CAPÍTULO 8

LA HOJA MALDITA

Puesto que estás leyendo esto, hijo mío, yo he muerto y mi alma ha viajado al encuentro de Krenka-Anris para contribuir a la liberación de nuestro pueblo.[13] Dado que hemos entrado en guerra abierta, confío en que te desempeñarás con honor en la batalla, como lo han hecho todos los que te han precedido en llevar este nombre.

Soy el primero de nuestra familia que expone este relato por escrito. Hasta hoy, la historia de la Hoja Maldita se ha transmitido oralmente de padres a hijos, musitada desde el lecho de muerte. Así lo hizo mi padre conmigo, y el suyo con él, y así hasta remontarnos a antes de la separación de los mundos. Pero, como parece probable que mi lecho de muerte sea el duro suelo de un campo de batalla y que tú, mi querido hijo, estés muy lejos en el momento señalado, te dejo esta narración para que la leas cuando haya muerto. Y también harás juramento, por Krenka-Anris y por mi alma, de transmitir todo esto a tu hijo (quiera la diosa bendecir a tu esposa con un parto normal).

En el armero hay una caja con la tapa adornada de perlas engastadas que contiene las dagas de duelo ceremoniales. Estoy seguro de que sabes a qué caja me refiero porque, de niño, ya expresabas tu admiración por los puñales; una admiración muy mal enfocada, como bien sabes ahora que eres un guerrero experimentado.[14] Sin duda, más de una vez te habrás preguntado por qué he conservado esas dagas y, sobre todo, por qué las tengo guardadas en el armero. Poco imaginas, hijo mío, lo que ocultan estas dagas.

Escoge un momento en que tu esposa y su séquito hayan dejado el castillo. Despide a los criados y asegúrate bien de que estás solo. Ve al armero y coge esa caja. En la tapa, observarás que hay una mariposa en cada esquina. Presiona simultáneamente las mariposas de la esquina superior derecha e inferior izquierda. Con eso se abrirá un falso fondo en el lado izquierdo.

¡Por favor, hijo mío, por el bien de mi alma y de la tuya propia, no introduzcas la mano en ese doble fondo!

Dentro encontrarás un puñal mucho menos artístico que el par de dagas que ya conoces. El puñal es de hierro y parece forjado por un humano. Es un objeto muy feo y deforme y confío en que, una vez que lo hayas visto, sientas tan pocos deseos de tocarlo como los que tuve yo la primera vez que lo contemplé. Pero, ¡ay!, seguro que despierta tu curiosidad, como despertó la mía. ¡Te ruego, te suplico, mi amadísimo hijo, que reprimas esa curiosidad! Contempla la hoja y fíjate en su aspecto perverso y atiende la advertencia de tus propios sentidos, que reaccionarán con repulsión ante ese objeto.

Yo no hice caso de esa advertencia y atraje sobre mí una desgracia que ha sido una sombra permanente en mi vida. Con ese puñal, con esa Hoja Maldita, di muerte a mí amado hermano.

Imagino que habrás palidecido de la impresión al leer lo anterior. Siempre se ha dicho que tu tío murió de las heridas sufridas a manos de unos asaltantes humanos, que lo sorprendieron en un trecho solitario del camino, cerca del castillo. Esa historia no es cierta. Tu tío murió a mis manos en el armero, probablemente no muy lejos del lugar en el que te encuentras ahora. ¡Pero te juro, por Krenka-Anris, por los dulces ojos de tu madre, por el alma de mi difunto hermano, que fue ese puñal quien lo mató, y no yo!

Hete aquí lo que sucedió, y perdona la caligrafía. Todavía hoy, mientras te relato esto, me siento atenazado por el horror de ese incidente, que se produjo hace bastante más de un siglo.

Mi padre murió. En su lecho de muerte, nos contó a mi hermano y a mí la historia de la Hoja Maldita. Era un instrumento raro y valioso, nos dijo, que procedía de un tiempo en el que dos razas de dioses terribles dominaban el mundo. Estas dos razas de dioses se odiaban y se temían y cada una trataba de imponer su dominio sobre aquellos a los que llamaban mensch: los humanos, los elfos y los enanos. Entonces se produjeron las Guerras de los Dioses, terribles batallas de magia que arrasaron un mundo entero hasta que, por fin, ante la amenaza de ser derrotada, una de las razas de dioses causó la separación de los mundos.

Los dioses libraron estas guerras entre sí, sobre todo, pero en ocasiones, cuando se veían superados en número, reclutaban mortales para que los ayudaran. Naturalmente, éstos no podían ser rival para los ataques mágicos de los dioses, de modo que los sartán (por este nombre conocemos a los dioses) armaron a sus partidarios mensch con fantásticas armas mágicas.

La mayoría de estas armas se perdió durante la separación, igual que desapareció mucha de nuestra gente. Al menos, así lo cuentan las leyendas. Sin embargo, unas cuantas permanecieron en manos de los supervivientes, que las conservaron en su poder. El puñal, según una leyenda familiar, es una de tales armas. Mi padre me contó que había visitado a los kenkari para verificarlo.

Los kenkari no pudieron asegurarle que el puñal fuera anterior a la separación, pero estuvieron de acuerdo en su carácter mágico. Le advirtieron que su magia era poderosa y le aconsejaron que no lo utilizara nunca. Mi padre era un hombre tímido y las palabras de los kenkari lo atemorizaron. Hizo construir esa caja especialmente para guardar el arma, que los kenkari habían considerado maldita. Colocó el puñal en la caja y no volvió a mirarlo nunca más.

