WOMBE, DREVLIN, ARIANO
En cualquier otro momento de la larga —y algunos calificarían de ignominiosa— historia de Drevlin, la visión de una mujer humana recorriendo los pasadizos iluminados de la Factría habría provocado un considerable desconcierto, por no decir asombro. Ninguna mujer humana, desde el principio del mundo, había pisado el suelo de la Factría. Incluso los pocos varones humanos que lo habían hecho sólo habían entrado allí en fechas muy recientes, formando parte de la tripulación de una nave que había ayudado a los enanos en la histórica batalla de la Tumpa-chumpa.
Si la hubieran descubierto, Marit no habría corrido ningún peligro, salvo quizá ser acosada a porqués, cómos y qués hasta la muerte… la muerte de los enanos, porque Marit no era una patryn que hubiese aprendido la lección de la paciencia en el Laberinto. Lo que quería, lo cogía. Si algo se interponía en su camino, lo apartaba. Sin contemplaciones.
Pero la visitante tuvo la fortuna de llegar a la Factría en uno de esos momentos de la historia que son a la vez el más oportuno y el más inoportuno. Llegó en el instante más oportuno para ella, y en el más inoportuno para Haplo.
En el preciso momento en que Marit se materializaba en el interior de la Factría y emergía del círculo de su magia, que había alterado la posibilidad de encontrarse allí y no en otra parte, un contingente de elfos y humanos se reunía con los enanos para formar una histórica alianza. Como suele suceder en estas ocasiones, los nobles y poderosos no podían llevar a cabo aquel acto sin ser observados por los seres más corrientes y humildes. Así, un número enorme de representantes de todas las razas mensch deambulaba por el suelo de la Factría por primera vez en la historia de Ariano. Entre ellos había un grupo de humanas del Reino Medio, damas de compañía de la reina Ana.
Marit permaneció entre las sombras, observó y escuchó. Al principio, cuando advirtió el gran número de mensch, temió haber caído accidentalmente en plena batalla mensch, pues Xar le había contado que éstos se peleaban entre ellos casi constantemente. No obstante, pronto cayó en la cuenta de que aquél no era un encuentro bélico, sino que parecía una especie de… de fiesta. Los tres grupos se sentían visiblemente incómodos entre ellos pero, bajo los ojos vigilantes de sus gobernantes, ponían todo su empeño en llevarse bien.
Los humanos hablaban con los elfos; los enanos se acariciaban las barbas y se esforzaban por trabar conversación con los humanos. Cada vez que varios miembros de una raza se distanciaban para formar un grupo propio, alguien se acercaba a dispersarlos. En aquella atmósfera tensa y confusa, no era probable que nadie se fijara en Marit.
La patryn añadió a tal posibilidad un hechizo que aumentaba su protección potenciando la probabilidad de que nadie que no la buscara alcanzase a verla. Así pudo pasar de grupo en grupo, distante y solitaria pero pendiente de sus conversaciones. Mediante su magia, comprendía todos los idiomas mensch, de modo que no tardó en averiguar qué sucedía allí.
Una enorme estatua, no lejos de ella, llamó su atención. Era la figura de un hombre encapuchado y con capa al que reconoció, con desagrado, como un sartán. Tres mensch se hallaban junto a la estatua; un cuarto personaje estaba sentado en la peana. Por lo que les oyó hablar, los tres hombres eran dirigentes mensch. El cuarto individuo era el heroe aclamado por todos, que había hecho posible la paz en Ariano.
Aquel cuarto hombre era Haplo.
Siempre a cubierto de las sombras, Marit se acercó a la estatua. Tenía que ser cuidadosa pues, si Haplo la veía, podía reconocerla. De hecho, lo vio levantar la cabeza y lanzar una rápida y penetrante mirada en torno a la Factría, como si hubiera oído una vocecilla que pronunciaba su nombre.
Marit deshizo enseguida el encantamiento para protegerse de la vista de los mensch y se retiró más aún entre las sombras. Notaba lo mismo que debía percibir Haplo: un hormigueo en la sangre, el roce de unos dedos invisibles en la nuca. Era una sensación extraña pero no desagradable: como una llamada de la especie. Marit no había previsto que pudiera suceder algo así y no podía creer que los sentimientos que compartían fueran tan intensos. Se preguntó si aquel fenómeno sucedería entre cualquier par de patryn que se encontraran a solas en un mundo… o si era algo personal entre Haplo y ella.
