CAPÍTULO 18

WOMBE, DREVLIN, ARIANO

—¡Cuidado! —exclamó Hugh la Mano. Incorporándose de un salto, se abalanzó sobre Marit y la asió por la muñeca.

El fuego azul chisporroteó. Los signos mágicos del brazo de Marit se encendieron. La Mano salió despedido hacia atrás por la descarga. Se estrelló contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo, con un intenso hormigueo en el brazo.

—¿Qué…? —Haplo los observó a ambos alternativamente.

Los dedos del asesino tocaron un objeto de frío hierro: era su puñal, olvidado en el suelo. El entumecimiento, provocado por la descarga que había sometido sus músculos a aquellos dolorosos espasmos, desapareció. Los dedos de Hugh se cerraron en torno a la empuñadura.

—¡Bajo la manga! —gritó—. ¡Una daga!

Haplo lo miró con incredulidad, incapaz de reaccionar.

Marit extrajo la daga de la vaina que llevaba sujeta al antebrazo y la arrojó contra él, todo en un único movimiento fluido.

Si lo hubiera pillado desprevenido, el ataque de la mujer habría tenido éxito. La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado para protegerlo de otro patryn. En especial, de ella.

Pero, antes incluso de la advertencia de Hugh, Haplo había experimentado un asomo de desconfianza, de inquietud.

«Xar quiere verte», le dijo Marit.

Y, en su mente. Haplo escuchó el eco de las palabras de Hugh: «Xar quiere verte muerto».

Se agachó. La daga chocó contra el mamparo y rebotó inofensivamente sobre su cabeza y su pecho antes de caer al suelo con un tintineo.

Marit se lanzó a recuperar el arma caída. El perro saltó de debajo del banco, decidido a interponer su cuerpo entre su amo y el peligro. La patryn tropezó con el animal y cayó sobre Haplo. Este perdió el equilibrio y, para no terminar en el suelo, alargó el brazo y se asió a la piedra de gobierno.

Hugh la Mano alzó su puñal con la intención de defender a Haplo.

Pero la Hoja Maldita tenía otros planes. Forjada en una época remota y diseñada específicamente por los sartán para combatir a sus acérrimos enemigos,[26] el puñal advirtió que tenía dos patryn que destruir, y no uno solo. Las intenciones de Hugh la Mano no contaban para nada. El humano no tenía control sobre la hoja; al contrario, era ésta quien lo usaba a él. Así era como la habían fabricado los sartán, con su habitual desdén por los mensch. La hoja necesitaba un cuerpo caliente, la energía de ese cuerpo, y nada más.

El puñal se convirtió en un ser vivo en la mano de Hugh. Vibró y se agitó y empezó a crecer. Pasmado, el asesino lo soltó, pero la hoja no se inmutó. Ya no lo necesitaba. Adoptando la forma de un gigantesco murciélago de alas negras, se abatió sobre Marit.

Haplo palpó las runas de la piedra de gobierno bajo sus dedos. Marit había recuperado la daga y se disponía a clavarla. Su magia defensiva, que habría reaccionado al instante para protegerlo del ataque de un mensch o de un sartán, era incapaz de responder al peligro de un congénere patryn. Las runas de su piel permanecieron apagadas, sin ofrecerle protección.

Levantó un brazo para zafarse del ataque mientras, con la otra intentaba activar la magia de la piedra de gobierno. Su fulgor rojo y azul aumentó rápidamente, y la nave se elevó del suelo.

—¡La…. la Puerta de la Muerte! —consiguió balbucear Haplo.

El brusco movimiento de la embarcación desequilibró a Marit y la hizo fallar. La daga hizo un corte en el antebrazo de Haplo, del que manó un reguero de sangre roja y brillante. Sin embargo, el patryn seguía caído en la cubierta en una posición torpe y vulnerable.

