CAPÍTULO 16

WOMBE, DREVLIN, ARIANO

El perro se aburría.

No sólo se aburría. También estaba hambriento.

El animal no le echaba la culpa de aquel estado de cosas a su amo. Haplo no estaba bien. La herida abierta en la runa del pecho había sanado, pero había dejado una cicatriz, una costura blanquecina que cruzaba el signo mágico que constituía el centro del ser de Haplo. El patryn había intentado extender sus tatuajes sobre ella para cerrar la runa pero, por alguna causa desconocida para ambos, perro y amo, el pigmento no producía efecto sobre el tejido cicatricial; su magia, por tanto, no funcionaba.

—Probablemente es algún tipo de veneno dejado por la serpiente dragón —había razonado Haplo cuando se hubo tranquilizado lo suficiente como para razonar.

Los primeros instantes posteriores al descubrimiento de que su herida no curaría por completo habían rivalizado en furia, según la estimación del perro, con la tormenta que rugía fuera de la nave. El animal había considerado conveniente retirarse, en los peores momentos, a un rincón seguro bajo la cama.

El perro, sencillamente, no alcanzaba a comprender todo aquel alboroto. La magia de Haplo era tan poderosa como siempre; al menos, así se lo parecía al animal, el cual, al fin y al cabo, algo debía de saber sobre la cuestión pues no sólo había sido testigo de algunas de las hazañas más espectaculares de Haplo, sino también participante voluntario en ellas.

El conocimiento de que su magia funcionaba como era debido no había satisfecho a Haplo como el perro esperaba. Haplo se había vuelto taciturno, esquivo, preocupado. Y, si se olvidaba de dar de comer a su fiel compañero de andanzas, el perro no podía tenérselo en cuenta porque, muchas veces, Haplo se olvidaba de alimentarse él mismo.

Pero llegó el momento en que el perro ya no pudo escuchar las exclamaciones de alegría de los mensch, que festejaban el maravilloso funcionamiento de la Tumpa-chumpa, porque el ruido de sus propias tripas acallaba todo lo demás.

El animal decidió que ya había suficiente.

Estaban en los túneles. La cosa metálica que parecía un hombre y caminaba como un hombre, pero olía como una caja de herramientas de Limbeck, deambulaba con su rechinar de metal sin hacer nada interesante, según el parecer del perro, aunque recibiendo toda clase de encendidos elogios. Únicamente Haplo mostraba desinterés, apoyado en una de las paredes del túnel, en las sombras, con la mirada en el vacío.

El animal echó un vistazo a su amo y soltó un ladrido que expresaba estos pensamientos: «Muy bien, amo. Ese hombre—cosa sin olor ha puesto en marcha la máquina que nos destroza el oído. Nuestros amigos, grandes y pequeños, están contentos. Vámonos a comer».

—¡Silencio, perro! —ordenó Haplo, y le dio unas palmaditas en la testuz, distraídamente.

El animal suspiró. Allá afuera, a bordo de la nave, había ristras y ristras de morcillas, aromáticas y apetitosas. Con la imaginación, podía verlas, olerías, saborearlas. Un verdadero tormento, pues la lealtad lo impulsaba a permanecer junto a su amo, que se podía meter en algún problema grave, si lo dejaba solo.

«De todos modos —reflexionó el animal—, un perro desmayado de hambre no sirve de mucho en una pelea.»

Emitió un gañido, se frotó contra la pierna de Haplo y dirigió una mirada anhelante hacia el túnel por el que habían venido.

—¿Tienes que salir? —inquirió Haplo, mirándolo con irritación.

El perro meditó la respuesta. No era aquello lo que pretendía. Y, en realidad, no tenía que salir fuera; por lo menos, en el sentido que lo decía Haplo. De momento, no era necesario. De todos modos, al menos, los dos estarían fuera. En cualquier otra parte que no fuese aquel túnel iluminado por las runas.

