CAPÍTULO 4

NECRÓPOLIS, ABARRACH

A Marit no le llevó mucho tiempo prepararse para el viaje. Escogió las ropas que llevaría en Ariano, seleccionándolas de los guardarropas que habían dejado los sartán asesinados por sus propios muertos. Se decidió por una prenda que ocultaba las runas de su cuerpo y cogió otra que le daba el aspecto de una humana. Empacó las ropas junto con varias de sus armas favoritas, llenas de runas grabadas, y llevó el equipo a una nave patryn que flotaba en el mar de lava de Abarrach. Después, regresó al castillo de Necrópolis.

Recorrió las estancias aún manchadas con la sangre vertida la espantosa Noche de los Muertos Alzados, término que empleaban los lázaros para referirse a su triunfo. La sangre derramada era sartán, sangre de sus enemigos, de modo que los patryn no habían hecho el menor intento de eliminarla sino que la habían dejado donde estaba, salpicando suelos y paredes. Los coágulos secos, mezclados con las runas rotas de la magia sartán, eran para los patryn un símbolo de la derrota final de su enemigo ancestral.

Camino del estudio de su señor, Marit se cruzó con otros patryn. Con ninguno intercambió saludos ni perdió tiempo en charlas ociosas. Los patryn que Xar había llevado consigo a Abarrach eran los más duros y capaces de una raza dura y capaz. Casi todos habían sido corredores y todos habían alcanzado la Última Puerta o casi. La mayor parte de ellos había sido rescatada, en último término, por Xar; eran pocos los patryn que no le debieran la vida a su señor.

Marit se enorgullecía del hecho de haber combatido junto a su señor, hombro con hombro, en la terrible lucha por conseguir su liberación del Laberinto…

Estaba cerca de la Última Puerta cuando fue atacada por unas aves gigantescas de alas coriáceas y dientes afilados que, primero, incapacitaban a sus víctimas vaciándoles los ojos y luego se lanzaban a devorar sus entrañas calientes y aún palpitantes.

Marit combatió a las aves transformándose también en una gran rapaz, un águila gigantesca. Sus espolones abrieron grandes desgarros en muchas alas enemigas; sus vertiginosos picados abatieron a muchas otras criaturas.

Pero, como siempre hacía el Laberinto, su magia infernal se hizo más poderosa ante la amenaza de la derrota. El número de aves de alas coriáceas aumentó, y Marit fue alcanzada incontables veces por los dientes y las garras de los atacantes. Se quedó sin fuerzas y cayó a tierra. La magia ya no podía mantener su forma alterada. Volvió a tomar la suya y continuó librando una batalla que sabía perdida, mientras las horripilantes criaturas aladas revoloteaban en un torbellino ante su rostro, tratando de alcanzarle los ojos.

Herida y ensangrentada, los ataques por la espalda le hicieron hincar la rodilla. Ya se disponía a darse por vencida y dejarse matar, cuando una voz atronó el aire:

—¡Levántate, hija! ¡Levántate y sigue luchando! ¡Ya no estás sola!

Marit abrió los ojos, ya entornados ante la proximidad de la muerte, y vio a su señor, el Señor del Nexo.

Se presentó como un dios, blandiendo bolas de fuego, y se colocó ante ella en actitud protectora hasta que Marit consiguió incorporarse. Le ofreció su mano, nudosa y surcada de arrugas, pero que a ella le resultó hermosísima pues le traía no sólo vida, sino también esperanza y renovado valor. Juntos, combatieron hasta obligar al Laberinto a retirarse. Las criaturas aladas supervivientes se alejaron entre agudos graznidos de rabia y frustración.

Entonces. Marit se derrumbó. El Señor del Nexo la cogió en sus fuertes brazos y atravesó con ella la Última Puerta, transportándola a la libertad.

—Te ofrezco mi vida. Señor. Dispón de ella como quieras —le susurró ella antes de perder la conciencia—. Siempre… en cualquier momento…

Xar había sonreído. El Señor del Nexo había oído muchas ofertas parecidas y sabía que todas ellas serían tomadas en cuenta. Marit había sido elegida para viajar a Abarrach como una más de los numerosos patryn que Xar había llevado con él, todos los cuales estaban dispuestos a entregar su vida por quien se la había dado.

