CAPÍTULO 2

ABARRACH

Samah. Él, entre todas las espléndidas presas. Samah el sartán que había urdido todo el complot para separar el mundo. El sartán que había vendido tal idea a su pueblo. El sartán que había tomado en pago la sangre de los suyos y las de incontables miles de inocentes. El sartán que había encerrado a los patryn en la infernal prisión del Laberinto.

Y el sartán que, sin duda, conocía la localización de la Séptima Puerta, se dijo de pronto.

—No sólo eso —masculló Xar por lo bajo, mientras volvía la vista al libro una vez más—, sino que probablemente se negará a decirme dónde está o a contarme nada al respecto, —Xar se frotó las manos—. ¡Así tendré el inmenso placer de obligar a Samah a hablar!

En el palacio de piedra de Abarrach había mazmorras. Haplo había informado a Xar de su existencia, después de haber estado al borde de la muerte entre sus muros.

¿Para qué habían utilizado aquellas mazmorras los antiguos sartán? ¿Como prisiones para los mensch descontentos? ¿O tal vez los sartán habían intentado incluso alojar a los mensch allí abajo, lejos de la corrompida atmósfera de las cavernas de arriba, aquella atmósfera que emponzoñaba lentamente a todos los seres vivientes que los sartán habían llevado con ellos a aquel mundo? Según el informe de Haplo, allí abajo había otras estancias, además de celdas. Salas grandes, de tamaño suficiente para contener a gran número de personas. Unas runas sartán trazadas en el suelo mostraban el camino a aquellos que conocían los secretos de su magia.

En unos candelabros de pared ardían unas antorchas; a su luz, Xar distinguió aquí y allá los trazos de aquellas runas sartán. Pronunció una palabra —una palabra sartán— y observó cómo los signos mágicos cobraban vida con un débil resplandor; brillaban tenuemente durante unos instantes y volvían a apagarse, con su magia disgregada y agotada.

Xar se rió por lo bajo. Aquél era un juego que practicaba por todo el palacio y del cual nunca se cansaba. Las runas resultaban simbólicas: al igual que sucedía con la magia de aquellos signos mágicos, el poder de los sartán había brillado brevemente para luego apagarse, disgregado y agotado.

Tal como, ahora, moriría Samah. Xar se frotó las manos otra vez, con expectación.

En esta ocasión, las catacumbas estaban vacías. En los días anteriores a la creación accidental de los terribles lázaros, las dependencias habían sido empleadas para acoger a los muertos; es decir, a las dos clases de muertos: a los que habían sido reanimados y a los que aguardaban la resurrección. Allí se conservaban los cuerpos mientras transcurría el plazo de tres días que debía respetarse antes de proceder a devolverles la vida. Allí, también, se encontraban los esporádicos casos de muertos que, una vez reanimados, habían demostrado ser una molestia para los vivos. Uno de ellos había sido la propia madre de Kleitus.

Pero, ahora, las celdas estaban vacías. Todos los muertos habían sido liberados. Algunos, convertidos en lázaros; otros —como la reina madre—, fallecidos hacía demasiado tiempo como para resultar de utilidad a los lázaros, vagaban a su antojo por las estancias subterráneas. A la llegada de los patryn, estos muertos habían sido agrupados y encuadrados en ejércitos, que ahora aguardaban la llamada a la batalla.

Las catacumbas eran un lugar deprimente en un mundo de lugares deprimentes. A Xar no le había gustado en ningún momento la idea de descender allí abajo y, en realidad, no había vuelto a hacerlo desde su primera y breve visita de inspección. La atmósfera era cargada, rancia y gélida. El olor a podredumbre que impregnaba el aire resultaba fétido. Incluso podía captar su sabor. Las antorchas chisporroteaban y humeaban lánguidamente.

Sin embargo, en esta ocasión, Xar no se percató de ese sabor o, en cualquier caso, le dejó un regusto dulzón en la boca. Cuando emergió de los pasadizos en la zona de celdas, vio dos siluetas que lo observaban entre las sombras. Una de ellas correspondía a la mujer que le había anunciado la noticia, una joven llamada Marit, a quien había enviado por delante para que preparase su llegada. Aunque no la distinguía con claridad en aquella lóbrega penumbra, Xar la reconoció por el leve resplandor azulado de los signos mágicos de su piel, en permanente actividad para mantenerla con vida en aquel mundo de muertos vivientes.

