ABARRACH
El viejo estaba acurrucado en la celda. Tenía un aspecto patético y macilento. En el momento en que un alarido explosivo de tormento insoportable surgió de los labios de Samah, el viejo se estremeció y se llevó a los ojos la punta de su barba cana amarillenta. Xar lo observó desde las sombras y llegó a la conclusión de que aquel despojo sartán se desmoronaría en un amasijo tembloroso si le daba un puntapié.
Xar se acercó a la puerta y, con un gesto, indicó a Marit que utilizara la magia rúnica para disolver los barrotes.
Las ropas empapadas del viejo se adherían a su cuerpo, lastimosamente flaco. El cabello le caía por la espalda en una masa goteante y el agua también rezumaba de su barba desordenada. Sobre el lecho de piedra, a su lado, había un ajado sombrero puntiagudo. Según todas las apariencias, el viejo había intentado escurrir el agua del sombrero, que ofrecía un aspecto retorcido y maltratado. Xar observó el sombrero con suspicacia, pensando que podía ser una fuente oculta de poder, y recibió la extraña impresión de que el sombrero estaba resentido del trato.
—Ése que oyes gritar es tu amigo —comentó Xar con despreocupación, al tiempo que tomaba asiento junto al prisionero con buen cuidado de no mojarse.
—Pobre Samah —dijo el viejo, temblando—. Algunos dirían que tiene su merecido, pero —su tono se hizo más suave— sólo hizo lo que creía que era más acertado. Lo mismo que tú, Señor del Nexo.
El prisionero levantó la cabeza y lanzó una penetrante mirada a Xar con una mueca de astucia desconcertante.
—Lo mismo que tú —repitió—. ¡Ah!, si hubieras sido más razonable… Si él hubiera sido más razonable… —inclinó la cabeza en dirección a los gritos y emitió un leve suspiro.
Xar frunció el entrecejo. No era así como había previsto que se desarrollaran las cosas.
—Eso mismo te espera a ti dentro de poco, Zifnab.
—¿Dónde…? —El viejo miró alrededor con curiosidad.
—¿Dónde, que? —Xar estaba irritándose por momentos.
—¿Zifnab? Creía… —el prisionero parecía profundamente ofendido—, creía que ésta era una celda privada.
—No intentes uno de tus trucos conmigo, viejo estúpido. No me dejaré engañar… como le sucedió a Haplo.
Los gritos de Samah cesaron por un instante; luego, se reanudaron. El viejo miraba a Xar con cara inexpresiva, aguardando a que el Señor del Nexo continuara.
—¿Quién? —inquirió por último.
Xar estuvo tentado de empezar a torturarlo allí mismo y sólo logró contenerse gracias a un poderoso esfuerzo de voluntad.
—Haplo. Lo conociste en el Nexo, junto a la Última Puerta, la que conduce al Laberinto. Alguien te vio y te escuchó allí, de modo que no te hagas el tonto.
—¡Yo nunca me hago el tonto! —El prisionero se irguió con arrogancia—. ¿Quién me vio?
—Un niño, un tal Bane. ¿Qué sabes de Haplo? —inquinó Xar.
—Haplo… Sí, me parece que recuerdo… —El viejo dio nuevas muestras de inquietud y alargó una mano mojada y temblorosa—. ¿Un tipo bastante joven, con tatuajes azules, al que acompaña un perro?
—Sí —masculló Xar—, ése es Haplo.
El viejo agarró la mano de Xar y la estrechó calurosamente.
—Haz el favor de darle recuerdos míos…
Xar apartó la mano al instante y dirigió la vista hacia ella; percibió con disgusto la debilidad de los signos allí donde el agua de Chelestra había tocado la piel.
—De modo que he de darle a Haplo, un patryn, recuerdos de un sartán… —Se secó la mano en la ropa y añadió—; Así pues, mi enviado es un traidor, como vengo sospechando desde hace mucho tiempo.