Marit recobró el equilibrio enseguida. Con la determinación, eficiencia y concentración de una combatiente bien entrenada, hizo caso omiso del movimiento errático de la nave y se lanzó al ataque una vez más.

Haplo no la miró a ella, sino a algo situado más atras.

—¡Marit! —exclamó—. ¡Cuidado!

La mujer no iba a dejarse engañar con un truco que había aprendido a evitar desde niña. Estaba más preocupada por el maldito perro…

De repente, algo de gran tamaño, con zarpas aguzadas, la atacó por la espalda. Unos dientes pequeños y afilados, cuyo mordisco era como una llama torturadora, se clavaron en su nuca por encima de los tatuajes protectores. Unas alas batieron el aire y le golpearon la cabeza. Marit reconoció a su atacante: un chupasangre. El dolor de su mordisco era un tormento; peor aun, los dientes de la criatura inoculaban un veneno paralizante a sus víctimas para reducirías. En unos momentos, quedaría inmovilizada e impotente para evitar que la criatura le sorbiera la sangre y la vida.

Reprimiendo el pánico, dejó caer la daga. Llevó las manos atrás por encima de la cabeza y agarró el peludo cuerpo de la bestia. El murciélago había clavado sus zarpas profundamente en la carne. Sus dientes mordisqueaban y hurgaban, a la busca de una vena principal. Marit, mareada y con vómitos, notaba el veneno como un fuego que se extendía por su cuerpo.

—¡Quítatelo de encima! —Gritaba Haplo—. ¡Deprisa!

Intentó ayudarla, pero el cabeceo de la nave le dificultaba acercarse.

Marit supo qué debía hacer. Apretando los dientes, agarró al aleteante murciélago con ambas manos y tiró de él con todas sus fuerzas. La criatura se llevó entre las zarpas fragmentos de carne y, con un chillido, le mordió los dedos. Cada mordisco le inyectó una nueva dosis de veneno.

La patryn se quitó de encima al horrible ser y lo arrojó contra la pared con todas las fuerzas que le quedaban. Después, cayó de rodillas. Haplo pasó junto a ella. El perro saltó por encima de su cuerpo. Marit notó la daga bajo la palma de la mano. Sus dedos se cerraron en torno a ella y la deslizó en la manga de la blusa. Con la cabeza baja. Esperó a que pasara el mareo, a recuperar fuerzas…

Escuchó detrás de ella un gruñido y unos golpes; después, la voz de Haplo:

—¡Hugh, detén ese condenado puñal!

—¡No puedo!

El sol que brillaba poco antes por la portilla había desaparecido. Marit observó la vista. Ariano había sido reemplazado por un vertiginoso caleidoscopio de imágenes que se sucedían a gran velocidad. Un mundo de jungla verde, un mundo de agua azul, un mundo de fuego rojo, un mundo de crepúsculo, un mundo de terrible oscuridad y una radiante luz blanca.

Los golpes cesaron. La patryn escuchó la respiración pesada y trabajosa de los dos hombres y los jadeos del perro.

Las imágenes se repitieron como torbellinos de color para su mente confusa: verde, azul, rojo, gris perla, claros, oscuros… Marit conocía el funcionamiento de la Puerta de la Muerte. Se concentró en el verde.

—Pryan —musitó—. ¡Llévame a Xar!

La nave modificó el rumbo inmediatamente.

Haplo contempló al perro con rostro inexpresivo. El animal estaba observando atentamente la cubierta. Con un gruñido, preguntándose dónde había ido a parar su presa, empezó a rascar con sus patas el casco de madera de la nave, cubierto de runas; quizás el murciélago había conseguido, de algún modo, colarse en algún resquicio.

El patryn sabía que no era así. Volvió la mirada en otra dirección.

Hugh sostenía el arma, un tosco puñal de hierro, en sus manos. Pálido y perturbado, lo dejó caer.