Respecto a la otra silueta, la del hombre, Xar la reconoció precisamente porque no se apreciaba el menor resplandor en su piel. Por eso y por el hecho de que, en cambio, lo que brillaba en ella era uno de sus ojos, de un rojo encendido.

—Mi Señor… —Marit hizo una profunda reverencia.

—Mi Señor… —La serpiente dragón con forma humana saludó también con una venia, pero aquel único ojo rojo (el otro le faltaba) no perdió de vista a Xar ni un solo instante.

Al Señor del Nexo no le gustó aquello. No le agradaba el modo en que aquel ojo lo observaba siempre; parecía aguardar el momento en que bajara la guardia para atravesarlo con su roja mirada como si fuese una espada. Y tampoco le agradaba la risa secreta que estaba seguro de reconocer en aquel único ojo encarnado. Lo cierto era que la mirada de aquel ojo siempre resultaba obsequiosa y servil y que Xar nunca descubría tal risa secreta cuando lo observaba directamente, pero el Señor del Nexo tenía la permanente sensación de que el ojo emitía un destello burlón tan pronto como él apartaba la vista de la criatura.

Xar no dejaba traslucir jamás lo mucho que lo irritaba aquel ojo rojo, la incomodidad que le producía. Incluso había convertido a Sang-drax (el nombre mensch de la serpiente dragón) en su ayudante personal. Así Xar podía mantener la vigilancia sobre la criatura.

—Todo está dispuesto para tu visita, señor Xar. —Sang-drax pronunció las palabras con el más absoluto respeto—. Los prisioneros están en celdas separadas, como has ordenado.

Xar volvió la mirada hacia la hilera de celdas. Resultaba difícil distinguir algo a la débil luz de las antorchas, que también parecían sofocarse en aquel aire viciado. La magia patryn había podido iluminar aquel lugar nefasto con todo el brillo de un día en el soleado mundo de Pryan, pero los patryn habían aprendido por amarga experiencia que no se debía malgastar la magia en tales lujos. Además, después de su prolongada existencia en el peligroso mundo del Laberinto, la mayoría de los patryn se sentían más cómodos bajo la protección de la oscuridad.

El Señor del Nexo se mostró disgustado:

—¿Dónde está la guardia que he ordenado colocar? —Se volvió a Marit y añadió—: Esos sartán son peligrosos. Podrían ser capaces de liberarse de nuestros hechizos.

La mujer se giró hacia Sang-drax. Su mirada no fue amistosa; era evidente que Marit desconfiaba de la serpiente dragón y sentía aversión por la criatura.

—Yo quería hacerlo, mi Señor. Pero éste me lo ha impedido.

Xar dirigió una mirada ominosa a Sang-drax. La serpiente dragón con forma de patryn le dedicó una sonrisa de disculpa y extendió las manos. Runas patryn, similares en apariencia a las que tatuaban las manos de Xar y de Marit, adornaban el revés de aquéllas. Pero los signos mágicos de las manos de la criatura no resplandecían y, si otro patryn hubiera intentado descifrarlos, habría advertido que carecían de sentido. Aquellas runas eran un mero disfraz; no formaban ninguna estructura. Sang-drax no era ningún patryn.

De lo que Xar no estaba seguro era en dónde encajarlo. Sang-drax se llamaba a sí mismo «dragón», decía proceder del mundo de Chelestra y proclamaba que él y otros de su especie eran leales a Xar y sólo vivían para servir al Señor del Nexo y para apoyar su causa. Haplo se refería a aquellas criaturas como «serpientes dragón» e insistía en que eran seres traicioneros en quienes no se debía confiar.

Xar no tenía motivos para dudar del dragón, serpiente dragón o lo que fuera. Al servir a Xar, Sang-drax no hacía más que mostrar buen juicio. Con todo, al Señor del Nexo no le gustaba aquel ojo encendido, que no parpadeaba jamás, ni la risa burlona que nunca lograba ver pero que, estaba seguro, aparecería en la criatura tan pronto como le volviera la espalda.

—¿Por qué has contrariado mis órdenes? —quiso saber.

—¿Cuántos patryn serían necesarios para custodiar al gran Samah? —fue la respuesta de Sang-drax—. ¿Cuatro? ¿Ocho? ¿Bastaría con éstos? ¡Estamos hablando del sartán que obró la separación de los mundos!

—De modo que, como los guardianes no iban a ser de utilidad, has mandado retirarlos a todos… ¡Una decisión muy lógica! —exclamó Xar con un bufido.