—No, Señor del Nexo, te equivocas —replicó el prisionero en tono franco y bastante apenado—. De todos los patryn, Haplo es el más leal a ti. Él os salvará a ti y a tu pueblo, si le concedes la oportunidad.
—¿Que él me salvará? ¿A mí? —Xar se quedó boquiabierto de asombro. Por fin, sonrió tétricamente—. Será mejor que se preocupe de salvarse a sí mismo. Lo mismo que deberías hacer tú, sartán. ¿Qué sabes de la Séptima Puerta?
—La ciudadela—dijo el viejo.
—¿Qué? —Inquirió Xar con fingida despreocupación—. ¿Qué has dicho de la ciudadela?
El prisionero abrió la boca, dispuesto a responder, cuando de pronto soltó un grito de dolor, como si hubiera recibido una patada.
—¿Por qué has hecho eso? —exclamó, volviéndose en redondo y dirigiéndose al vacío—. No he dicho nada que… Bueno, por supuesto, pero pensaba que tú… ¡Oh, muy bien!
Con gesto mohíno, se volvió otra vez y dio un respingo al ver a Xar.
—¡Oh, hola! ¿Nos han presentado?
—¿Qué has dicho de la ciudadela? —repitió Xar. El Señor del Nexo tenía la certeza de haber oído algo acerca de una ciudadela, pero no era capaz de recordar qué.
—¿La ciudadela? ¿Qué ciudadela? —El anciano prisionero parecía desconcertado.
Xar emitió un suspiro.
—Te he preguntado por la Séptima Puerta y tú has mencionado la ciudadela.
—Pero no está ahí. Rotundamente, no —aseguró el viejo con un enérgico gesto de cabeza. Ganó tiempo dirigiendo la mirada con aire nervioso a todos los rincones de la celda y, por fin, añadió en voz alta—: Lo lamento por Bane.
—¿Qué hay de Bane? —quiso saber Xar, entrecerrando los ojos.
—Ha muerto, ¿sabes? Pobre chiquillo.
Xar se quedó sin habla, tan grande fue su sorpresa. El prisionero continuó desvariando:
—Hay quien diría que no tenía la culpa de ser como era, teniendo en cuenta cómo fue criado y todo eso. Una infancia desdichada y sin amor, un padre que era un hechicero malévolo… El pequeño no tenía la menor posibilidad. ¡Esa historia no me convence! —El viejo parecía terriblemente acalorado—. Ahí está el problema del mundo. Ya nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad de sus actos. Adán culpa del incidente de la manzana a Eva. Ella dice que obró por influencia de la serpiente. La serpiente dice que, en primer lugar, la culpa es de Dios por poner el árbol allí. ¿Lo ves? Nadie quiere asumir su responsabilidad.
De alguna manera, Xar había perdido el control de la situación. Ni siquiera disfrutaba ya con el eco de los gritos de Samah.
—¿Qué hay de Bane? —insistió.
—¡Y tú! —Gritó el viejo, sin hacerle caso—. Has fumado cuarenta paquetes de cigarrillos al día desde que cumpliste los doce y ahora culpas a un anuncio de producirte cáncer de pulmón.
—¡Eres un chiflado delirante! —Xar empezó a dar media vuelta—. Mátalo —ordenó a Marit—. No sacaremos nada más de este idiota mientras siga vivo…
—¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Bane. —El viejo suspiró y movió la cabeza. Volvió la vista hacia Marit y añadió—: ¿Quieres que te cuente algo de él, querida?
Marit guardó silencio y miró a Xar, quien asintió.
—Sí —dijo entonces la patryn, tomando asiento a regañadientes junto al prisionero.