Analizando la situación, Marit llegó pronto a la conclusión de que dos patryn que se encontraran en cualquier lugar de un mundo de mensch siempre se sentirían atraídos, como el hierro al imán. Respecto a que fuese un efecto de la atracción que Haplo despertaba en ella, no lo creyó probable. Apenas lo reconocía.
Haplo parecía viejo, mucho más de lo que ella recordaba. No era raro, pues el Laberinto envejecía rápidamente a sus víctimas, pero el suyo no era el aspecto áspero y duro de quien ha luchado cada día por la supervivencia. Su rostro, macilento y ojeroso, era el de quien ha luchado por su alma. Marit no comprendió, no reconoció las marcas de la lucha interior, pero percibió ésta vagamente y la desaprobó con firmeza. Haplo le pareció enfermo; enfermo y derrotado.
Y, en aquel momento, también parecía desconcertado, tratando de ubicar la voz silenciosa que le había hablado, de ver la mano invisible que lo había tocado. Por último, se encogió de hombros y borró el asunto de su mente. Volvió a lo que estaba haciendo y prestó atención a lo que hablaban los mensch mientras acariciaba a su perro.
El perro.
Xar le había hablado del perro. A Marit le había costado creer que un patryn pudiera caer en semejante debilidad. No había dudado de las palabras de su señor, por supuesto, pero había considerado que quizá se había equivocado. Ahora sabía que no era así. Observó a Haplo acariciar la suave cabeza del animal y torció los labios en una mueca burlona.
Después, dejó de prestar atención a Haplo y su perro y se concentró en la conversación de los tres mensch. Un enano, un humano y un elfo formaban un pequeño grupo bajo la estatua del sartán. Marit no se atrevió a formular un hechizo que le llevara sus palabras, de modo que tuvo que acercarse a ellos.
Así lo hizo, moviéndose sin hacer ruido y manteniéndose a cubierto de sus miradas tras la mole de la estatua. Su mayor temor era ser descubierta por el perro, pero éste parecía totalmente absorto y ocupado con su amo. El animal tenía fijos en éste sus brillantes ojos y, de vez en cuando, posaba la pata sobre su rodilla como en una caricia de consuelo.
—Por cierto, majestad, ¿te sientes ya completamente recuperado? —le decía el elfo al humano,
—Sí, gracias, príncipe Reesh'ahn. —El humano, un monarca de su raza al parecer, se llevó una mano a la espalda con una mueca—. La herida era profunda pero, afortunadamente, no afectó ningún órgano vital. Noto cierta rigidez que me acompañará el resto de la vida, según Ariano, pero al menos sigo vivo, de lo que doy gracias a los antepasados… y a la dama Iridal.
Con una expresión ceñuda, el monarca sacudió la cabeza.
El enano miraba alternativamente a los otros dos mensch, levantando mucho la cabeza para observar sus rostros con los ojos entrecerrados, como si fuese sumamente corto de vista.
—¿Dices que un niño te atacó? ¿Ese chiquillo que teníamos aquí abajo, ese Bane? —El enano parpadeó repetidas veces—. Disculpa, rey Stephen, pero ¿es ésta una conducta normal entre los niños humanos?
El rey humano reaccionó a la pregunta con manifiesta irritación.
—No pretende ofenderos, majestad —explicó Haplo con su calmosa sonrisa—. El survisor jefe, Limbeck, sólo siente curiosidad.
—¿Oh? ¡Por supuesto! —afirmó Limbeck con ojos saltones—. No pretendía insinuar… No es que importe mucho, claro. Es sólo que me preguntaba si tal vez todos los humanos…
—No —lo cortó en seco Haplo—. Nada de eso.
—¡Ah! —Limbeck se acarició la barba—. Lo lamento —añadió, algo nervioso—. O sea, no quiero decir que lamente que todos los niños humanos no sean asesinos. Me refiero a que lamento mucho…
—Está bien. —En esta ocasión fue el rey Stephen quien lo interrumpió, algo tenso pero con un asomo de sonrisa en la comisura de los labios—. Te comprendo perfectamente, survisor jefe. Y debo reconocer que Bane no es un representante muy bueno de nuestra raza. Como tampoco lo es su padre, Sinistrad.