Sang-drax captó la ironía del comentario y sonrió, pero recuperó inmediatamente la seriedad.

—Ahora, Samah está privado de sus poderes. En su estado actual, hasta un chiquillo podría vigilarlo.

—¿Está herido? —inquirió Xar con aire preocupado.

—No, mi Señor. Está mojado.

—¿Mojado?

—Es cosa del mar de Chelestra, mi Señor. Su agua anula los poderes mágicos de tu especie. —La voz de la serpiente dragón hizo especial hincapié en las dos últimas palabras.

—¿Y cómo ha sido que Samah se empapó de agua de ese mundo antes de penetrar en la Puerta de la Muerte?

—No sabría decirte, Señor del Nexo, pero ha resultado muy oportuno.

—¡Hum! De todos modos, Samah no tardará en secarse y entonces sí que serán precisos los guardias…

—Sería una pérdida, de tiempo y de energías, mi Señor Xar. Tu gente no es muy numerosa y tiene demasiados asuntos urgentes de suma importancia de que ocuparse. Los preparativos para tu viaje a Pryan…

—¡Ah! De modo que iré a Pryan, ¿no?

Sang-drax se mostró algo desconcertado.

—Creía que ésta era tu intención, mi Señor. Cuando tratamos el asunto, dijiste…

—Dije que estudiaría la idea de ir a Pryan, no que hubiera tomado la decisión. —Xar dedicó una mirada de severidad a la serpiente dragón—. Te noto insólitamente interesado en hacerme viajar a ese mundo en concreto. Me pregunto si tienes alguna razón especial para ello…

—Tú mismo has dicho, mi Señor, que los titanes de Pryan serían un formidable refuerzo para el ejército. Además, creo muy probable que pudieras encontrar la Séptima Puerta en…

—¿La Séptima Puerta? ¿Cómo te has enterado de su existencia?

Decididamente, Sang-drax dio muestras de perplejidad.

—Bueno… Kleitus me ha contado que la buscas, mi Señor.

—¿Eso ha hecho?

—Sí, mi Señor. Hace un momento.

—¿Y qué sabes tú de la Séptima Puerta?

—Nada, Señor, te lo aseguro…

—Entonces, ¿por qué hablas de ello?

—Ha sido el lázaro quien ha sacado el tema a colación. Yo sólo quería…

Xar rara vez se había sentido tan furioso. Parecía como si él fuese el único que no había oído hablar nunca de la Séptima Puerta. Muy bien, se dijo; aquello se acabaría enseguida.

—¡Ya basta! —Exclamó, al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a Marit—, Hablaremos de este asunto más tarde, Sang-drax. Cuando nos hayamos ocupado de Samah. Confío en que obtendré de él respuestas a mis preguntas. Y, respecto a los guardias…

—Permíteme que te sirva, mi Señor. Utilizaré mi propia magia para custodiar a los prisioneros. No necesitarás nada más.

—¿Insinúas que tu magia es más poderosa que la nuestra, que la magia patryn? —Xar hizo la pregunta en un tono ligero. Un tono peligroso, para quienes lo conocían.

Y Marit lo conocía. La patryn se apartó un par de pasos de la serpiente dragón.

—No es cuestión de cuál sea más poderosa, mi Señor —replicó Sang-drax humildemente—, pero afrontemos los hechos: los sartán han aprendido a defenderse de la magia patryn igual que vosotros, mi Señor, podéis defenderos frente a la suya. En cambio, los sartán no han aprendido a enfrentarse a nuestra magia. Como recordarás, mi Señor, los derrotamos en Chelestra…

—Por muy poco.

—Pero eso fue antes de que se abriera la Puerta de la Muerte. Ahora, nuestra magia es mucho más poderosa. —De nuevo, Xar percibió su amenazadora suavidad—. He sido yo quien ha capturado a esos dos.

Xar se volvió a Marit, que confirmó el hecho con un gesto de asentimiento.

—Sí —murmuró la patryn—. Él los trajo hasta nuestro puesto de guardia, a las puertas de Necrópolis.

El Señor del Nexo permaneció pensativo. Pese a las explicaciones de Sang-drax, a Xar no le gustaba el engreimiento implícito en la declaración de la serpiente dragón. Tampoco le gustaba tener que reconocer que la criatura tenía razón en parte. Samah. El gran Samah. ¿Quién entre los patryn podría custodiarlo con eficacia? «Sólo yo mismo», se dijo.