Cuando se aproximaba al estudio, Marit vio con extrañeza a un lázaro que deambulaba por las salas anexas. Al principio creyó que era Kleitus y estuvo a punto de ordenarle que se marchara de allí. Era cierto que el castillo había sido suyo en otro tiempo, pero el lázaro ya no tenía nada que hacer allí. Al fijarse con más atención, cosa que la patryn hizo con suma aversión, comprobó que el lázaro era el mismo que había enviado a las mazmorras a servir a su señor. ¿Qué hacía rondando por allí? Si Marit hubiera creído posible tal cosa, habría asegurado que el lázaro merodeaba por las salas para escuchar lo que se hablaba tras las puertas.

De nuevo, se dispuso a ordenar al lázaro que se fuera cuando otra voz, acompañada por el eco espectral que la identificaba como de otro lázaro, se adelantó a sus palabras.

—¡Jonathon! —Kleitus se acercó por el corredor arrastrando los pies—. He oído al líder patryn lamentándose a gritos de su fracaso en resucitar a los muertos y se me ha ocurrido que tal vez tengas algo que ver con ello. Parece que no me equivocaba…

—… no me equivocaba —repitió el eco doliente.

Los dos lázaros hablaban en sartán, un idioma que Marit comprendía bastante bien, aunque le resultara desagradable e incómodo de escuchar. Se resguardó entre las sombras con la esperanza de escuchar algo que pudiera resultar útil a su señor.

El lázaro llamado Jonathon se volvió lentamente.

—Podría darte la misma paz que he proporcionado a Samah, Kleitus.

El difunto dinasta soltó una risotada, un sonido terrible que aún empeoró con el eco, convertido en un acongojante lamento de desesperación.

—¡Sí, estoy seguro de que te alegraría mucho reducirme a polvo! —El cadáver flexionó las manos blancoazuladas y cerró los dedos de largas uñas—. ¡Enviarme a la nada!

—A la nada, no —lo corrigió Jonathon—. A la libertad.

Su voz calmosa y su eco suave fue el contrapunto al tono desesperado de Kleitus; entre ambos produjeron una tonalidad triste, pero armoniosa.

—¡Libertad! —Kleitus hizo rechinar sus dientes en descomposición—, ¡Yo te daré libertad!

—… libertad —aulló el eco.

Kleitus se abalanzó sobre el otro lázaro y sus esqueléticas manos se cerraron entorno a la garganta de Jonathon. Los dos muertos vivientes quedaron enzarzados; las manos de Jonathon se cerraron en torno a las muñecas de Kleitus y trataron de arrancarlas de allí. El dinasta se resistió, y Jonathon insistió, clavando las uñas en la carne de Kleitus sin que brotara una gota de sangre. Marit contempló la escena con horror, asqueada por lo que veía. No hizo el menor gesto de intervenir. Aquella pelea no le incumbía.

Se escuchó un crujido, y uno de los brazos de Kleitus quedó doblado en un ángulo inverosímil. Jonathon arrojó a su oponente lejos de sí, y el dinasta se tambaleó hacia atrás hasta la pared. Desde allí, mientras se sostenía el brazo roto con el otro, Kleitus observó al otro lázaro con rabia y profunda animosidad.

—¡Tú le hablaste a Xar sobre la Séptima Puerta! —Contraatacó Jonathon, plantado ante Kleitus—. ¿Por qué? ¿Por qué apresurar lo que necesariamente debes considerar tu destrucción?

Kleitus procedió a frotarse el brazo roto mientras murmuraba unas runas sartán. El hueso empezó a recomponerse; así mantenían operativos los cuerpos descompuestos que utilizaban. El cadáver del dinasta contempló a Jonathon con una sonrisa horripilante.

—No le dije dónde estaba.

—Tarde o temprano lo descubrirá.