—Si estuviéramos en tierra firme, enterraría ese maldito objeto en un hoyo muy profundo. —Miró por la portilla con expresión sombría e inquirió— ¿Dónde estamos?

—En la Puerta de la Muerte —respondió Haplo. Preocupado, hincó la rodilla juntó a Marit—: ¿Cómo estás?

La mujer temblaba intensa, casi convulsivamente.

Haplo le cogió las manos. Con gesto de irritación, ella las retiró y se apartó de él.

—¡Déjame en paz!

—Tienes fiebre. Puedo ayudarte a… —empezó a decir, al tiempo que empezaba a apartar el sedoso flequillo castaño que cubría la frente e Marit.

Ella titubeó. Algo en su interior la impulsaba a revelarle la verdad, pues sabía que le dolería más incluso que la herida de la daga. Pero Xar la había prevenido que no revelara el poder secreto que ella gozaba, el vínculo que la unía a él.

Marit rechazó de un manotazo la ayuda de Haplo.

—¡Traidor! ¡No me toques!

—No soy ningún traidor. —Haplo bajó la mano.

Marit le dedicó una sonrisa torva.

—Nuestro señor sabe lo de Bane. La serpiente dragón se lo ha dicho.

—¡La serpiente dragón! —A Haplo le centellearon los ojos—. ¿Cuál de ellas? ¿Esa que se hace llamar Sang-drax?

—¿Qué importa cómo se haga llamar esa criatura? La serpiente dragón le ha hablado a nuestro señor acerca de la Tumpa-chumpa y de Ariano. Le ha contado cómo trajiste la paz a ese mundo, cuando tenías órdenes de provocar la guerra. ¡Y todo por tu propia gloria!

—¡No! —Rugió Haplo—. ¡Miente!

Marit rechazó sus protestas con un gesto impaciente de su mano.

—Yo misma oí lo que decían los mensch, allá en Ariano. Escuché lo que conversaban tus amigos mensch. —Con una agria sonrisa en los labios, la mujer dirigió una mirada desdeñosa a Hugh la Mano—, Unos amigos mensch dotados con armas sartán… ¡fabricadas por nuestro enemigo para nuestra destrucción! ¡Unas armas que, sin duda, te propones utilizar contra tu propia gente!

El perro, con un gañido, empezó a acercarse a Haplo. Hugh lanzó un silbido y masculló con voz ronca:

—Aquí, muchacho. Quédate aquí, conmigo.

El animal, afligido, miró a su amo. Haplo parecía haberse olvidado de su existencia. Despacio, con las orejas gachas y el rabo entre las patas, el perro volvió junto a Hugh y se echó flojamente a su lado.

—Has traicionado a Xar—insistió Marit—. Tu acción le ha dolido profundamente. Por eso me ha enviado.

—¡Pero sí yo no lo he traicionado! ¡Soy leal a nuestro pueblo, Marit! Todo lo que he hecho ha sido por él, por su bien. Los verdaderos traidores son esas serpientes dragón que…

—Haplo—intervino la Mano en tono de alarma, al tiempo que indicaba la portilla con una mirada de inteligencia—, parece que hemos cambiado de rumbo.

El patryn apenas necesitó echar un vistazo.

—Esto es Pryan. —Se volvió hacia Marit—. Tú nos has traído aquí. ¿Por qué?

Ella se incorporó hasta ponerse en pie, tambaleante.

—Xar me ordenó que te trajera aquí. Desea interrogarte.

—Y no podrá tener ese placer si estoy muerto, ¿verdad? —Haplo hizo una pausa, recordando Abarrach—. Aunque, pensándolo mejor, intuyo que sí. De modo que nuestro señor ha aprendido el arte prohibido sartán de la nigromancia, ¿no es eso?

Marit decidió hacer caso omiso del sarcasmo.

—¿Vendrás conmigo por las buenas, Haplo? ¿Te someterás a su juicio? ¿O tengo que matarte?