Sang-drax parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero Xar atajó sus intenciones con un gesto impaciente de su mano.

—Sólo hay un modo seguro de impedir que Samah escape, y es matarlo.

La serpiente dragón puso objeciones a tal propuesta:

—Pero, mi Señor, sin duda querrás sonsacarle información…

—Desde luego —asintió Xar, tranquilo y satisfecho—. Y la obtendré… ¡de su cadáver!

—¡Ah! —Sang-drax hizo una reverencia—. Has adquirido el arte de la nigromancia. Mi admiración por ti es ilimitada, Señor del Nexo.

La serpiente dragón se acercó un poco más con aire furtivo; su roja pupila brilló a la luz de una antorcha.

—Samah morirá como ordenas, mi Señor, pero… no hay necesidad de apresurarse. Creo que el sartán debería experimentar lo mismo que ha sufrido tu pueblo. Creo que deberías obligarlo a soportar una parte, al menos, del tormento que tu pueblo ha tenido que soportar.

—Sí —Xar tomó aire con un temblor en los labios—. ¡Sí, Samah sufrirá, te lo aseguro! Yo, personalmente…

—Permíteme, mi Señor —le rogó la serpiente dragón—. Tengo un talento bastante especial para esos asuntos. Tú limítate a observar y verás cómo quedas complacido. Si no es así, sólo tienes que ocupar mi lugar.

—Está bien. —Xar observó, con sorpresa, que la serpiente dragón casi jadeaba de impaciencia—. Pero antes quiero hablar con él. A solas —añadió cuando Sang-drax se aprestó a acompañarlo—. Tú espérame aquí. Marit me conducirá hasta él.

—Como desees, mi Señor. —La criatura disfrazada de patryn hizo una nueva reverencia y, al incorporarse, añadió en tono solícito—: Ten cuidado, mi Señor, de que no te alcance una gota de esa agua de mar.

Xar le lanzó una mirada furiosa. Después, desvió la vista, pero volvió a dirigirla hacía la criatura y, una vez más, le pareció advertir un destello de burla en aquel ojo encarnado.

El Señor del Nexo no replicó al comentario. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó, adentrándose en el pasadizo de celdas vacías. Marit avanzó a su lado. Los signos mágicos de los brazos y las manos de ambos patryn emitían un fulgor rojo azulado que era algo más que una mera respuesta a la atmósfera ponzoñosa de Abarrach.

—No confías en él, ¿verdad, hija?[3] —preguntó Xar a su acompañante,

—No me corresponde a mí confiar o desconfiar de aquel a quien mi Señor distingue con su favor —respondió Marit ceremoniosamente—. Si mi Señor confía en ese ser, yo acepto el juicio de mi Señor.

Xar aprobó la respuesta con un gesto de asentimiento.

—Tú eras una corredora,[4] ¿verdad?

—Sí, mi Señor.

Xar aminoró la marcha y posó su nudosa mano en la suave piel tatuada de la joven.

—Yo también. Y ninguno de los dos sobrevivimos al Laberinto confiando en nada ni en nadie más que en nosotros mismos. ¿Tengo razón hija?

—Sí, mi Señor. —La mujer pareció aliviada.

—Entonces, ¿querrás no perder de vista a esa serpiente tuerta?

—Desde luego, mi Señor. —Al observar que Xar miraba a su alrededor con gesto nervioso, Marit añadió—: La celda de Samah está por aquí. El otro prisionero está encerrado en el otro extremo de la hilera de celdas. He considerado preferible no colocarlos demasiado cerca, aunque el segundo prisionero parece inofensivo.

—Sí, había olvidado que eran dos. ¿Quién es el otro? ¿Un guardaespaldas? ¿El hijo de Samah?

—No lo creo, mi Señor. —Marit sonrió al tiempo que movía la cabeza en gesto de negativa—. Ni siquiera estoy segura de que sea un sartán. Si lo es, está trastornado. Resulta extraño —añadió, pensativa—. Si fuese un patryn, yo diría que sufre la enfermedad del Laberinto.

—Probablemente, finge. Si estuviera loco, cosa que dudo, los sartán no permitirían jamás que se lo viera en público. Podría perjudicar su consideración de semidioses. ¿Cómo se hace llamar?

—Un nombre muy raro: Zifnab.

—¡Zifnab! —Xar se puso a pensar—. He oído ese nombre en alguna parte… Bane lo mencionó… Sí, en relación con…

Dirigió una rápida mirada hacia Marit y cerró la boca de golpe.