—Pobre Bane —suspiró éste—. Pero todo fue para bien. Ahora habrá paz en Ariano. Y muy pronto los enanos pondrán en funcionamiento la Tumpa-chumpa…
Xar ya había oído suficiente y abandonó la celda como una tromba. Notaba una furia casi irracional, una sensación que no le agradó. Se obligó a pensar con lógica, y la llamarada de cólera se mitigó como si alguien hubiera cerrado uno de los chorros de gas que proveían de luz a aquel palacio, oscuro como una tumba. Ya fuera, llamó a Marit con un gesto.
La patryn dejó la compañía del viejo y éste, en su ausencia, continuó hablándole a su sombrero.
—No me gusta eso que he oído sobre Ariano —dijo Xar en voz baja—. No creo lo que dice ese viejo bobo y senil, pero hace mucho tiempo que tengo la sensación de que algo anda mal. Ya debería tener noticias de Bane. Viaja a Ariano, hija, y averigua qué está pasando. ¡Pero abstente de intervenir en nada! ¡Y no te des a conocer… a nadie!
Marit hizo un breve gesto de asentimiento.
—Haz los preparativos para la marcha y luego ven a mis aposentos para recibir las instrucciones finales —continuó el Señor del Nexo—. Utilizarás mí nave. ¿Sabrás pilotarla a través de la Puerta de la Muerte?
—Sí, mi Señor —respondió Marit—. ¿Deseas que envíe a alguien aquí abajo para ocupar mi lugar?
Xar reflexionó unos instantes.
—Manda a uno de los lázaros. Pero que no sea Kleitus —se apresuró a añadir—. Cualquier otro. Tal vez, tenga que hacerle alguna consulta cuando proceda a resucitar el cuerpo de Samah.
—Sí, mi Señor. —Con una respetuosa reverencia, Marit se marchó.
Xar permaneció donde estaba, con la vista fija en la celda de Zifnab. El prisionero parecía haberse olvidado de la existencia del patryn y se mecía de un lado a otro, haciendo chasquear los dedos mientras canturreaba por lo bajo: «Soy un bluesman, ba-dop, daba-dop, daba-dop, ba-dop. Sí, soy un bluesman…».
Xar repuso los barrotes en la entrada de la mazmorra con torvo placer.
—Viejo estúpido, tu cadáver revivido me dirá quién eres de verdad. Y me dirá la verdad acerca de Haplo.
El patryn desanduvo sus pasos por el corredor hacia la celda de Samah. Los gritos habían cesado temporalmente. La serpiente dragón estaba asomada a través de los barrotes. Xar se le acercó por detrás.
Samah yacía en el suelo y parecía al borde de la muerte; su piel había adquirido un color arcilloso y brillaba por el sudor. Su respiración era espasmódica. Su cuerpo seguía contorsionándose y sacudiéndose.
—Lo estás matando —apuntó Xar.
—Ha resultado ser más débil de lo que había creído, Señor —dijo Sang-drax en tono de disculpa—. En fin, podría secarlo y permitirle que se curase a sí mismo. Incluso así seguiría muy débil, probablemente demasiado como para intentar escapar. De todos modos, correríamos cierto riesgo…
—No. —Xar empezaba a estar harto—. Necesito la información. Reanímalo lo suficiente como para que pueda hablar con él.
Los barrotes de la celda se disolvieron. Sang-drax entró en la mazmorra y sacudió a Samah con la puntera de la bota. El sartán se encogió con un gemido. Xar se acercó, hincó la rodilla junto al cuerpo de Samah y, tomando entre ambas manos la cabeza del sartán, la levantó del suelo. El gesto no tuvo nada de delicado: las largas uñas se clavaron en la grisácea carne de Samah y dejaron unos relucientes regueros de sangre.
El sartán abrió los ojos— los volvió hacia el Señor del Nexo y se estremeció de terror, pero su mirada no mostraba el menor indicio de reconocimiento. Xar le sacudió la cabeza y clavó los dedos hasta el hueso.
—¡Reconóceme! ¡Recuerda quién soy!
La única reacción de Samah fue un jadeo, un intento de encontrar aire. Su garganta emitió un barboteo. Xar reconoció los síntomas.
