojecían los ojos o se le hinchaba la nariz, la elfa se echó a llorar.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó una voz áspera.

Sobresaltada, Aleatha levantó la vista.

—¿Que…? ¡Ah!, Drugar… —murmuró con un suspiro. En un primer momento se sintió aliviada; después, no tanto. El enano era un tipo extraño y adusto. ¿Quién sabía qué le rondaba en la cabeza? Además, ya había intentado matarlos a todos en una ocasión.. .[30]

—No, claro que no —respondió pues, desdeñosamente, mientras se secaba los ojos y se sorbía la nariz—. No estoy llorando —añadió con una risilla— Me ha entrado algo en el ojo, ¿Cuánto,.., cuánto tiempo llevas aquí? —inquirió con tono ligero, despreocupado.

El enano soltó un gruñido.

—El suficiente—murmuró, y Aleatha no tuvo modo de concretar qué quería decir con ello.

Entre los humanos, Drugar recibía el apodo de Barbanegra, que le cuadraba perfectamente. Su barba era larga y tan tupida y abundante que apenas alcanzaba a distinguirse la boca y uno nunca sabía si estaba serio o sonriente. Sus brillantes ojos negros, que refulgían bajo unas cejas pobladas y despeinadas, no ofrecían ninguna pista de sus pensamientos o de sus emociones,

—Tú lo amas y él te quiere. ¿Por qué, pues, os dedicáis a haceros daño con estos juegos?

—¿Yo? ¿Amarlo, yo? —Aleatha emitió una nueva risilla—. No seas ridículo, Drugar. Lo que dices es imposible. Roland es un humano, ¿verdad? Y yo, una elfa. Es como si le pidieras a un gato que amara a un perro.

—No es imposible. Yo lo sé muy bien —replicó el enano.

Sus ojos oscuros se cruzaron con los de ella y, al instante, los dos apartaron la mirada. Drugar fijó la suya en el seto, sombrío y silencioso.

«¡Madre santa!», pensó Aleatha, muda de sorpresa. Aunque Roland no la quisiera (y, en aquel momento, estaba totalmente convencida de que el humano no sentía amor por ella y nunca lo sentiría), allí tenía a alguien que sí la amaba.

Aunque lo que había visto en aquellos ojos anhelantes no era mero amor. Era mucho más. Casi adoración.

De haberse tratado de cualquier otro, elfo o humano, Aleatha se lo habría tomado a broma, habría aceptado su enamoramiento como un tributo y habría colgado aquel amor como un trofeo más de su colección. Sin embargo, la sensación que tuvo en aquel momento no fue de triunfo ante una nueva conquista. Lo que sintió fue pena, una profunda lástima.

Si Aleatha se mostraba a menudo insensible, era porque le habían roto tantas veces el corazón que había decidido encerrarlo en una caja y ocultar la llave. Todos aquellos a los que había querido en su vida la habían abandonado. Primero, su madre; después, Calandra y su padre. Incluso el petimetre de Durndrun —un verdadero zopenco, pero un zopenco adorable— había conseguido hacerse matar por los titanes.

Y, si una vez se había sentido atraída por Roland (Aleatha tuvo buen cuidado de formular el pensamiento en pasado), era porque el humano no había mostrado nunca el menor interés por encontrar la llave de la caja que contenía su corazón, lo cual hacía el juego más seguro y divertido. La mayor parte del tiempo.

Pero esta vez no se trataba de un juego. Drugar no bromeaba. El enano estaba solo; tan carente de compañía como ella. Más, incluso, pues todo su pueblo, toda la gente a la que había querido, todos los que habían significado algo para él, habían muerto, destruidos por los titanes. Drugar no tenía nada. No le quedaba nadie.

La pena quedó barrida por la vergüenza. Por primera vez en mi vida, Aleatha no encontraba palabras. No necesitaba decirle que su amor era imposible: Drugar era consciente de ello. La elfa no tenía que preocuparse de que el enano fuera a convertirse en un latoso. Seguro que no volvería a mencionar el asunto. Lo sucedido momentos antes había sido un accidente; Drugar había abierto la boca para reconfortarla. En adelante, el enano estaría prevenido. Ella no podía evitar que se sintiera herido.

El silencio se hizo sumamente incómodo. Aleatha bajó la cabeza y dejó que el cabello le cayera en torno al rostro, ocultándolo de la vista del enano y ocultando a éste de la suya. Sus dedos hurgaron en los pequeños agujeros del encaje del chal.

«Drugar, —deseó decirle—. Soy una persona horrible. No valgo nada. Tú no me has visto nunca como soy en realidad. Por dentro soy repugnante. ¡Verdaderamente repugnante!»

Tragó saliva y empezó a decir:

—Drugar, yo…

—¿Qué es eso? —gruñó el enano de pronto, al tiempo que volvía la cabeza.

—¿Qué es qué? —preguntó ella, incorporándose del banco con un respingo. La sangre afluyó a su rostro. Lo primero que pensó fue que Roland había regresado furtivamente y los había estado espiando. De ser así, él sabría… ¡Ah!, eso sería intolerable…

—Ese sonido —contestó Drugar frunciendo el entrecejo—. Como si alguien tarareara una tonada. ¿No lo oyes?

Aleatha lo captó por fin. Una especie de tarareo, como había dicho el enano. El sonido no resultaba desagradable. De hecho, era dulce y tranquilizador y le evocó el recuerdo de su madre cantándole una nana. Exhaló un suspiro. Una cosa era segura: quien canturreaba de aquella manera no era Roland, pues éste tenía una voz como un rallador de queso.

—Qué curioso —comentó mientras se alisaba la falda y se llevaba las yemas de los dedos a los ojos para comprobar que había borrado cualquier asomo de lágrimas—. Supongo que deberíamos ir a ver de dónde procede.

—Sí—dijo Drugar, con los pulgares por dentro del cinturón. El enano aguardó cortésmente a que Aleatha abriera la marcha por el camino, sin atreverse a caminar a su lado.

A la elfa le enterneció su delicadeza y, al llegar a la verja, se detuvo y se volvió hacia él. Con una sonrisa que no tenía nada de coqueteo, sino de entendimiento entre dos personas solitarias, inquirió:

—Drugar, ¿te has adentrado mucho en el laberinto?

—Sí —repuso el enano, bajando la vista.

—Me encantaría internarme en él alguna vez. ¿Querrías llevarme? Sólo a mí. A los demás, no —se apresuró a añadir Aleatha cuando vio que el enano empezaba a torcer el gesto.

Drugar la miró con cautela, como si pensara que la elfa bromeaba. Su rostro se relajó.

—Sí, te llevaré —asintió. Sus ojos adquirieron un brillo poco común—. Ahí dentro hay cosas extrañas que merece la pena ver.

—¿De veras? —Aleatha olvidó el canturreo fantasmagórico—. ¿Cuáles?

El enano se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa.

—Pronto oscurecerá —apuntó— y no llevas ninguna luz. No podrás encontrar el camino de vuelta a la ciudadela. Tenemos que marchamos.

Drugar sostuvo la verja hasta que Aleatha hubo cruzado la entrada; después, la cerró. Se volvió hacia la elfa, hizo una torpe reverencia y murmuró algo en voz baja, probablemente en la lengua de los enanos, porque Aleatha no entendió nada. Aun así, sus palabras le sonaron a una especie de bendición.

Tras esto, Drugar dio media vuelta y se alejó.

Aleatha notó un leve pálpito de inusual calidez en su corazón, encerrado en su caja.