—¿Señor?

—Nada importante, hija. Estaba pensando en voz alta. ¡Ah!, veo que ya hemos llegado a nuestro destino.

—Ésta es la celda de Samah, mi Señor. —Marit dirigió una mirada fría y desapasionada al ocupante de la mazmorra—. Iré a ocuparme de nuestro otro prisionero.

—Creo que ése se las arreglará bastante bien a solas —apuntó Xar en tono ligero—. ¿Por qué no le haces compañía a nuestro amigo, la serpiente dragón? —Con un gesto de la cabeza indicó la entrada de los túneles de las mazmorras, donde Sang-drax permanecía observándolos—. No quiero que nadie me moleste durante mi conversación con el sartán.

—Comprendo, mi Señor. —Tras hacer una reverencia, Marit se retiró y desanduvo el camino por el pasadizo largo y oscuro, flanqueado por las puertas de las celdas desocupadas.

Xar aguardó hasta que la patryn hubo llegado al fondo del corredor y la oyó hablar con Sang-drax. Cuando el encarnado ojo de éste se desvió de él para concentrarse en Marit, el Señor del Nexo se acercó a la puerta de la celda y se asomó al interior.

Samah, líder del órgano de gobierno sartán, conocido como el Consejo de los Siete, era —en años de edad— mucho más viejo que Xar. Sin embargo, debido a su letargo mágico —estado en el que había previsto permanecer durante sólo una década, pero que, accidentalmente, se había prolongado largos siglos—, Samah era todavía un hombre en el esplendor de su madurez.

Alto y fuerte, en otro tiempo había tenido unas facciones duras, grabadas a cincel, y un porte imponente. Ahora, la piel cetrina le colgaba de los huesos y sus músculos estaban fláccidos y sin tono. Su rostro, que debería haber reflejado sabiduría y experiencia, estaba surcado de arrugas, demacrado y ojeroso. Samah estaba sentado sobre el frío catre de piedra, abatido, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Era la imagen de la aflicción y la desesperación. Sus ropas y su piel estaban empapadas.

Xar cerró las manos en torno a los barrotes y acercó más el rostro para observar mejor. Esbozó una sonrisa.

—Sí —murmuró suavemente—, ya sabes qué destino te aguarda, ¿verdad Samah? No hay nada peor que el miedo, que la espera. Incluso cuando llega el dolor y tu muerte será muy dolorosa, sartán, te lo aseguro, no alcanza a ser tan terrible como ese miedo.

Sus dedos se aferraron con más fuerza a los barrotes. Los mágicos signos azules tatuados en el revés de sus nudosas manos eran trazos nítidos en su piel tirante; los prominentes nudillos estaban tan blancos que parecían huesos a la vista. Apenas podía respirar y, durante unos largos segundos, fue incapaz de articular palabra. No había previsto experimentar tal apasionamiento ante la presencia de su enemigo pero, de pronto, volvieron a su memoria todos aquellos años de lucha y de sufrimiento, todos aquellos años de miedo.

—¡Ojalá —estuvo a punto de sofocarse con sus propias palabras—, ojalá pudiera hacerte vivir mucho, mucho tiempo, Samah! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir con ese miedo, como ha tenido que vivir mi gente! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir siglos y siglos!

Los barrotes de hierro se disolvieron bajo las manos de Xar. El ni siquiera se dio cuenta. Samah no había levantado la cabeza y tampoco entonces alzó la vista a su torturador. Permaneció sentado en la misma postura, pero ahora con las manos juntas.

Xar entró en la celda y se detuvo ante él.

—No puedes escapar del miedo ni por un instante. Ni siquiera mientras duermes. Siempre está ahí, en tus sueños. Corres y corres hasta que piensas que el corazón te va a reventar y entonces despiertas y oyes el sonido aterrador que te ha sacado del sueño y te levantas y corres y corres sin parar… sabiendo en todo instante que es inútil. La zarpa, el colmillo, la flecha, el fuego, la ciénaga, el hoyo terminará por atraparte.

«Nuestros hijos maman el miedo en la leche de su madre. Nuestros bebés no lloran. Desde el momento en que nacen, se les enseña a callar… por miedo. Y nuestros chiquillos tampoco se ríen, por temor a quien podría escucharlos.

»Según me han dicho, tienes un hijo. Un hijo que se ríe y llora. Un hijo que te llama «padre» y que sonríe como su madre.