—¡Sí, lo descubrirá! —Kleitus se rió—. Haplo le revelará su ubicación. Haplo lo conducirá a esa sala. Allí se reunirán todos…

—… se reunirán todos—murmuró el eco con un suspiro de desconsuelo.

—Y tú lo estarás esperando, ¿no?—apuntó Jonathon.

—Yo encontré mi «libertad» en esa cámara —respondió Kleitus, con una sonrisa burlona en sus amoratados labios—. ¡Una vez allí, los ayudaré a encontrar la suya! Igual que tú podrás hallar la tuya…

El dinasta hizo una pausa, volvió la mirada directamente hacia donde estaba Marit y clavó en ella sus extraños ojos, que a veces eran los de un muerto y, otras veces, los de un vivo.

A la patryn se le erizó la piel, y las runas de brazos y manos despidieron un intenso fulgor azul. Marit se maldijo a sí misma en silencio. Había hecho un ruido, apenas una inspiración un poco más profunda de lo normal, pero había resultado suficiente para delatar su presencia.

La cosa ya no tenía remedio y decidió avanzar resueltamente hacia los lázaros.

—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Espiar a mi señor? Marchaos —ordenó—. ¿O acaso debo llamar a Xar para que os lo mande el?

El lázaro Jonathon obedeció de inmediato, escabulléndose por el corredor salpicado de sangre seca. Kleitus no se movió de donde estaba y observó a Marit con expresión malévola. Parecía a punto de atacar.

La patryn empezó a urdir en su mente un hechizo rúnico, y los signos mágicos tatuados en su piel se encendieron aún más.

Kleitus se retiró a las sombras y recorrió el largo pasillo con sus andares arrastrados.

Marit se estremeció al tiempo que se decía que cualquier enemigo vivo, por temible que fuese, resultaba mil veces preferible a aquellos muertos ambulantes. Se disponía a llamar a la puerta cuando escuchó al otro lado de ella la voz de su amo, cargada de cólera.

—¡Y no me has informado de ello! ¡He tenido que enterarme de lo que sucede en mi universo gracias a un viejo sartán senil!

—Ahora comprendo que cometí un error al no informarte, mi Señor. Mi única excusa es que estabas tan concentrado en el estudio de la nigromancia que no me atreví a molestarte con la penosa noticia.

Quien así respondía era Sang-drax. La serpiente dragón empleaba de nuevo su voz lastimosa.

Marit no supo qué hacer. No deseaba verse involucrada en una discusión entre su señor y la serpiente dragón, que le producía un profundo desagrado. Sin embargo, Xar le había ordenado presentarse ante él de inmediato y, por otra parte, no podía quedarse mucho rato ante la puerta so riesgo de parecer una espía, como el lázaro se lo había parecido a ella. Aprovechando una pausa en la conversación (una pausa debida, tal vez, a que Xar no lograba articular palabra de pura indignación), Marit llamó tímidamente a la puerta de hierba kairn.

—Soy yo, Marit, mi Señor.

La puerta se abrió al instante por orden mágica de Xar. Sang-drax recibió a la patryn con una reverencia y su habitual parsimonia viscosa. Haciendo caso omiso de su presencia, Marit miró a Xar.

—Estás ocupado, mi Señor —murmuró—. Puedo volver más tarde…

—No, querida. Entra. Esto tiene que ver contigo y con tu viaje. —Xar había recobrado su aspecto calmado, aunque sus ojos aún llameaban cuando volvió la mirada hacia la serpiente dragón.

Marit penetró en el estudio y cerró la puerta después de echar un vistazo para cerciorarse de que la antesala estaba vacía.

—He encontrado a Kleitus y a otro lázaro junto a la puerta, mi Señor —se apresuró a informar—. Creo que estaban espiando tus palabras.

—¡Que lo hagan! —respondió Xar sin mostrar interés. A continuación, se dirigió a Sang-drax—: Dices que luchaste contra Haplo en Ariano. ¿Por qué?