—Tienes razón. —Limbeck reaccionó al nombre con aire alicaído—. Lo recuerdo.
—Una situación trágica, en conjunto —intervino el príncipe Reesh'ahn—, pero al menos algo bueno ha salido de tanta maldad. Gracias a nuestro amigo, Haplo —el elfo posó una de sus manos largas y finas en el hombro de éste—, y a ese asesino humano.
Marit se sintió abrumada de disgusto. Un mensch que se comportaba con aquella familiaridad, tratando a un patryn como si fueran iguales… ¡Y Haplo lo toleraba!
—¿Cómo se llamaba el asesino, Stephen? —continuó Reesh'ahn—. Era un nombre extraño, incluso para un humano…
—Hugh la Mano —apuntó Stephen con desagrado.
Reesh'ahn no apartó la mano del hombro de Haplo; a los elfos les gustaba el contacto, los abrazos… Haplo parecía incómodo con la caricia del mensch, y Marit lo comprendió perfectamente. El patryn consiguió librarse de él con suavidad, poniéndose en pie y apartándose ligeramente.
—Yo esperaba hablar con ese hombre, Hugh la Mano ——comentó—. ¿Por casualidad no sabrás dónde está, majestad?
Stephen endureció la expresión.
—Lo ignoro. Y, con franqueza, no quiero saberlo. Y tú tampoco deberías. El asesino le dijo a Ariano que tenía otro «contrato» que cumplir. Mi mago está convencido —añadió el monarca, volviéndose hacia Reesh'ahn— de que ese Hugh es miembro de la Hermandad.
El príncipe elfo tomó la palabra en este punto, con semblante ceñudo.
—Una organización inicua. Cuando quede establecida la paz, debemos marcarnos como una de nuestras máximas prioridades borrar de la existencia ese nido de víboras. Tú, señor —añadió, volviéndose a Haplo—, quizá puedas ayudarnos en esta empresa. Según nos ha contado nuestro amigo, el survisor jefe, tu magia es muy poderosa.
De modo que Haplo había revelado sus poderes mágicos a los mensch. Y, según todos los indicios, los mensch estaban totalmente encandilados con él. Lo reverenciaban. Como era debido, se apresuró a admitir Marit. Pero deberían haberlo venerado como al sirviente de su señor, no como a tal señor. Y aquélla era la oportunidad perfecta para que Haplo les informara de la venida de Xar. El Señor del Nexo se encargaría de librar al mundo de aquella Hermandad, fuera lo que fuese.
Haplo se limitó a mover la cabeza.
—Lo siento, no puedo ayudaros. En cualquier caso, creo que mis poderes han sido exagerados. Aquí, nuestro amigo —añadió, volviéndose a Limbeck con una sonrisa— es un poco corto de vista.
—¡Lo vi todo! —declaró Limbeck con aire terco—. Te vi combatir con esa horrible serpiente dragón. Os ví, a ti y a Jarre. Ella la atacó con el hacha. —El enano gesticuló enérgicamente, imitando los movimientos—. Entonces, tú lanzaste una estocada con la espada, ¡zas!, y la heriste en el ojo. Todo el lugar quedó salpicado de su sangre. ¡Te aseguro que lo vi, rey Stephen! —insistió el enano.
Por desgracia, dirigió su vehemente declaración a la reina Ana, que se había acercado para acompañar un rato a su esposo.
Una enana le dio un enérgico codazo en las costillas al survisor jefe.
—¡Bobo! ¡El rey está allí, Limbeck! —exclamó la enana, al tiempo que agarraba a éste por la barba y tiraba de ella hasta forzarlo a mirar en la dirección correcta.
Limbeck no dio la menor muestra de turbación por la confusión.
—Gracias, Jarre, querida —dijo, y dedicó una sonrisa y una caída de ojos al perro.
La conversación de los mensch pasó a otros asuntos. Hablaron de la guerra de Ariano. Una fuerza conjunta de humanos y elfos estaba atacando la isla de Aristagón contra el emperador y sus seguidores, que se habían refugiado en uno de sus palacios.