—¡La Séptima Puerta! ¿Dónde está la Séptima Puerta?
A Samah casi se le salieron los ojos de las órbitas.
—No fue nuestra intención… Muerte… ¡Caos! ¿Qué… fue mal…?
—¡La Séptima Puerta! —insistió Xar.
—Desaparecida. —Samah cerró los párpados y balbuceó, febril—: Desaparecida. Nos deshicimos… de ella. Nadie sabe… Los rebeldes… Podrían intentar… perturbar… Nos deshicimos de…
Un borbotón de sangre asomó entre los labios de Samah. Su mirada se perdió en el vacío, fija con horror en algo que sólo el sartán podía ver.
Xar dejó caer la cabeza, que cayó sin oponer resistencia y golpeó el suelo de piedra con un ruido seco. El patryn posó una mano sobre el inerte pecho de Samah y le buscó el pulso en la muñeca con los dedos de la otra. Nada.
—Está muerto —anunció con frialdad, presa de una expectación contenida—, Y sus últimos pensamientos han sido para la Séptima Puerta. Deshacerse de la Puerta, ha dicho. ¡Qué absurdo! Ha demostrado ser más poderoso que tú, Sang-drax. El sartán ha tenido fuerzas para mantener su discurso hasta el final. ¡Y ahora, deprisa!
Xar arrancó a jirones las ropas mojadas del sartán hasta dejar al descubierto su torso. Sacó una daga cuya hoja llevaba grabadas unas runas, apoyó su aguda punta sobre el corazón de Samah y cortó la piel. La sangre, caliente y carmesí, manó bajo la afilada hoja del arma. Xar empleó la daga para trazar las runas de la nigromancia en la carne muerta de Samah con gestos rápidos y seguros, repitiendo los signos mágicos en un murmullo inaudible al tiempo que los dibujaba en el cadáver.
La piel se enfrió bajo la mano del Señor del Nexo y la sangre fluyó con menos fuerza. La serpiente dragón permanecía en las proximidades, observando la escena con una sonrisa en su ojo bueno. Xar no levantó la vista de su trabajo. Al oír unas pisadas que se aproximaban, se limitó a decir:
—¿Lázaro? ¿Estás ahí?
—Aquí estoy —anunció una voz.
—… aquí estoy —repitió el eco susurrante.
—Excelente.
El Señor del Nexo se relajó. Tenía las manos bañadas en sangre; la daga también estaba empapada en ella. Colocó la diestra sobre el corazón de Samah y pronunció una palabra. La runa del corazón emitió un brillo azulado. Con la velocidad del rayo, la magia se extendió del signo mágico del corazón a otro contiguo, y de éste al siguiente, y muy pronto el resplandor azulado parpadeaba por todo su cuerpo.
Una forma fantasmagórica, luminosa, se hizo corpórea cerca del cuerpo, como una sombra del sartán compuesta de luz y no de oscuridad. Xar exhaló un jadeo tembloroso de asombro y temor. Aquella pálida imagen era el fantasma, la parte etérea e inmortal de todo ser viviente, lo que los mensch llamaban «el alma».
El fantasma intentó alejarse del cuerpo, liberarse de él, pero estaba atrapado en el envoltorio de carne helada y ensangrentada y no podía hacer otra cosa que agitarse en una agonía comparable a la experimentada por el cuerpo cuando, aún vivo, lo habían sometido al tormento.
De pronto, el fantasma desapareció. Xar torció el gesto pero, al momento, apreció cómo los ojos muertos se iluminaban patéticamente desde dentro. El espíritu se había unido por un instante con el cuerpo y había producido en éste un remedo de auténtica vida.
—¡Lo he hecho! —Exclamó Xar con júbilo—. ¡Lo he hecho! ¡He devuelto a la vida a un muerto!