—Me proponía impedir que los mensch tomaran el control de la Tumpa-chumpa —respondió la serpiente dragón, encogiéndose—. El poder de esa máquina es inmenso, como tú mismo has supuesto. Una vez en marcha, no sólo cambiará Ariano sino que también afectará a todos los demás mundos. En manos de los mensch… — Sang-drax se encogió de hombros, dejando a la imaginación tan terrible posibilidad.

—¿Y Haplo ayudaba a los mensch? —insistió Xar.

—No sólo los ayudaba. Incluso les proporcionó información, obtenida sin duda de ese sartán amigo suyo, sobre cómo hacer funcionar la gran máquina.

Xar entornó los ojos.

—No creo lo que dices.

—Haplo tenía un libro, escrito en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano. ¿Quién podía habérselo proporcionado, mi Señor, sino ese que se hace llamar Alfred?

—Si lo que dices es verdad, Haplo ya debía de tenerlo en su poder la última vez que se presentó ante mí en el Nexo —murmuró Xar—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? ¿Por qué razón?

—Porque quiere gobernar Ariano, mi Señor. Y quizás el resto de los mundos, también. ¿No resulta evidente?

—Así pues, los mensch están a punto de poner en funcionamiento la Tumpa-chumpa según las instrucciones de Haplo. —Xar apretó el puño con fuerza—. ¿Por qué no me has contado nada de esto hasta hoy?

—¿Me habrías creído? —Replicó Sang-drax sin alzar el tono de voz—. Aunque he perdido un ojo, no soy yo quien está ciego, sino tú, Señor del Nexo. ¡Mira! ¡Observa las pruebas que has reunido: unas pruebas que sólo indican una cosa! Haplo te ha mentido, te ha traicionado una y otra vez, ¡Y tú lo permites! ¡Tú lo amas, mi Señor! Y tu amor te ha cegado más aún de lo que su espada estuvo a punto de cegarme a mí.

Marit se estremeció, asombrada ante la temeridad de la serpiente dragón, y se preparó para la tormenta de furia que, sin duda, iba a desencadenar Xar.

Sin embargo, éste relajó lentamente el puño y, con mano temblorosa, se apoyó en el escritorio y apartó la mirada de Sang-drax y de la patryn.

—¿Lo mataste? —inquirió por último, con voz hueca.

—No, mi Señor. Es uno de los tuyos, de modo que tuve buen cuidado de no matarlo. Aun así, lo dejé muy malherido. Te presento mis disculpas por ello, pero a veces no advierto mi propia fuerza. Le rompí la runa del corazón. Cuando lo vi al borde de la muerte, me di cuenta de lo que había hecho y, temiendo tu enfado, me retiré de la batalla.

—¿Y fue así como perdiste el ojo? —Inquirió Xar con ironía, mirando en torno a sí—. ¿Retirándote de la pelea?

Sang-drax se sonrojó; su único ojo sano emitió un destello virulento, y las runas defensivas de Marit cobraron vida de inmediato. Xar continuó observando a la serpiente dragón con aparente calma, y Sang-drax bajó el párpado. El fulgor rojo se apagó.

—Tu gente son guerreros experimentados, mi Señor. —El ojo enfocó a Marit y emitió otro breve destello; después, recuperó su resplandor mortecino habitual.

—¿Y en qué estado se encuentra Haplo ahora? —Inquirió Xar—. No muy bueno, supongo. Recomponer la runa del corazón es un asunto lento.

—Es cierto, mi Señor. Está terriblemente débil y no se recuperará en bastante tiempo.

—¿Cómo murió Bane? —preguntó Xar con bastante comedimiento, aunque sus ojos parpadeaban amenazadoramente—. ¿Y por qué te atacó Haplo?

—Bane sabía demasiado y era leal a ti. Haplo contrató a un mensch llamado Hugh la Mano, un asesino amigo de Alfred, para que lo matara. Cuando lo hubo hecho, Haplo se adueñó del control de la gran Tumpa-chumpa. Cuando intenté impedírselo… en nombre tuyo, mi Señor, Haplo incitó a los mensch a atacarme a mí y a los míos.[6].