Marit no estaba interesada en las andanzas de los mensch. Quien le interesaba de verdad era Haplo. La tez de éste había adquirido de pronto un tono ceniciento y se le había borrado la sonrisa. Lo vio llevarse una mano al corazón, como si la herida le doliese todavía, y apoyar la espalda en la estatua para disimular su debilidad. El perro, con un gañido, se arrastró al lado de su amo y se apretó contra su pierna.
Marit reconoció entonces que Sang-drax había dicho la verdad: que Haplo había recibido una herida gravísima. En privado, la patryn había dudado de ello. Marit conocía y respetaba el poder de Haplo; en cambio, no tenía buena opinión de la serpiente dragón, la cual, hasta donde ella sabía, poseía unas capacidades mágicas mínimas, quizá de la misma categoría que los mensch. Desde luego, en absoluto comparables a la magia patryn. Marit no acababa de entender cómo tal criatura podía haber infligido una herida casi mortal a Haplo, pero ahora no le quedaban dudas de ello. Reconocía los síntomas de una rotura en la runa del corazón, un golpe que alcanzaba lo más hondo del ser de un patryn. Una herida difícil de curar, sin ayuda.
Los mensch continuaron su charla acerca de cómo pondrían en marcha la Tumpa-chumpa y qué sucedería cuando lo hicieran. Haplo permaneció en silencio durante la conversación, sin dejar de acariciar la suave cabeza del perro. Marit, que no sabía de qué hablaban prestó atención sólo a medias. No era aquello lo que quería escuchar. De pronto, Haplo se irguió y habló, interrumpiendo una compleja explicación del enano acerca de «granajes giratorios» y «zum-zum rotores».
—¿Habéis prevenido a vuestra gente para que tome precauciones? —Preguntó Haplo—. Según los escritos sartán, cuando la Tumpa-chumpa entre en funcionamiento, los continentes empezarán a moverse. Los edificios podrían derrumbarse y la gente podría morir de miedo sí no sabe qué está sucediendo.
—Todo el mundo está informado —respondió Stephen—. He enviado a la guardia real a todos los confines de nuestras tierras para llevar la noticia… pero que la gente haga caso es otro cantar. La mitad no da crédito a la advertencia y los demás han sido convencidos por los barones de que se trata de un complot elfo. Ha habido disturbios y amenazas de derrocarme. No me atrevo a pensar qué sucederá si esto no funciona… —La expresión del monarca se ensombreció.
Haplo movió la cabeza con gesto grave.
—No puedo prometerte nada, majestad. Los sartán se proponían coordinar los continentes al cabo de pocos años de establecerse aquí. Proyectaban hacerlo antes de que los continentes estuvieran habitados siquiera. Pero, cuando sus planes se torcieron y los sartán desaparecieron, la Tumpa-chumpa continuó funcionando, construyéndose y reparándose a sí misma… aunque sin ningún control. ¿Quién sabe si no se habrá causado algún daño irreparable, en todo este tiempo?
»Lo único a nuestro favor es esto: durante generaciones, los enanos han continuado haciendo exactamente lo que los sartán les enseñaron. Nunca se han desviado de sus instrucciones originales, sino que las han transmitido religiosamente de padre a hijo, de madre a hija. Y, así, los enanos no sólo han mantenido viva la Tumpa-chumpa, sino que han evitado que enloqueciera, por así decirlo.
—Resulta todo… tan extraño —dijo Stephen con una mirada de desconfianza a las lámparas y pasadizos de la Factría y a la silenciosa figura encapuchada del sartán que sostenía en la mano un misterioso globo ocular—. Extraño y aterrador. Totalmente incomprensible.
—De hecho —añadió con suavidad la reina Ana—, mi esposo y yo empezamos a preguntarnos si no habremos cometido un error. Quizá deberíamos limitarnos a dejar que el mundo siguiera como es. Hasta ahora nos las hemos arreglado bastante bien.
—Pero nosotros, no —replicó Limbeck—, Vuestras dos razas han librado guerras por el agua desde que se tiene recuerdo. Elfos contra elfos. Humanos contra humanos. Luego, todos contra todos hasta estar a punto de destruir cuanto teníamos. Quizá mi vista no sea muy aguda para otras cosas, pero esto lo veo clarísimo. Si no tenemos necesidad de luchar por el agua, habrá una oportunidad para alcanzar una verdadera paz.