Un estremecimiento recorrió a Samah. Xar no sabía qué fibra sensible había tocado, pero se recreó en el descubrimiento y continuó hurgando:

—Nuestros hijos rara vez conocen a sus padres. Es un favor, uno de los pocos que podemos hacerles. Así no se sienten vinculados a sus progenitores y no los afecta tanto cuando los encuentran muertos. O cuando los ven morir ante sus ojos.

El odio y la furia iban sofocando poco a poco a Xar. Abarrach no tenía aire suficiente para sus pulmones. Notaba el latir de la sangre en las sienes y, por un instante, el Señor del Nexo pensó que iba a estallarle el corazón. Levantó la cabeza y soltó un alarido, un grito salvaje de angustia y de rabia, como si la sangre de aquel corazón manara de su boca.

El alarido resultó espeluznante. Al resonar a través de las catacumbas, por algún truco de la acústica, se hizo aún más sonoro y más potente, como si los muertos de Abarrach hubieran abierto la boca y estuvieran sumando sus gritos horripilantes al del Señor del Nexo.

Marit palideció y, espantada, se apretó con un gemido contra la helada pared de las mazmorras. El propio Sang-drax parecía algo amilanado. La roja pupila se agitó con nerviosismo, lanzando rápidas miradas hacia las sombras como si buscara a algún enemigo oculto allí.

Samah se estremeció. El grito pareció producirle el efecto de una lanza que le atravesara el pecho. Cerró los ojos.

—¡Ojalá no te necesitara! —Masculló Xar, lanzando espumarajos y con la saliva rebosando de sus labios—. Me gustaría no necesitar la información que guardas en ese negro corazón. Me gustaría llevarte al Laberinto y que tuvieras en brazos a los niños agonizantes como los he tenido yo. Te dejaría murmurarles, como he hecho yo: «Todo irá bien. Pronto se acabará el miedo». ¡Y me gustaría que sintieras la envidia, Samah! La envidia que te embarga cuando contemplas esa carita fría y pacífica y te das cuenta de que, para ese chiquillo, el miedo ha terminado mientras que, para ti, acaba de empezar…

Ahora, Xar estaba en calma. La furia había pasado y sentía un gran cansancio, como si hubiera pasado horas combatiendo contra un poderoso enemigo. Cuando quiso dar un paso, notó que le fallaba la pierna y se vio obligado a apoyarse en el muro de piedra de la celda.

—Pero, por desgracia, preciso de ti, Samah. Te necesito para que respondas a una… cuestión. —Xar se pasó la manga de la túnica por los labios y se secó el sudor frío del rostro. Después, exhibió una sonrisa melancólica y desanimada—. ¡Para ser sincero, Samah, cabeza del Consejo de los Siete, espero…, deseo fervientemente que decidas no responder!

Samah levantó el rostro. Tenía los ojos hundidos y la piel muy pálida. Parecía realmente como si lo hubiera atravesado la lanza de su enemigo.

—No te culpo por odiarme así. No pretendíamos… —Se vio obligado a hacer una pausa para humedecerse los labios—. Nunca fue nuestra intención someteros a tales sufrimientos. No fue nuestra intención que la prisión se convirtiera en una trampa mortal. La concebimos como un lugar donde someteros a prueba… ¿No lo entiendes? —Samah miró a Xar con expresión de abierta súplica—. Era una prueba, nada más. Una prueba difícil, destinada a enseñaros humildad y paciencia. Una prueba dirigida a aplacar vuestra agresividad…

—A hacernos más débiles —intervino Xar en un susurro.

—Sí —confirmó Samah, al tiempo que bajaba lentamente la cabeza—. A debilitaros.

—Nos teníais miedo.

—Sí, os temíamos.

—Esperabais que muriésemos allí…

—No. —Samah movió la cabeza.

—El Laberinto —insistió Xar— fue la forma concreta que adoptó esa esperanza. Una esperanza secreta que no os atrevíais a reconocer ni siquiera a vosotros mismos, pero que quedó susurrada en las palabras mágicas que crearon el Laberinto. Y fue esa terrible esperanza secreta lo que proporcionó a éste su malévolo poder.

Samah no respondió. Volvió a hundir la cabeza.

El Señor del Nexo se apartó de la pared de piedra y se plantó ante Samah; alargó la mano hasta colocarla bajo la mandíbula del sartán y tiró de ella hacia arriba y hacia atrás, obligando a Samah a levantar la vista.