—¿Y ellos os derrotaron? ¿Un puñado de mensch? —Xar contempló a Sang-drax con desprecio.

—No nos derrotaron, mi Señor —respondió Sang-drax, muy digno—. Como he dicho, nos retiramos. Temimos que la Tumpa-chumpa pudiera sufrir daños si continuábamos la lucha y, como sabíamos que querías que la gran máquina permaneciera intacta, decidimos abandonar Ariano en deferencia a ti. —La serpiente dragón alzó la cabeza y miró a Xar con un brillo mortecino en el ojo—. Controlar la Tumpa-chumpa no era tan urgente. Lo que mi Señor quiera, seguro que lo conseguirá. En cuanto a los mensch, quizás hayan encontrado paz por el momento, pero pronto la perturbarán. Siempre se comportan así.

Xar lanzó una mirada colérica a la serpiente dragón, que permaneció plantada ante él con aire avergonzado y compungido.

—¿Y qué sucede en Ariano en estos momentos?

—¡Ay, mí señor! Como te he dicho, toda mi gente se ha marchado de allí. Puedo enviarla de nuevo, si lo crees realmente necesario. No obstante, mi Señor, si me permites una sugerencia, deberías centrar tu interés en Pryan…

—¡Otra vez con ésas! ¿Qué hay en Pryan para que insistas en que viaje allí?

—La escama de dragón que descubriste en la celda del viejo…

—¿Sí? ¿Qué sucede? —inquinó Xar con impaciencia.

—Esas criaturas proceden de Pryan, mi Señor. —Sang-drax hizo una pausa; después, añadió en voz baja—: En tiempos remotos, esos dragones eran servidores de los sartán. Se me había ocurrido que quizá los sartán dejaron en Pryan algo que querían mantener secreto, bien protegido e inalterado… Algo como la Séptima Puerta.

La cólera de Xar se enfrió. De improviso, adoptó una expresión pensativa. Acababa de recordar dónde había oído hablar de las ciudadelas de Pryan.

—Entiendo. ¿Y dices que esos dragones existen sólo en ese mundo?

—Eso me dijo el propio Haplo, mi Señor. Y fue allí donde descubrió a ese viejo sartán chiflado. Sin duda, el dragón y el viejo han regresado a Pryan. Y, si han sido capaces de viajar aquí, a Chelestra, ¿quién sabe si la próxima vez regresarán con un ejército de titanes?

Xar no estaba dispuesto a que la serpiente dragón notara su excitación. Con aire indiferente, respondió:

—Quizá te haga caso y vaya a Pryan. Ya hablaremos de ello más tarde, Sang-drax. Por ahora, sabe que estoy disgustado contigo. Puedes retirarte.

Encogiéndose bajo la amenaza de la cólera de Xar, la serpiente dragón se escabulló de la presencia de éste.

El Señor del Nexo permaneció callado largo rato tras la partida de Sang-drax. Marit se preguntó si habría cambiado de idea respecto a enviarla a Ariano, después de lo que había contado la serpiente dragón. Al parecer, su señor también le daba vueltas al mismo tema, pues lo oyó murmurar para sí:

—¡No, no confío en él!

Pero la patryn no tuvo la menor idea de si se refería, a Sang-drax… o a Haplo. Xar se volvió hacia ella. Había tomado una decisión.

—Viajarás a Ariano, hija. Allí investigarás la verdad del asunto. Sang-drax me había ocultado todo esto por alguna razón, y no creo que fuera para ahorrarme un sufrimiento. De todos modos —añadió en un tono más suave—, la traición de uno de los míos, en especial de Haplo… —Guardó silencio un momento, pensativo—. He leído que en el mundo antiguo, antes de la separación, los patryn éramos un pueblo frío y austero que no amaba, que se enorgullecía de no sentir nunca afecto, ni siquiera entre nosotros. Sólo la lujuria era permitida y estimulada, pues perpetuaba la especie. El Laberinto nos enseñó muchas lecciones amargas, pero me pregunto si no nos enseñaría también a amar. —Exhaló un suspiro—. La traición de Haplo me ha causado más dolor que las heridas que recibí de cualquiera de las criaturas del Laberinto.

