XXIX

EL resto figura en las hemerotecas, amigo lector.

Me costó un poco explicárselo a las autoridades, pero al final trascendió la noticia y cayó como un auténtico bombazo. Si ya de por sí aquella gente amaba a la Naturaleza, la criatura de Adela Torres subyugó a todos. El clon de Armillaria ya nunca más estuvo solo y se convirtió en el orgullo de Mycota, poco menos que en un objeto de culto. Llegó a representar el espíritu de aquella sociedad.

Por su parte, la doctora Torres entró en el panteón de los héroes. Su popularidad rivalizó con la de San Conidio. Creo que se lo merecía. Al final de su vida aprendió lo que era en verdad importante. Aquel hongo la había humanizado.

En cuanto a mí… Bien, les caí en gracia. Como descubridor y salvador (habría que discutir quién salvó a quién) del bosque animado, ascendí al rango de Ciudadano Honorario, Hijo Predilecto de Saccardo, amigo del Pueblo y no sé cuántos títulos más. Tuve que asistir a más festejos de los que puedo recordar y descubrí que la fama conllevaba un irresistible atractivo sexual para muchos, especialmente mis empleados de la delegación. Sobreviví a todo aquello, mi clan natal pudo añadir otros pendones a la Casa Materna, Helga rebosaba de orgullo por los cuatro costados, y todos contentos.

Tampoco salió malparada mi carrera. Se abrió una investigación que formuló algunas críticas a mi irregular actuación, pero se valoró positivamente mi iniciativa, capacidad de improvisación y buena suerte. También pesó el hecho de que, gracias a mí, la popularidad de la Corporación hubiera subido en Mycota.

Ascendí en el escalafón, amigo lector. Estuve destinado en otros mundos, me enfrenté a situaciones comprometidas, orbité en torno a gigantes gaseosos, negocié con alienígenas de mentalidad completamente ajena a la humana, fui testigo de glorias y catástrofes, de cosas sublimes y mezquinas traiciones… Parafraseando al célebre caballero Marc d’Artois, ante mí se abrieron las puertas del infierno, no una, sino varias veces, pero nunca me amilané y cumplí con mi obligación, tal como Adela Torres hizo al final de sus días.

Por eso, en los cada vez más escasos momentos en que disfruto de un periodo de quietud, retorno a mi mundo natal, con los míos, y me dedico a tratar de disfrutar la vida y de hacer feliz a mi gente. Amo a Tingis, sus espacios abiertos, sus inmensas estepas donde la hierba se mece como las olas de un mar encrespado, sus noches frías y claras, las hogueras del solsticio. Y, sobre todo, la sonrisa de Helga, cada año un poco más senil, pero siempre dispuesta a refregarle a todo el mundo por la cara lo lejos que ha llegado su niño.

También, en ocasiones, visito Mycota con mi viejo amigo Frank Súñer. Nos solemos sentar en una terraza y, con la inestimable ayuda de unas cervezas, evocamos el pasado y los amigos que se fueron. Pero cuando la melancolía nos embarga, contemplamos la maravilla que es Mycota, o nuestra vista se fija en las estrellas, y pensamos que mientras queden tantas cosas por ver, tanto por descubrir, la vida merece ser vivida.

Ave atque vale.