Haplo volvió la vista hacia la portilla y contempló Pryan; una esfera de roca, hueca, con el sol brillando en el centro. Gracias a la perenne luz de día, las plantas de Pryan crecían en tal profusión que los mensch habían construido enormes ciudades en las ramas de sus árboles gigantescos. Naves mensch surcaban océanos que llenaban amplias extensiones de musgo e incalculable altura sobre el suelo.

Haplo tenía Pryan ante sí, pero no lo veía. A quien estaba viendo era a Xar.

Qué fácil sería postrarse de rodillas ante Xar, inclinar la cabeza y aceptar su destino. Abandonar la lucha. Olvidar su pugna interior.

Si no lo hacía, tendría que matar a Marit.

Conocía a la mujer, sabía cómo pensaba. En otro tiempo, los dos habían pensado igual. Ella sentía veneración por Xar. Él, también. ¿Cómo no iba a sentirla? Xar le había salvado la vida, la de todo su pueblo. Los había arrancado de aquella prisión infame.

Pero el Señor del Nexo se equivocaba. Igual que Haplo se había equivocado.

—Eras tú quien tenía razón, Marit —murmuró a ésta—. Entonces no podía entenderlo, pero ahora es evidente para mí.

Ella lo miró con recelo; no sabía a qué se refería.

—«El mal está en nosotros», dijiste. Somos nosotros mismos quienes damos fuerza al laberinto. Ese lugar se alimenta de nuestro odio, de nuestro miedo. Engorda con nuestro miedo —explicó con una sonrisa amarga, recordando las palabras de Sang-drax.

—No sé de qué me hablas —murmuró ella con desprecio. Se sentía mejor, más fuerte. El efecto del veneno estaba remitiendo gracias a su propia magia, que actuaba para contrarrestarlo—. Entonces dije muchas cosas que no sentía. Era joven.

Mentalmente, en silencio, estableció contacto con Xar. Estoy en Pryan, esposo. Tengo a Haplo. No, no está muerto. Condúceme al lugar de reunión.

Apoyó la mano en la piedra de gobierno. Las runas se encendieron. La nave había estado flotando al pairo; de pronto, empezó a deslizarse rápidamente por el cielo teñido de un tono verdoso. La voz de su señor fluía en el interior de Marit, atrayéndola hacia él.

—¿Qué decides? —Establecido el rumbo, Marit soltó la piedra. Sacó la daga de la manga y la blandió con firmeza.

El perro, detrás de ella, emitió un gruñido muy grave. Hugh tranquilizó al animal con unas suaves palmaditas. La Mano observó la escena con interés; estaba en juego su destino, que estaba vinculado a Haplo, quien había de conducirlo a Alfred. Marit mantenía al humano en su campo de visión, pero le prestaba escasa atención.

—Xar ha cometido un error terrible, Marit —le aseguró Haplo sin alzar la voz—. Su auténtico enemigo son las serpientes dragón. Son ellas quienes lo traicionarán.

—¡Las serpientes dragón son sus aliados!

—¡Sólo fingen que lo son! Le darán a Xar lo que desea. Lo coronarán gobernante de los cuatro mundos y se inclinarán ante él. Luego, lo devorarán. Y nuestra gente será destruida tan completamente como lo fueron los sartán.

»Fíjate —continuó Haplo—. Fíjate lo que nos han hecho. ¿Cuándo se ha visto, en la historia de nuestro pueblo, que dos patryn luchen entre ellos como hemos hecho nosotros?

—¡Desde que uno de ellos traicionó a su gente! —replicó ella con aire despectivo—. Ahora eres más sartán que patryn. Eso dice Xar.

Haplo suspiró y llamó al perro a su lado. El animal, con las orejas erguidas y meneando el rabo de contento, trotó hasta él. Haplo le rascó la cabeza.

—Si se tratara sólo de mí, Marit, me entregaría. Iría contigo y moriría a manos de mi señor. Pero no estoy solo. Está nuestro hijo. Diste a luz a nuestro hijo, ¿verdad?