—Yo no creo que te traicionase, mi Señor —dijo Marit.

—¿Ah, no? —Xar la miró con ojos penetrantes—. ¿Y por qué no? ¿Es posible que tú también lo ames?

Marit se sonrojó:

—Ésa no es la razón. Es sólo que… no me cabe en la cabeza que un patryn pueda ser tan desleal.

Xar la observó como si buscara un sentido oculto más profundo a sus palabras. Ella le devolvió la mirada con aire decidido, y Xar se sintió satisfecho.

—Eso es porque tu corazón es sincero, hija, y por tanto no puedes concebir que exista uno tan falso. —Hizo una pausa antes de añadir—: si Haplo resultara ser un traidor, no sólo a mí sino a todo nuestro pueblo, ¿qué castigo merecería?

—La muerte, mi Señor —respondió Marit sin alterarse.

Él sonrió y asintió con la cabeza. Sin abandonar aquella mirada penetrante, continuó:

—Bien hablado, hija. Dime, Marit, ¿alguna vez has unido tus runas con las de alguien, hombre o mujer?

—No, mi Señor. —Al principio, la patryn pareció desconcertada por la pregunta; luego comprendió a qué se refería en realidad—. Te equivocas, mi Señor, si piensas que Haplo y yo…

—No, no, hija —la interrumpió Xar con suavidad—. No lo pregunto por eso, aunque me alegra saberlo. Me interesa por otra razón más egoísta.

Se acercó a su escritorio y cogió de él un largo punzón. También sobre la mesa había un recipiente de una tinta tan azul que casi era negra. Inclinado sobre el tintero, murmuró unas palabras en el lenguaje rúnico empleado por los sartán. A continuación, retiró de su rostro la capucha que lo ocultaba parcialmente y apartó los largos mechones que le caían sobre la frente para dejar al descubierto un solitario signo mágico azul, allí tatuado.

—¿Quieres unir runas conmigo, hija? —preguntó en un susurro.

Marit lo miró con asombro y se dejó caer de rodillas. Con los puños apretados, humilló la cabeza.

—Señor, no soy merecedora de tal honor.

—Sí lo eres, hija. Muy merecedora.

Ella permaneció arrodillada. De pronto, alzó el rostro hacia él.

—Entonces, sí, mi Señor. Uniré runas contigo y será para mí la mayor alegría de mi vida. —Se llevó una mano a la blusa de cuello abierto que llevaba y rasgó el escote hasta dejar al descubierto sus pechos repletos de runas.

Sobre el izquierdo llevaba tatuada su runa del corazón.

Xar retiró de la frente de Marit sus cabellos castaños. Después, su mano buscó los pechos pequeños y firmes que sobresalían, turgentes, en la poderosa musculatura de su torso. La mano se deslizó por el cuello fino y esbelto hasta coger y acariciar su pecho izquierdo.

Ella cerró los ojos y, al notar el contacto, se estremeció, aunque más de la impresión que de placer.

Xar se percató de ello, y su nudosa mano cesó en sus caricias. Marit lo oyó suspirar.

—Pocas veces echo de menos mi juventud perdida. Ésta es una.

La patryn abrió los ojos con una mirada ardiente, abrumada de vergüenza por el hecho de que su señor la hubiera malinterpretado.

—Mi Señor, con gusto calentaré tu lecho…

—Sí, eso sería lo que harías, hija: calentarme la cama —la interrumpió secamente—. Me temo que no podría devolverte el favor. El fuego carnal hace mucho tiempo que se ha apagado en este cuerpo mío. Pero uniremos nuestras mentes, ya que no pueden hacerlo nuestros cuerpos.

Xar colocó la punta del punzón sobre la piel lisa de la frente de Marit y presionó.