Limbeck rebuscó en la chaqueta, extrajo un pequeño objeto y lo sostuvo en alto.
—Tengo esto, el libro de los sartán. Haplo me lo dio. Él y yo lo hemos repasado y creemos que la máquina funcionará, pero no podemos garantizarlo. Lo único que puedo decir es que, sí algo empieza a funcionar mal de verdad, siempre podemos detener la Tumpa-chumpa e intentar repararla.
—¿Qué opinas tú, príncipe? —Stephen se volvió a Reesh'ahn—. ¿Qué nos dices de tu gente? ¿Qué piensa?
—Los kenkari les han informado que juntar los continentes es la voluntad de Krenka-Anris. Nadie se atrevería a oponerse a los kenkari; por lo menos, abiertamente —añadió el príncipe con una sonrisa triste—. Nuestro pueblo está preparado. Los únicos a quienes no se ha podido avisar son el emperador y los encerrados con él en el Imperanon. Se niegan a permitir la entrada a los kenkari; incluso les han disparado flechas, algo que no había sucedido jamás en toda la historia de nuestro pueblo. Mi padre, sin duda, se ha vuelto loco. —La expresión de Reesh'ahn se endureció—. Siento poca simpatía por él, pues mató a su propia gente para conseguir sus almas. Pero entre los sitiados del Imperanon hay algunos inocentes de cualquier fechoría y que lo apoyan por malentendida lealtad. Ojalá hubiera alguna forma de ayudarlos, pero se niegan a parlamentar aun bajo la bandera de tregua. Tendrán que arreglarse como puedan.
—¿Entonces, estáis de acuerdo en llevar adelante el plan? —Haplo los miró de uno en uno.
Reesh'ahn contestó que sí. La barba de Limbeck se agitó de abierto entusiasmo. Stephen miró a su reina, y ésta titubeó y asintió una sola vez, brevemente.
—Sí, estamos de acuerdo —dijo el monarca por fin—. El survisor jefe tiene razón. Parece nuestra única posibilidad para alcanzar la paz.
Haplo se separó de la estatua contra la que había permanecido apoyado.
—Así pues, queda decidido. Dentro de dos días pondremos en funcionamiento la máquina. Tú, príncipe Reesh'ahn, y vuestras majestades debéis volver a vuestros reinos para intentar controlar el pánico de la gente. Podéis dejar aquí vuestros representantes.
—Sí, yo regresaré al Reino Medio. Triano se quedará en mi lugar —anunció Stephen.
—Y yo dejaré al capitán Bothar'el, amigo tuyo según tengo entendido, survisor jefe… —dijo el príncipe Reesh'ahn.
—¡Magnífico, magnífico! —Exclamó Limbeck con un aplauso—. Entonces, todos manos a la obra.
—Si no me necesitáis para nada mas —dijo Haplo—, volveré a mi nave,
—¿Te encuentras bien, Haplo? —preguntó la enana con un destello de inquietud en los ojos.
Él bajó la vista hacia ella con su tranquila sonrisa.
—Sí, me encuentro bien. Estoy cansado, eso es todo. Vamos, perro.
Los mensch se despidieron de él con manifiesta deferencia y con una expresión de evidente preocupación en los rostros. Haplo se mantuvo erguido y enérgico, con paso firme, pero todos los observadores —entre ellos la única observadora clandestina— se dieron cuenta de que recurría a todas sus fuerzas para continuar avanzando. El perro lo siguió. Incluso él miraba a su amo con preocupación.
Los demás movieron la cabeza con gesto pesaroso y hablaron de él en tono ansioso. Marit hizo una mueca de desdén al verlo alejarse en dirección a la puerta abierta de la Factría como un mensch cualquiera, sin utilizar su magia.
La patryn pensó en seguirlo, pero abandonó la idea de inmediato. Lejos de los mensch, Haplo percibiría claramente su presencia. Además, Marit ya había oído todo lo que necesitaba. Sólo se quedó allí un momento más para escuchar lo que decían los menchs, pues éstos se referían a Haplo.