—Sí. Yo sola. En una choza de pobladores. —Su voz era dura, afilada como la hoja que empuñaba—. Una niña.

Haplo permaneció callado; finalmente, repitió:

—¿Una niña?

—Sí. Y, si te propones ablandarme, no te dará resultado. Aprendí muy bien la única lección que me enseñaste, Haplo: encariñarse con algo en el Laberinto sólo produce dolor. Le puse un nombre, tatué la runa del corazón en su pecho y la dejé allí.

—¿Qué nombre le pusiste?

—Rué.

Haplo vaciló y palideció; el nombre significaba «desengaño», en patryn. Sus dedos se cerraron y se clavaron en la pelambre del perro.

Al animal soltó un gañido y le dedicó una mirada de reproche.

—Lo siento —murmuró su amo.

La nave había descendido hasta casi rozar las copas de los árboles y avanzaba a una velocidad increíble, mucho más deprisa que durante la primera visita de Haplo a aquel mundo.

La magia de Xar los atraía hacia él.

Debajo, la jungla era un vertiginoso torbellino verde. Un destello de azul, apenas entrevisto antes de desaparecer, era un océano. La nave caía más y más. A lo lejos. Haplo observó la deslumbrante belleza de una ciudad blanca. Era una de las ciudadelas sartan; probablemente, la misma que él había descubierto.

Era lógico que Xar visitara la ciudadela; podía guiarse por la descripción que le había hecho Haplo.

¿Qué esperaba de su cadáver?, se preguntó. ¿Qué creía que le diría? Xar, evidentemente, sospechaba que le ocultaba algo, que se reservaba algún dato secreto. Pero ¿qué? Se lo había contado todo… casi… Y lo demás no era importante para nadie, aparte de él.

—¿Y bien? —Inquirió Marit, impaciente— ¿Has tomado una decisión?

Las torres y agujas de la ciudad se cernieron sobre ellos. La nave sobrevoló la muralla y descendió en un patio abierto. Haplo no distinguió a Xar, pero el Señor del Nexo no debía de andar muy lejos.

Sí tenía que tomar una decisión, se dijo, tenía que ser en aquel instante.

—No voy a volver, Marit —declaró—. Y no voy a luchar contigo. Eso es lo que Sang-drax quiere que hagamos.

Apartó la vista de la portilla, la paseó por la nave con calculada lentitud y se detuvo brevemente en Hugh la Mano antes de concentrarse de nuevo en Marit.

Se preguntó cuánto habría entendido el humano de lo sucedido. Haplo había empleado el idioma humano en consideración a él, pero Marit había utilizado el lenguaje de los patryn.

Bien, si a Hugh se le había escapado algo, ahora lo captaría.

—Supongo que tendrás que matarme —sentenció.

La Mano se agachó para coger el puñal. No la Hoja Maldita, sino el arma de Haplo, que yacía en cubierta empapada de sangre del propio Hugh. El humano sabía que no tenía la menor posibilidad de detener a Marit; sólo se proponía distraerla.

La patryn lo oyó, se volvió en redondo y alargó la mano. Los signos mágicos de su piel emitieron un destello. Las runas danzaron en el aire y se enlazaron en una cuerda de fuego llameante que se enredó en torno al humano. Hugh lanzó un grito de dolor y cayó en la cubierta, aprisionado por las runas azules y rojas.

Haplo aprovechó la distracción para posar la mano en la piedra de gobierno. Pronunció las runas y ordenó a la nave alejarse de allí.

Notó una resistencia. La magia de Xar los retenía.

El perro lanzó un ladrido de aviso, y Haplo se volvió. Marit había dejado caer la daga y se disponía a utilizar su magia para matarlo. Las runas del revés de la mano emitieron su mortecino resplandor.

La Hoja Maldita cobró vida de nuevo.