Marit volvió a estremecerse, aunque no de dolor. Desde el momento de nacer, los patryn reciben diversos tatuajes en diferentes momentos de su vida. No sólo se los acostumbra al dolor, sino que se les enseña a soportarlo sin pestañear. El estremecimiento de Marit se debió al flujo de magia que penetró en su cuerpo, una magia que pasaba del cuerpo de su señor al de ella, una magia que se hacía más y más poderosa a medida que el punzón daba forma al signo mágico que los uniría íntimamente: la runa del corazón de Xar, entremezclada con la de ella.

Una y otra vez, el Señor del Nexo repitió el proceso. Más de un centenar de veces insertó el punzón en la fina piel de Marit hasta que hubo completado los complejos trazos. Xar compartió su éxtasis, que era más de la mente que del cuerpo. Después del clímax de compartir runas, las relaciones sexuales suelen resultar decepcionantes.

Cuando hubo terminado, dejó el punzón manchado de tinta y de sangre sobre el escritorio, hincó la rodilla delante de Marit y la rodeó con sus brazos. Los dos juntaron sus frentes, runa contra runa, y los círculos de sus seres se fundieron en uno. Marit soltó una exclamación de asombrado placer y se entregó en sus brazos, rendida y temblorosa. Él se sintió complacido con ella y continuó estrechándola hasta que Marit recuperó la calma. Entonces, llevó una mano a su barbilla y la miró a los ojos.

—Ahora somos uno. Aunque estemos separados, nuestros pensamientos volarán al otro con sólo desearlo.

La retuvo con sus manos y con sus ojos. Ella estaba transfigurada, extasiada. Su carne era tierna y moldeable bajo los poderosos dedos de su señor. La patryn tenía la sensación de que todos sus huesos se habían disuelto bajo las manos y la mirada de Xar.

—Tú amaste a Haplo, en otra época —murmuró él con voz afable.

Marit no supo qué responder y bajó la cabeza en un gesto silencioso y avergonzado de asentimiento.

—Yo también, hija —continuó Xar en el mismo tono—. Yo también. Eso será un vínculo entre nosotros.

Y, si decido que Haplo debe morir, tú serás quien le quite la vida.

Ella levantó el rostro.

—Sí, mi Señor.

—Te has dado mucha prisa en contestar. —Xar la estudió con expresión dubitativa—. Tengo que estar seguro. ¿Hiciste el amor con él y, sin embargo, estás dispuesta a matarlo…?

—Hicimos el amor, sí. Y tuve un hijo suyo. Pero si mi Señor lo ordena, lo mataré.

Marit hizo su declaración con voz tranquila y firme. Xar no percibió la menor vacilación en su ánimo, la menor tensión en su cuerpo. No obstante, de pronto, la patryn tuvo una sospecha. Quizá todo aquello era un modo de someterla a prueba…

—Mi Señor… —dijo entonces, rodeando las manos de Xar con las suyas—, no habré incurrido en tu desaprobación, ¿verdad? No dudarás de mi lealtad…

—No, hija mía… o, mejor dicho, esposa mía —se corrigió Xar con una sonrisa.

Ella besó las manos que tenía entre las suyas.

—No, esposa mía. Tú eres la más indicada. He visto el fondo del corazón de Haplo. Él te ama. Tú y sólo tú, entre nuestra gente, puedes penetrar en el círculo de su ser. Haplo confiará en ti allí donde no confiaría en nadie más. Y tendrá reparos en hacerte daño, por ser la madre de su hijo.

—¿Él conoce la existencia de ese hijo? —preguntó Marit, incrédula.

—Sí —confirmó Xar.

—¿Cómo es posible? Abandoné a Haplo sin decírselo. Y nunca se lo he contado a nadie.

—Alguien lo descubrió. —Xar formuló su siguiente pregunta con expresión ceñuda—: ¿Dónde está ese hijo, por cierto?

Marit tuvo de nuevo la sensación de estar siendo sometida a prueba, pero sólo podía dar una respuesta, y era la verdad. Se encogió de hombros.

—No tengo idea. Entregué el bebé a una tribu de pobladores.[7]

La expresión de Xar se relajó.

