XXVIII

APROVECHÉ su desconcierto para dar unos pasos. Ambos me miraban como si yo fuese una imprevisible criatura alienígena.

—Murieron hace un rato —señalé las cajas con el dedo—. Les acompaño en el sentimiento.

Cada Pilobolus yacía fláccido en el suelo, cubierto por un micelio blanco.

—¿Cómo lo ha…? —balbució Gólovin, con ojos alucinados.

—¿No perciben nada inusual? —les pregunté.

Fue Kevin el primero en darse cuenta.

—Do… Doctor, no se oyen los pájaros.

Permanecimos callados. En efecto, el silencio era sepulcral. Y había más. No se movía ni una hoja, a pesar de que corría una leve brisa. Todo estaba congelado, como en suspenso. El tubo en la mano de Kevin empezó a temblar.

—El bosque es un tanto lento de entendederas, doctor, pero creo que va asimilando que usted asesinó a su madre. Y se está empezando a mosquear —dije.

Ahora, quienes estaban pálidos como cadáveres eran mis captores. Ninguno osaba moverse. Comenzaban a creerse mi relato y sus implicaciones.

Sin previo aviso, unos cimbreantes cordones brotaron del suelo. Como látigos, más rápidos que la vista, chascaron en el aire y arrancaron el tubo de manos de Kevin, haciéndolo añicos.

Armillaria no les dio tiempo para huir o esconderse. Aquellos rizomorfos combinaban la rigidez con la flexibilidad, al estilo del mejor biometal. Desde luego, el hongo rediseñado por Adela era una auténtica obra de arte. Los rizomorfos se enrollaron en torno a ambos hombres y se tensaron de golpe. León Gólovin fue arrojado con violencia contra el tronco de un pino seco y quedó allí preso. El impacto fue terrible, y sonó como un estallido. Saltaron trozos de musgo y corteza, y el cuerpo del doctor quedó oculto por un halo de polvo de madera. A Kevin, el golpe lo pilló en mala postura y se desnucó. Tuvo suerte.

Tras la tempestad vino la calma. El doctor se fue recuperando lentamente de su conmoción. Un hilillo de sangre le bajaba de la comisura de los labios por la barbilla y le manchaba el mono de camuflaje. Sus ojos estaban aún algo desenfocados, hasta que al final reparó en mi presencia.

—¿Qué…? —tosió, y sufrió una arcada.

Entonces, un micelio blanco surgió del tronco del árbol. Era hermoso y sutil, y olía débilmente a champiñón. Rozó el cuello y la cara de Gólovin con la levedad de una gasa.

—¿Qué va a hacerme? ¡Dígamelo, por favor! ¿Qué quiere de mí?

El doctor se agitaba con ojos desorbitados, tratando de desasirse, pero era como dar palos al viento. Recordé lo que había leído en los archivos de Adela y me sentí en la obligación de explicárselo.

—Está explorando su mente, o algo parecido. Capta las moléculas que su piel desprende. Paladea su miedo. Lo juzga. Yo pasé por eso antes de que usted llegara.

El proceso duró unos minutos, con Gólovin desgañitándose y rogando que lo soltara. Entonces, las hojas de los árboles se estremecieron y el suelo vibró. Se me puso la piel de gallina. Uno se sentía insignificante, rodeado de un poder no humano más vasto de lo que pudiera imaginarse.

—Ha emitido su veredicto, doctor.

Otras hifas brotaron del suelo, pero sus intenciones eran distintas. Se introdujeron por debajo de las perneras del pantalón, buscando los orificios corporales. Algunas se dirigieron a los ojos, nariz, boca y orejas, o bien hurgaron en las uñas. Un negro espanto se abatió sobre Gólovin cuando comprendió lo que le aguardaba.

Su agonía fue muy larga. Chilló como un cerdo en el matadero hasta quedar ronco, y sólo pudo emitir débiles quejidos. Yo era incapaz de dejar de mirarlo, y me sentía culpable por no experimentar compasión alguna. En un momento dado, el doctor murmuró:

—Máteme, Zimmer. Por lo que más quiera, máteme.

Contemplé esos ojos velados por el hongo, lo que éste hacía con su cuerpo. Reprimí un escalofrío.

—Lo siento, pero ¿y si se toma a mal mi intromisión? Deseo vivir.

Caía la tarde cuando todo concluyó. Armillaria había sido metódica, acabando primero con los tejidos grasos y los músculos, dejando los órganos vitales para el final. Los despojos resultantes sólo mantenían una forma vagamente humanoide.

Estaba solo ante el bosque, y éste me estudiaba.

—Confía en mí —dije.

Supongo que me hizo caso, porque pude sacar del bolsillo el microteléfono y avisar a la Policía.