Pero ¿qué hacer con él, ahora? El Señor del Nexo no había visto resucitar a nadie; su única referencia al respecto era la descripción que le había hecho Haplo y éste, pasmado y trastornado, había sido muy sucinto en su exposición.
El cadáver de Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con el cuerpo muy erguido. Se había convertido en un lázaro.
Sobresaltado, Xar retrocedió un paso. Las runas de su piel emitieron un intenso fulgor rojo y azul. Los lázaros son seres poderosos que regresan a la vida con un odio terrible por todos los seres vivos. El lázaro tiene la fuerza de quien es insensible al dolor y a la fatiga.
Desnudo, con el cuerpo cubierto de sangrientos trazos de signos mágicos patryn, Samah miró a su alrededor con aire confuso mientras sus ojos muertos se iluminaban esporádicamente con una penosa imitación de vida cada vez que el fantasma se colaba en el cuerpo por unos instantes.
Emocionado por su logro, admirado de lo que había hecho, Xar necesitó tiempo para pensar, para tranquilizarse.
—Dile algo, lázaro. Háblale.
Con una mano temblorosa de excitación, el Señor del Nexo hizo un gesto al recién llegado y se retiró contra una pared lejana para observar la escena y gozar de su triunfo.
El lázaro se adelantó, obediente. Antes de su muerte —que sin duda había sido violenta, a juzgar por las terribles marcas aún visibles en el gaznate del cadáver—, el hombre era joven y bien parecido. Xar apenas le prestó atención, salvo una breve mirada para asegurarse de que no era Kleitus.
—Tú eres uno de los nuestros —dijo el lázaro a Samah—. Eres un sartán.
—Lo soy…. lo era —dijo la voz del cadáver.
—… lo soy…, lo era —repitió el eco lúgubre del fantasma atrapado.
—¿Por qué viniste a Abarrach?
—Para aprender nigromancia.
—Viniste aquí, a Abarrach, para aprender el arte de la nigromancia. Para usar a los muertos como esclavos de los vivos.
—Sí, eso hice.
—Pero ahora conoces el odio que los muertos sienten por los vivos, que los mantienen sometidos. Porque te das cuenta de ello, ¿verdad? Te das cuenta… La libertad…
El fantasma se agitó con furia en un vano intento de escapar. El odio en la expresión del cadáver cuando volvió sus ojos ciegos —y, a la vez, terriblemente penetrantes— hacia Xar hizo que incluso el patryn palideciera.
—Tú, lázaro —interrumpió con aspereza el Señor del Nexo—, ¿cómo te llamabas?
—Jonathon.
—Jonathon, pues. —El nombre le recordaba algo a Xar, pero no consiguió concretar qué—. Ya basta de hablar de odio. Ahora, vosotros los lázaros estáis libres de las debilidades de la carne que conocíais cuando estabais vivos. Y sois inmortales. Es un gran don el que nosotros, los vivos, os hemos otorgado…
—Un don que compartiríamos contigo gustosamente —replicó el lázaro de Samah con voz grave y pesarosa.
—… gustosamente —repitió el eco aciago.
Xar se sentía irritado, y el resplandor de las runas que despedía su cuerpo se intensificó.
—No me hagas perder más tiempo. Hay muchas preguntas que deseo hacerte, Samah. Muchas cuestiones para las que quiero respuesta. Pero la primera, la más importante, es la que te hice antes de que murieras. ¿Dónde está la Séptima Puerta?
El cadáver contrajo sus facciones; su cuerpo se estremeció. El fantasma asomó a través de los ojos sin vida con una especie de terror.
—No voy a… —Los labios amoratados se movieron, pero no salió de ellos sonido alguno—. No voy a…
—¡Claro que sí! —replicó Xar con severidad, aunque no estaba muy seguro de qué hacer. ¿Cómo se amenaza a un ser que no siente dolor y que desconoce el miedo? Frustrado, se volvió hacia Jonathon—. ¿Qué significa este desafío? Vosotros, los sartán obligabais a los muertos a revelaros sus secretos. Lo sé porque me lo dijo el propio Kleitus, además de mi siervo, que estuvo aquí antes de mi llegada.