Así pues, irguió las orejas, muy tiesas, para indicar que sí, que tenía necesidad de salir. Una vez en el exterior, había un corto trecho hasta la nave y las morcillas.

—Ve, pues —dijo Haplo, impaciente—. No me necesitas. No te pierdas en la tormenta,

¡Perderse en la tormenta! ¡Mirad quién hablaba de perderse! En cualquier caso, el perro había recibido permiso para irse y eso era lo principal, aunque su amo se lo hubiese concedido gracias a un malentendido. Al animal, este detalle le producía punzadas en la conciencia, pero las punzadas del hambre eran mucho más dolorosas y se alejó al trote sin profundizar más en el asunto.

Solamente cuando estuvo a medio camino de la escalera que conducía a la boca de los túneles, cerca de otro hombre que no olía como Alfred pero se le parecía, se dio cuenta de que tenía un problema.

No podría volver a bordo sin ayuda.

El animal desfalleció. Sus pisadas vacilaron. La cola, que agitaba frenéticamente momentos antes, cayó fláccida entre sus cuartos traseros. Se habría dejado caer sobre el vientre, de desesperación, de no haberse encontrado en aquel momento subiendo por la escalera, lo que hacía muy incómoda tal postura. Se arrastró, pues, peldaños arriba. Cerca del hombre que parecía Alfred aunque no tenía su olor, se detuvo un momento a rascarse y a reflexionar sobre su problema más inmediato.

La nave de Haplo estaba completamente protegida por la magia rúnica patryn, pero ésta no era traba para el perro, que podía colarse en los signos con la misma facilidad que si estuviera embadurnado de grasa. En cambio, las patas no servían para abrir puertas y, aunque puertas y paredes no lo habían detenido cuando había acudido al rescate de su amo, tales obstáculos podían perfectamente impedirle colarse en el interior para robar morcillas. Incluso el animal era capaz de reconocer que había una clara diferencia.

También estaba el desgraciado contratiempo de que Haplo guardaba las morcillas colgadas cerca del techo, fuera del alcance de un perro hambriento. Era otro detalle que el animal no había tenido en cuenta.

«Sencillamente, no es mi día», se dijo el perro, o algo parecido.

Acababa de exhalar otro suspiro de frustración y ya pensaba en echar el diente a otra cosa, cuando captó un olor.

Se puso tenso. Era un olor familiar, de una persona que el perro conocía bien. El aroma de aquel hombre era muy peculiar, compuesto por una mezcla de elfo y humano, mezclado con el olor del esterego y atado todo ello por un penetrante tufo a peligro, a nerviosa expectación.

Se incorporó a cuatro patas de un brinco, buscó el origen del aroma en la sala y dio con él casi de inmediato.

Era su amigo, el amigo de su amo, Hugh la Mano. Se había afeitado todo el pelo, por alguna razón que el perro no se molestó en intentar descubrir. Pocas de las cosas que hacía la gente tenían sentido para él.

El perro enseñó los dientes en una sonrisa y agitó la cola en señal de amistoso reconocimiento.

Hugh no respondió. Parecía desconcertado ante la presencia del perro. Refunfuñando, le soltó un puntapié. El animal comprendió que no era bien recibido.

No se conformó. Posado sobre los cuartos traseros, levantó una pata para que Hugh la sacudiera. Por alguna razón que siempre se le escapaba, a la gente le resultaba encantador aquel gesto estúpido.

Al parecer, dio resultado. El perro no alcanzaba a ver la cara del hombre, oculta bajo una capucha (¡qué rara era la gente!), pero sabía que Hugh lo observaba ahora con interés. El hombre se puso en cuclillas y lo incitó a acercarse.

El animal captó el ruido del movimiento de la mano bajo la capa, aunque el hombre ponía todo su empeño en hacerlo en silencio. Con un chirrido, Hugh sacó un objeto. El perro olfateó a hierro impregnado de sangre vieja, un olor que no le gustó demasiado, pero no era momento para andarse con remilgos.

Hugh aceptó la pata del perro y la sacudió con gesto grave.