—Una decisión muy sensata. —Xar se desasió del abrazo y se puso en pie—. Es hora de que partas para Ariano. Nos comunicaremos a través de la unión de runas. Me informarás de tus descubrimientos. Sobre todo, deberás mantener en secreto tu llegada a ese mundo. No permitas que Haplo sepa que lo estamos observando. Si decido que debe morir, tendrás que pillarlo por sorpresa.

—Sí, Señor mío.

—«Esposo mío», Marit —corrigió él con un tonillo burlón—. Tienes que llamarme «esposo».

—Es demasiado honor para mí, Se…, esp…, esposo —balbuceó, alarmada ante la dificultad con que había conseguido que sus labios formasen la palabra.

Xar le pasó la mano por la frente.

—Oculta la unión de runas. Si Haplo la viera, reconocería mi marca y sabría de inmediato que tú y yo nos hemos convertido en uno. Entonces, sospecharía.

—Sí, mi Se…, esposo mío.

—Adiós pues, esposa. Infórmame desde Ariano tan pronto como tengas ocasión.

Marit no se sorprendió por la fría y brusca despedida de su reciente marido.

La patryn era lo bastante despierta como para darse cuenta de que la unión de sus runas había sido un recurso de conveniencia para facilitar el envío de informes a su señor desde un mundo lejano. Con todo, estaba satisfecha y complacida. Aquello era una muestra de la fe que Xar tenía en ella. Estaban unidos de por vida y, gracias al intercambio de magia, ahora podían comunicarse a través de los círculos combinados de sus seres. Tal intimidad tenía sus ventajas, pero también sus desventajas… en especial para los patryn, con su tendencia a la soledad y a la introspección y con su rechazo a permitir que ni sus más íntimos se entremetieran en sus pensamientos y emociones privadas.

Pocos patryn llegaban alguna vez a unir sus runas de manera formal. La mayoría se limitaba, simplemente, a compartir el círculo de sus seres.[8] Xar había otorgado un gran honor a Marit. Le había impuesto su marca[9] y todo el que la viera sabría que los dos se habían unido. Haberse convertido en su esposa aumentaría su consideración entre los patryn. A la muerte de Xar, podría optar al liderazgo de su pueblo.

En favor de Marit, debe decirse que no pensaba en nada de ello. La patryn estaba conmovida, honrada, desconcertada y abrumada, incapaz de experimentar nada salvo un ilimitado amor a su señor. Deseaba que éste viviera eternamente para poder servirle para siempre. Su único pensamiento era complacerlo.

La piel de la frente le ardía de escozor y aún notaba el tacto de la mano nudosa en su pecho desnudo. El recuerdo de aquel dolor y de la caricia la acompañaría el resto de sus días.

Marit abordó la nave y abandonó Abarrach con rumbo a la Puerta de la Muerte. En ningún momento le pasó por la cabeza informar a Xar de la conversación entre los dos lázaros. Con la emoción, se había olvidado por completo del asunto.

En Necrópolis, en su estudio, Xar tomó asiento frente al escritorio y retomó la lectura de uno de los textos sartán sobre necromancia. Se sentía de buen humor. Era estimulante sentirse adorado, venerado, y había visto adoración y veneración en la mirada de Marit.

La mujer había estado enteramente a sus órdenes en todo instante, pero ahora lo estaba doblemente, unida a él en cuerpo y mente. Marit se abriría a él por completo, como tantos otros habían hecho antes. Sin embargo, por lo que respecta a Xar, él mismo era la ley, y había descubierto que unir runas le abría los secretos de muchos corazones. En cuanto a revelar sus secretos a otros, Xar tenía demasiada disciplina mental como para permitir que sucediera tal cosa. Sólo revelaba de sí mismo lo que estimaba necesario, y ni un ápice más.

Estaba tan satisfecho con Marit como lo habría estado con cualquier arma nueva que cayera en sus manos. La patryn haría con presteza todo lo que fuera preciso, aunque se tratara de dar muerte al hombre que una vez había amado.

Y Haplo moriría sabiendo que había sido traicionado.

—Así, tendré mi venganza —masculló el Señor del Nexo.