—Este sartán era un ser de poderosa voluntad cuando vivía —contestó el lázaro—. Quizá lo has resucitado demasiado pronto. Sí hubieras dejado reposar el cuerpo durante los tres días preceptivos, el fantasma habría abandonado el cuerpo y así el alma, la voluntad, habría dejado de obrar efecto sobre lo que hacía el cuerpo. Pero ahora el ánimo desafiante con el que murió aún permanece en él.
—Pero ¿responderá a mis preguntas? —insistió Xar con creciente frustración.
—Sí. Con el tiempo —repuso Jonathon, y el eco de su voz sonó cargado de pesadumbre—. Con el tiempo olvidará todo lo que, en vida, tuvo importancia para él. Finalmente, sólo conocerá el odio amargo hacia quienes aún viven.
—¡Tiempo! —Xar hizo rechinar los dientes—. ¿Cuánto tiempo? ¿Un día? ¿Quince?
—No puedo decirte…
—¡Bah! —Xar se adelantó hasta situarse directamente delante de Samah—. ¡Respóndeme! ¿Dónde está la Séptima Puerta? ¿Qué te importa eso, ahora? —añadió en tono halagador—. Ya no significa nada para ti. Sólo me desafías porque es lo único que aún te acuerdas de hacer.
La luz parpadeó de nuevo en los ojos inertes.
—Nos deshicimos… de ella…
—¡Imposible! —Xar estaba perdiendo la paciencia. Aquello no estaba dando el resultado previsto. Había sido demasiado impaciente. Debería haber esperado. La próxima vez, lo haría. Sí, cuando diera cuenta de su siguiente víctima: el viejo—. Deshacerse de ella no tiene sentido. Seguro que la guardaríais donde pudierais utilizarla de nuevo si era preciso. Tal vez tú mismo la usaste… ¡para abrir la Puerta de la Muerte! Dime la verdad. ¿Tiene alguna relación con una ciudadela…?
—¡Amo!
El grito de alarma llegó del pasadizo. Xar volvió la cabeza bruscamente hacia el sonido.
—¡Amo! —Era Sang-drax quien llamaba, gesticulante, desde el fondo del corredor—, ¡Ven enseguida! ¡El viejo…!
—¿Ha muerto? —Gruñó Xar—. No importa. Ahora, déjame que siga…
—Muerto, no. ¡Ha desaparecido! ¡Se ha esfumado!
—¿Qué broma es ésa? ¡No puede ser! ¿Cómo iba a escaparse?
—No lo sé, Señor del Nexo. —El susurro sibilante de Sang-drax vibró con una furia que sobresaltó al propio Xar—. ¡Pero no está! Ven a comprobarlo tú mismo.
No había otro remedio. Xar dirigió una última mirada funesta a Samah, que parecía completamente ajeno a cuanto estaba sucediendo, y se apresuró pasadizo adelante.
Cuando el Señor del Nexo hubo salido, cuando su voz se alzó, estridente y furiosa, desde el otro extremo del bloque de mazmorras, Jonathon habló en un susurro apaciguador.
—Ahora ves. Ahora entiendes.
—¡Sí! —El fantasma se asomó a través de los ojos muertos con desesperación, como el cuerpo se había asomado entre los barrotes de la celda cuando aún estaba con vida—. Ahora veo. Ahora entiendo.
—Siempre supiste la verdad, ¿no es cierto?
—¿Cómo podía aceptarla? Teníamos que parecer dioses. ¿En que podía convertirnos la verdad?
—En mortales. Lo que erais.
—Demasiado tarde. Todo está perdido. Todo está perdido.
—No. La Onda se corrige. Descansa en ella. Relájate. Flota con ella y deja que te transporte.