—¿Dónde está tu amo? ¿Dónde está Haplo?

Bien, a aquellas alturas el perro no estaba dispuesto a lanzarse a una explicación detallada. Se puso de nuevo a cuatro patas, impaciente por marcharse. Allí tenía a alguien que podía abrir puertas y descolgar morcillas de sus ganchos. Así pues, le contó una mentira.

Soltó un ladrido y volvió la cabeza hacia la puerta de la Factría, en dirección a la nave de Haplo.

Es preciso añadir que el perro no lo consideró tal mentira. Se trataba simplemente de coger la verdad, mordisquearla un poco y, luego, enterrarla para más adelante. Su amo no estaba a bordo en aquel preciso momento, como quería hacer creer a Hugh, pero pronto llegaría.

Mientras lo esperaban, el perro y Hugh podrían hacer una agradable visita y compartir un par de morcillas. Ya habría tiempo para explicaciones más adelante.

Pero, naturalmente, el hombre no fue capaz de reaccionar de forma sencilla y lógica. Hugh la Mano miró en torno a él con desconfianza, como si esperara que Haplo saltara sobre él en cualquier momento. Tras comprobar que no estaba, Hugh lanzó una mirada iracunda al animal.

—¿Cómo ha pasado junto a mí sin que lo viera?

El perro sintió crecer dentro de él un aullido de frustración, ¡Condenado hombre, había muchos modos en que Haplo podía haberse deslizado junto a él, inadvertido! La magia, por ejemplo…

—Supongo que habrá utilizado la magia —murmuró Hugh al tiempo que se incorporaba. Se escuchó de nuevo aquel sonido chirriante y el olor a hierro y sangre se redujo considerablemente, para alivio del perro—. ¿Y por qué se escabulle? —Continuó diciéndose Hugh la Mano—. Tal vez sospecha que se está tramando algo. Eso debe de ser. Haplo no es de los que corren riesgos. Pero, entonces, ¿qué haces tú suelto por aquí? No te habrá mandado él a buscarme, ¿verdad?

El hombre volvía a mirarlo fijamente. ¡Oh, por el amor de todo lo grasiento!, pensó el perro. Con gusto habría mordido al tipo. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? ¿Acaso el hombre no había tenido hambre nunca?

Con aire de inocencia, ladeó la cabeza y, dedicando al hombre una mirada enternecedora de sus oscuros ojos, gimió un poco para protestar de la falsa acusación.

—Supongo que no —dijo Hugh, clavando la vista en el perro—. Y seguro que no puede saber de ninguna manera que soy yo quien lo sigue. Y tú…, tú podrías ser mi billete a bordo de la nave. Haplo te dejaría subir. Y, cuando vea que yo te acompaño, me dejará hacerlo también. Vamos, pues, chucho. Guíame.

Cuando aquel hombre tomaba una decisión, se ponía en marcha enseguida. Él tuvo que reconocérselo, de modo que prefirió hacer caso omiso, de momento, del uso de aquel término tan ofensivo, «chucho».

Tras dar unas vueltas en torno a sí mismo, el perro salió corriendo por la entrada a la Factría. El hombre lo siguió de cerca. Pareció algo amilanado ante la visión de la tremenda tormenta que se abatía sobre Drevlin pero, tras unos momentos de vacilación, se caló la capucha y avanzó decidido bajo el viento y la lluvia.

El perro, respondiendo con ladridos a los truenos, avanzó chapoteando alegremente en los charcos en dirección a la nave, una enorme mole de oscuridad tachonada de runas, apenas visible entre la cortina inclinada de lluvia.

Por supuesto, llegaría el momento en que, ya a bordo de la nave, Hugh la Mano descubriría que Haplo no estaba a bordo. Un momento que podía resultar delicado. Sin embargo, el perro tenía la esperanza de que no llegara antes de que hubiera convencido al hombre de que le alcanzara unas cuantas morcillas.

El animal se sentía capaz de cualquier cosa, una vez que tuviera el estómago lleno.