El sartán se encogió en un gesto defensivo. Cerró las manos en torno a las muñecas del viejo patryn e intentó liberarse de la presa, pero Xar era poderoso y su magia estaba intacta. Las runas azules emitieron un destello. Samah exhaló un gemido de dolor y apartó las manos como si hubiera tocado unas brasas encendidas.

Los delgados dedos de Xar se hundieron profunda y dolorosamente en la mandíbula del sartán.

—¿Dónde está la Séptima Puerta?

Samah lo miró con perplejidad y Xar, complacido, vio —¡por fin!—el miedo en los ojos del sartán.

—¿Dónde está la Séptima Puerta? —repitió, estrujando la cara de Samah.

—No sé… de qué me hablas —murmuró a duras penas el sartán.

—Me alegro —replicó Xar con satisfacción—. De momento, tendré el placer de enseñarte. Entonces me lo dirás.

Samah logró sacudir la cabeza.

—¡Antes muerto! —jadeó.

—Sí, es probable que antes te mate —asintió Xar—. Y entonces me lo dirás. Tu cadáver me lo dirá. He dominado el arte, ¿sabes? Ese arte que tú has venido a aprender. Haré que te lo enseñen también a ti, aunque para entonces no te servirá de mucho.

Xar soltó al sartán y se limpió las manos en la ropa. No le gustaba la sensación del agua de mar en la piel y ya podía apreciar el efecto debilitador sobre su magia rúnica. Se dio la vuelta con gesto cansino y abandonó la celda. Los barrotes de hierro reaparecieron en la puerta cuando el Señor del Nexo la hubo dejado atrás.

—Lo único que lamento es no tener fuerza suficiente para enseñarte yo mismo. Pero te espera uno que, como yo, también desea venganza. Creo que lo conoces; intervino en tu captura.

Samah se puso en pie y sus manos se aferraron a los barrotes.

—¡Me equivoqué! ¡Mi pueblo cometió un error, lo reconozco! No puedo ofrecerte ninguna excusa salvo, que tal vez, que nosotros también sabemos qué es vivir en el miedo. Ahora me doy cuenta. Alfred, Orla… Ella tenía razón. —Samah cerró los ojos con una mueca de dolor y exhaló un profundo suspiro. Cuando volvió a abrirlos, clavó la vista en Xar y sacudió los barrotes—. Pero tenemos un enemigo común —dijo—. Un enemigo que nos destruirá a todos. A nuestros dos pueblos, a los mensch… ¡A todos!

—¿Y qué enemigo es ése? —Xar estaba jugando con su víctima.

—¡Las serpientes dragón! O la forma que adopten. Esas criaturas pueden transformarse en cualquier cosa, Xar. Eso es lo que las hace tan peligrosas y tan poderosas. Ese Sang-drax, el que me capturó… es una de ellas.

—Sí, lo sé—respondió Xar—. Me ha resultado muy útil.

—¡Eres tú quien está siendo utilizado! —exclamó Samah con frustración. Hizo una pausa, tratando desesperadamente de encontrar algún modo de demostrar lo que decía—. Seguro que uno de los tuyos te habrá alertado. Ese joven patryn, el que llegó a Chelestra… El descubrió la verdad acerca de las serpientes dragón e intentó avisarme, pero no le hice caso. No le creí. Y abrí la Puerta de la Muerte. Él y Alfred… ¡Haplo! Ése era el nombre que utilizaba: Haplo.

—¿Qué sabes de Haplo?

—Él descubrió la verdad —insistió Samah tétricamente—. Intentó hacerme entender… Estoy seguro de que también te habrá alertado a ti, su Señor.

«¿De modo que así me muestras tu agradecimiento, Haplo? —preguntó Xar a las cerradas sombras—. Ésta es tu gratitud por haberte salvado la vida, hijo. Me pagas con la traición.»

—Tu plan ha fracasado, Samah —replicó con frialdad—. Tu intento de corromper la fidelidad de mi sirviente ha sido vano. Haplo me lo contó todo, lo reconoció todo. Si quieres hablar, sartán, hazlo de algo interesante. ¿Dónde está la Séptima Puerta?