El fantasma de Samah pareció titubear. Se introdujo en el cuerpo y volvió a salir de él, pero todavía no pudo escapar.
—No puedo. Debo quedarme. Tengo que aferrarme…
—¿Aferrarte a qué? ¿Al odio? ¿Al miedo? ¿A la venganza? Reposa. Descansa en la Onda. Nota cómo te eleva.
El cadáver de Samah permaneció sentado sobre la dura piedra. Los ojos contemplaron a Jonathon.
—¿Podrán perdonarme…? —musitó.
—¿Puedes perdonarte a ti mismo? —replicó el lázaro con suavidad.
El cuerpo de Samah, con la carne cenicienta y cubierta de sangre, se tendió lentamente sobre el lecho de piedra y, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil. Los ojos se apagaron hasta quedar desprovistos de cualquier chispa de vida.
Jonathon alargó la mano y le cerró los párpados.
Xar contempló la entrada de la celda de Zifnab con resquemor, sospechando algún truco. Novio nada. Ni rastro del viejo sartán empapado y abatido.
—¡Dame esa antorcha! —ordenó, mirando a un lado y otro con irritada frustración.
El Señor del Nexo disolvió los barrotes de la mazmorra con un gesto impaciente, penetró en la celda y escrutó a la luz de la antorcha cada rincón del recinto.
—¿Qué imaginas que vas a encontrar, mi Señor? —refunfuñó Sang-drax—. ¿Acaso crees que el viejo está jugando al escondite? ¡Te digo que ha desaparecido!
A Xar no le gustó el tono de la serpiente dragón. Se volvió y sostuvo la tea de modo que su luz llameara justo frente al único ojo útil de la criatura.
—Si ha escapado, es culpa tuya. Tú eras el encargado de su custodia. ¡El agua del mar de Chelestra…! —añadió, en tono irónico—. Decías que los privaba de sus poderes… ¡Es evidente que no!
—¡Te aseguro que lo hacía! —murmuró Sang-drax.
—Pero no podrá ir muy lejos —prosiguió Xar, pensativo—. Tenemos guardias apostados a la entrada de la Puerta de la Muerte.
El viejo…
De repente, la serpiente dragón soltó un siseo, un silbido de furia que pareció rodear a Xar con sus anillos y estrujarlo hasta dejarlo sin aliento. Sang-drax señaló el lecho de piedra con una mano cubierta de falsas runas.
—¡Ahí, ahí! —fue lo único que alcanzó a articular entre gorgoteos.
Xar movió la antorcha para iluminar el lugar que indicaba y captó un destello, un reflejo producido por algo colocado sobre la piedra. Alargó la mano, lo recogió y lo sostuvo a la luz de la tea.
—Sólo es una escama…
—¡Una escama de dragón! —Sang-drax la observó con aborrecimiento y no hizo el menor ademán de tocarla.
—Es posible. —Xar no se mostró tan seguro—. Hay muchos reptiles que tienen escamas, y no todos ellos son dragones. ¿Y qué? Esto no tiene nada que ver con la desaparición del viejo. Debe de llevar siglos aquí…
—Seguro que tienes razón, Señor del Nexo. —De pronto, la voz de Sang-drax había adquirido un tono de indiferencia y desinterés, aunque su ojo bueno permaneció fijo en la escama—. ¿Qué relación podría haber entre un dragón, uno de mis primos, por ejemplo, y ese viejo chiflado? Iré a alertar a la guardia.
—Soy yo quien da las órdenes… ——empezó a decir Xar, pero era desperdiciar saliva.
Sang-drax se había esfumado.
Colérico, el Señor del Nexo echó una nueva mirada en torno a la mazmorra vacía al tiempo que notaba bajo la piel un hormigueo, una inquietud perturbadora como nunca había experimentado.
—¿Qué está sucediendo aquí? —se vio obligado a mascullar. Y el mero hecho de tener que hacerse aquella pregunta indicó al Señor del Nexo que había perdido el control.