—Es un hombre sabio —comentaba el príncipe Reesh'ahn—. Los kenkari están muy impresionados con él. Me han insistido en que le pregunte si querría actuar como gobernante provisional de todos nosotros durante este período de transición.
—No es mala idea—reconoció Stephen después de reflexionar en ello—. Es probable que los barones rebeldes acepten que un tercero resuelva las disputas que, inevitablemente, surgirán entre nuestro pueblo. Sobre todo, porque Haplo parece un humano, salvo en esos extraños tatuajes de su piel. ¿Qué opinas tú, survisor jefe?
Marit no esperó a oír el comentario del enano. ¿A quién le importaba su opinión? De modo que Haplo iba a gobernar Ariano… ¡No sólo había traicionado a su señor, sino que lo había suplantado!
La patryn se apartó de los mensch, se retiró a rincón más sombrío de la Factría y penetró de nuevo en su círculo mágico.
Si hubiera esperado un momento más, esto es lo que habría podido escuchar:
—No aceptará —respondió Limbeck en voz baja, siguiendo a Haplo con su miope mirada—. Ya le he pedido que se quedara aquí para ayudar a nuestro pueblo. Tenemos mucho que aprender si queremos ocupar nuestro lugar entre vosotros. Pero Haplo ha rechazado la oferta. Dice que debe regresar a su mundo, al lugar de donde procede. Tiene que rescatar a un hijo suyo que está atrapado allí.
—Un hijo… —murmuró Stephen. Su expresión se suavizó y tomó de la mano a su esposa—. ¡Ah!, entonces no le insistiremos más para que se quede. Tal vez así… Tal vez salvando a su hijo compense en cierta medida la pérdida de ese otro chiquillo…
Marit no llegó a oír nada de aquello, aunque los comentarios de los mensch no habrían cambiado en absoluto su opinión. Una vez a bordo de la nave, mientras las violentas rachas de viento de la tormenta sacudían la nave, colocó la mano en la marca de la frente y cerró los ojos.
En su mente apareció una imagen de Xar.
—Esposo mío —dijo Marit en voz alta—, lo que dice la serpiente dragón es cierto. Haplo es un traidor. Ha entregado a los mensch el libro de los sartán y se propone ayudarlos a poner en funcionamiento esa máquina. No sólo eso, sino que los mensch le han ofrecido el gobierno de Ariano.
—Entonces, debe morir —fue la inmediata respuesta de Xar, que sonó en la cabeza de la patryn.
—Sí, mi Señor.
—Cuando lo hayas hecho, esposa, mándame aviso. Estaré en el mundo de Pryan.
—¿De modo que Sang-drax te ha convencido para que viajes allí…? —apuntó Marit, no muy satisfecha.
—Nadie me convence para que haga algo que yo no quiera hacer, esposa.
—Perdóname, mi Señor. —Marit notó que le ardía la piel—. Tú sabes más que nadie, por supuesto.
—Voy a Pryan acompañado por Sang-drax y un contingente de los nuestros. En ese mundo espero someter a los titanes para utilizarlos en favor de nuestra causa. Y tengo otros asuntos que llevar a cabo en ese mundo. Asuntos en los que Haplo puede resultar de utilidad.
—Pero Haplo estará muerto… —empezó a replicar Marit, pero se interrumpió a media frase, sobrecogida de espanto.
—Sí, claro que estará muerto. Tú me traerás el cadáver de Haplo, esposa.
A Marit se le heló la sangre. Debería haberlo imaginado; debería haber sabido que Xar le exigiría algo así. Por supuesto. Su señor tenía que interrogar a Haplo, averiguar qué sabía, qué había hecho, y resultaría mucho más sencillo interrogar al cadáver que al vivo. La patryn evocó la figura del lázaro, recordó sus ojos muertos y, a la vez, espantosamente vivos…
—Esposa… —El tono de Xar era suavemente apremiante—. No me fallarás, ¿verdad?
—No, esposo mío —respondió ella—. No te fallaré.
—Así me gusta —asintió Xar antes de retirarse de su mente.
Marit se quedó a solas en la oscuridad iluminada por los relámpagos, escuchando el tamborileo de la lluvia en el casco de la nave.