Le pregunté por qué no lo había destruido y me respondió que los kenkari le habían advertido que no lo intentara. Un arma como aquélla no podía ser destruida jamás, dijeron. Lucharía por sobrevivir y volver con su dueño en tanto que, mientras estuviera en posesión de mi padre, éste podía garantizar que el objeto mágico no tendría poder para causar daño. Si intentaba librarse del puñal—arrojándolo al Torbellino, tal vez— el arma terminaría, simplemente, en manos de otro y podría causar grandes daños. Mi padre juró a los kenkari que la mantendría a salvo y nos obligó a efectuar la misma promesa solemne. Después de su muerte, mientras mi hermano y yo arreglábamos los asuntos pendientes de mi padre, recordamos la historia del puñal. Fuimos al armero, abrimos la caja y encontramos el puñal en el doble fondo. Me temo que, conociendo la timidez de mí padre y su amor por los relatos románticos, no dimos mucho crédito a gran parte de lo que nos había contado. ¿Aquél puñal feo y tosco, forjado por un dios? Mi hermano y yo meneamos la cabeza con una sonrisa de incredulidad.

Y, como suelen hacer los hermanos, nos enzarzamos en una parodia de duelo. (En tiempos de la muerte de mi padre éramos jóvenes. Ésta es la única excusa que puedo ofrecer para nuestra imprudencia.) Mi hermano cogió una de las dagas adornadas y yo empuñé la que llamamos, en son de broma (que la diosa perdone mi escepticismo), la Hoja Maldita.

No creerás lo que sucedió a continuación. Aún hoy, ni siquiera yo mismo estoy seguro de creerlo, pese a que lo vi con mis propios ojos.

Cuando lo tuve en la mano, noté algo extraño en el puñal. Vibraba como si fuera un ser vivo y, de pronto, cuando empecé a lanzar una fingida estocada a mí hermano, se agitó entre mis dedos como una serpiente y…, y me encontré empuñando, en lugar del puñal, una larga espada. Y, antes de que me diera cuenta de qué estaba sucediendo, la hoja de la espada había atravesado limpiamente el cuerpo de mi hermano, rajándole el corazón. Nunca, quizá ni siquiera después de muerto, olvidaré la mueca de horrorizada sorpresa y de dolor que vi en su rostro.

Dejé caer el arma y sostuve a mi hermano, pero no había remedio. Murió en mis brazos, con su sangre empapándome las manos.

Creo que lancé un grito de horror, pero no estoy seguro. Y, cuando al fin levanté la vista, encontré en el umbral de la estancia a nuestro viejo criado.

—¡Ah! —me dijo el viejo An'lee—, ahora eres el único heredero.

Como ves, dio por sentado que había asesinado a mi hermano para hacerme con toda la herencia de nuestro padre.

Le aseguré que se equivocaba y le conté lo sucedido pero, como es lógico, no me creyó. No se lo tuve en cuenta; al fin y al cabo, yo mismo no acababa de creerlo.

El puñal había cambiado de forma otra vez. Volvía a ser como lo ves ahora. Comprendí que, si An'lee no me creía, nadie más lo haría. El escándalo traería la ruina para nuestra familia. El fratricidio se castiga con la muerte y, por tanto, me ahorcarían. El castillo y las tierras serían confiscadas por el rey. Mi madre sería arrojada a las calles y mis hermanas quedarían deshonradas y sin dote. Por grande que fuese mi dolor personal (y con gusto habría confesado el hecho y cumplido la pena), no podía infligir tal perjuicio a la familia.

An`lee era leal y se ofreció a ayudarme a ocultar mi crimen. ¿Qué podía hacer yo, sino seguirle la corriente? Entre los dos, a escondidas, sacamos el cuerpo de mi desdichado hermano del castillo, lo transportamos a un lugar alejado, conocido por ser una zona frecuentada por los bandidos humanos, y lo arrojamos allí en una zanja. Después, regresamos al castillo.

Le conté a nuestra madre que mi hermano había oído rumores de partidas de bandidos humanos y había salido a investigar. Cuando fue encontrado el cuerpo, días más tarde, se dio por hecho que había tenido un mal encuentro con el grupo al que buscaba. Nadie sospechó nada. An'lee, fiel servidor, se llevó el secreto a la tumba.

En cuanto a mí, no puedes imaginar, hijo mío, la tortura que he soportado. A veces he creído que el sentimiento de culpa y la pena iban a volverme loco. Noche tras noche, permanecía despierto y acariciaba la idea de arrojarme del parapeto y poner fin a la agonía, de una vez por todas. Pero tuve que seguir viviendo, por el bien de otros, ya que no por el mío.

Me propuse destruir el puñal, pero tenía grabada en la cabeza la advertencia de los kenkari a mi padre. ¿Y si caía en otras manos? ¿Y si decidía matar otra vez? ¿Por qué debía nadie más sufrir lo que había pasado yo? No; como parte de mi penitencia, conservaría la Hoja Maldita en mi poder. Y estoy obligado a transmitirte su custodia. Es la carga que lleva nuestra familia, y que deberá seguir acarreando hasta el fin de los tiempos.

Compadéceme, hijo, y reza por mí. Krenka-Anris, que todo lo ve, conoce la verdad y confío en que me perdonará. Como hará, espero, mi querido hermano.

Y te imploro, hijo mío, por lo que más quieras… por la diosa, por mi recuerdo, por el corazón de tu madre, por los ojos de tu esposa, por tu hijo no nacido… te encarezco que conserves en lugar seguro la Hoja Maldita y que nunca, jamás, la toques o vuelvas a mirarla siquiera.

Que Krenka-Anris esté contigo.

Tu padre, que te quiere.