Xar había conocido el miedo muchas veces en su vida. Lo conocía cada vez que se introducía en el Laberinto, pero a pesar de todo era capaz de entrar; era capaz de dominar el miedo y utilizarlo, de canalizarlo para usar su energía en la auto conservación, porque sabía que dominaba la situación. Quizás ignorase qué enemigo en concreto iba a enviarle el Laberinto, pero conocía todas las clases de enemigo que existían allí y sabía todos sus puntos fuertes y sus debilidades.
En cambio, esta vez… ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo había podido escapar aquel viejo atontado? Y otra cosa aún más importante, ¿de qué tenía miedo Sang-drax? ¿Qué le ocultaba la serpiente dragón?
Haplo no confiaba en ellas, se dijo mientras dirigía una mirada colérica a la escama que sostenía en la mano. «Me avisó que desconfiara de ellas —continuó pensando, ceñudo—. Y lo mismo me recomendó ese estúpido que acabo de resucitar en la otra celda. No es que esté dispuesto a creer cualquier cosa de ninguno de los dos, pero empiezo a sospechar que esas serpientes dragón tienen sus propios objetivos, que tal vez coincidan con los míos o tal vez no.»
«Sí, Haplo me previno contra ellas pero ¿y si lo hizo sólo para disimular que, en realidad, está aliado con ellas? Una vez lo llamaron "amo"; él mismo me lo contó.[5] Y Kleitus también habla con ellas. Tal vez todos ellos se han conjurado contra mí.»
Xar contempló de nuevo la celda. La luz de la antorcha empezaba a vacilar; las sombras se hicieron más oscuras y comenzaron a cerrarse a su alrededor. Al patryn le resultaba indiferente que hubiera luz o no. Los signos mágicos tatuados en su cuerpo podían compensar su ausencia e iluminar las tinieblas, si quería. No le gustaba aquel mundo; en Abarrach se sentía permanentemente asfixiado, sofocado. El aire era nocivo y, aunque su magia anulaba los efectos tóxicos, era incapaz de eliminar la pestilencia de los vapores sulfurosos y de amortiguar el hedor a muerte.
—Tengo que ponerme en marcha, y pronto —murmuró entre dientes.
Empezaría por determinar la ubicación de la Séptima Puerta.
Abandonó la celda de Zifnab y, con paso rápido, regresó por el corredor hasta la celda de Samah. El lázaro Jonathon (¿dónde había oído aquel nombre?, se dijo Xar. En boca de Haplo, sin duda, pero ¿en qué contexto?) estaba en el pasadizo. El cuerpo del lázaro permanecía inmóvil, pero su fantasma se cernía, inquieto, en una actitud que a Xar le resultó sumamente desconcertante.
—Ya has cumplido tu propósito —le dijo—. Puedes irte.
El lázaro no respondió, ni puso reparos. Se limitó a marcharse.
Xar esperó hasta que hubo desaparecido por el pasadizo arrastrando los pies. A continuación, borró de su mente la perturbadora figura del lázaro y el asunto de Sang-drax y la escama de dragón y concentró la atención en lo importante: Samah.
El cuerpo yacía sobre el catre de piedra, donde parecía dormir apaciblemente. Al Señor del Nexo, aquello le resultó más irritante que nunca.
—¡Levántate! —ordenó enérgicamente—. Quiero hablar contigo.
El cadáver no se movió.
Una sensación de pánico atenazó el cuerpo de Xar al advertir que Samah tenía los ojos cerrados. El patryn no había visto ningún lázaro que deambulara con los ojos cerrados, igual que no lo hacían los vivos. Se inclinó sobre el cuerpo yaciente y levantó uno de los fláccidos párpados.
Nada le devolvió la mirada. Ninguna luz de vida espectral brilló levemente o titiló. Los ojos estaban vacíos. El fantasma se había marchado, había escapado.
Samah estaba libre.