—Es evidente que Haplo no te lo ha contado todo —dijo Samah con una mueca de ironía en los labios—. De lo contrario, ya conocerías la respuesta. Él estuvo allí. Él y Alfred; al menos, eso es lo que he deducido de algo que dijo Alfred. Al parecer, tu Haplo no confía en ti más de lo que Alfred en mí. Me pregunto dónde nos equivocaríamos…

Xar estaba molesto, aunque tuvo buen cuidado de no demostrarlo. ¡Haplo otra vez! Haplo sabía… ¡y él, no! Era enloquecedor.

—La Séptima Puerta —repitió Xar, como si no hubiese oído nada.

—Eres un estúpido —murmuró Samah con gesto abatido. Soltó los barrotes y se dejó caer de nuevo en el banco de piedra—. Un estúpido. Igual que yo lo fui. Estás condenando a tu pueblo. —Con un suspiro, hundió la cabeza entre las manos—. Igual que yo he condenado al mío.

Xar hizo un gesto seco e imperioso. Sang-drax se apresuró por el pasadizo en penumbra, desagradablemente húmedo.

El Señor del Nexo estaba en un dilema. Deseaba ver sufrir a Samah, desde luego, pero también lo quería muerto. Notaba una comezón en los dedos. En su cerebro, ya estaba trazando las runas de la nigromancia que darían inicio a la terrible resurrección.

Sang-drax entró en la celda. Samah no alzó la mirada, aunque Xar notó que el cuerpo del sartán se ponía tenso en una reacción involuntaria, disponiéndose a soportar lo que se avecinaba.

Xar se preguntó qué sería esto. ¿Qué se proponía hacer la serpiente dragón? La curiosidad le hizo olvidar por un instante su impaciencia por ver terminado todo aquello.

—Empieza —dijo a Sang-drax.

La serpiente dragón no se movió. No levantó la mano contra Samah, ni invocó el fuego ni el metal. Pero, de pronto, Samah echó atrás la cabeza. Sus ojos, abiertos de terror, contemplaron algo que sólo él veía. Levantó las manos e intentó emplear las runas sartán pata defenderse pero, empapado como estaba con el agua del mar de Chelestra que anulaba su magia, ésta no surtió efecto.

Y quizá no habría funcionado en ningún caso, pues Samah combatía contra un enemigo surgido de su propia mente, un enemigo salido de las profundidades de su propia ciencia al que habían dado vida las insidiosas facultades de la serpiente dragón.

Samah soltó un grito, se incorporó de un salto y se lanzó contra la pared de piedra en un esfuerzo de escapar.

No había escapatoria. Se tambaleó como si hubiera recibido un golpe tremendo y lanzó un nuevo grito, esta vez de dolor. Quizás unas zarpas afiladas le estaban desgarrando la piel, o unos colmillos le desgarraban la carne o acababa de acertarle en el pecho una flecha. Se derrumbó en el suelo, retorciéndose de agonía. Después, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.

Xar lo miró un momento y torció el gesto.

—¿Está muerto? —El patryn estaba decepcionado. Aunque ahora podía empezar a practicar sus artes nigrománticas, la muerte había llegado demasiado deprisa; había sido demasiado fácil.

—¡Espera!— le previno la serpiente dragón, y pronunció una palabra en sartán.

Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con las manos en una herida inexistente. Miró a su alrededor con pánico, recordando lo sucedido. Se puso en pie, prorrumpió en un alarido grave y hueco y corrió al otro extremo de la celda. El fantasma que lo atacaba se abatió sobre él otra vez. Y otra.

Xar escuchó los gritos aterrorizados del sartán y asintió satisfecho.

—¿Cuánto durará esto? —preguntó a Sang-drax, quien permanecía apoyado en uno de los muros, contemplando la escena con una sonrisa.

—Hasta que muera…, hasta que muera de verdad. El miedo, el agotamiento, el terror, acabarán por matarlo. Pero morirá sin una marca en el cuerpo. ¿Cuánto tiempo? Depende de lo que a ti te plazca, mí Señor Xar.

—Deja que continúe —decidió éste por último, tras reflexionar—. Iré a interrogar al otro sartán. Quizás él esté mucho más dispuesto a hablar, con los gritos de su compatriota resonando en los oídos. Cuando vuelva, preguntaré una vez más a Samah por la Séptima Puerta. Después, podrás poner fin al tormento.

La serpiente dragón asintió. Xar dedicó un momento más a contemplar cómo el cuerpo de Samah se contorsionaba y sacudía entre terribles dolores; después, abandonó la celda del enemigo ancestral y avanzó por el pasadizo hasta llegar junto a Marit, que aguardaba ante la mazmorra del otro sartán.

El llamado Zifnab.