XXVII

LEÓN Gólovin se sentó en el suelo, como si le fallaran las fuerzas. Sufría el mismo trauma que un creyente al que le demostraran la falsedad de sus dogmas de su fe. Kevin también miraba a su alrededor, aprensivo. Finalmente el doctor se incorporó, pensativo.

—Sí, es posible… A diferencia de la Vieja Tierra, en Mycota no hay bacterias ni otros organismos competidores, y el clima es más apacible. Armillaria se hallará a sus anchas —se iba excitando conforme hablaba—. Varios milenios de edad… De ahí a la inmortalidad sólo hay un paso. La maldita vieja bruja bien que se dio cuenta.

—Frío, frío, doctor.

—¿Eh? —volvió a reparar en mí, irritado por haber interrumpido sus sueños de gloria.

—Adela Torres no buscaba la prolongación de su vida cuando dio con este clon de Armillaria. Era más joven y ambiciosa e ideó un plan que, caso de sonreírle el éxito, la convertiría en la más afamada micóloga del universo. Recapacite, doctor. Ella era especialista en membranas celulares. Había optimizado la transmisión de impulsos nerviosos a través de las hifas. Este hongo constituía un auténtico desafío.

—¿Cómo?

—Resulta obvio. Hágase una imagen mental de lo que significa este clon de Armillaria. Miles y miles de kilómetros de hifas entrelazadas que ponen en contacto a todas las plantas del bosque, matando a algunos árboles para aumentar la biodiversidad y permitir la instalación en sus troncos secos de madrigueras de animales. Pero también ese enorme micelio actúa como una red simbiótica que transporta nutrientes y hormonas de un lugar a otro, de una planta a otra. ¿Ha oído hablar de la hipótesis Gaia, doctor?

—¿Esa fantasmada de Lovelock? Es algo tan absurdo como la Homeopatía o la teoría del flogisto…

—Adela Torres la tuvo en mente cuando dio con este hongo. En caso de lograr que las hifas transmitieran impulsos eléctricos, Armillaria se convertiría en el sistema nervioso de todo el bosque, el cual actuaría como un único organismo vivo. Puso manos a la obra, y uno de sus mayores méritos fue que nadie sospechó lo que estaba haciendo realmente. Pero ella no se detuvo ahí. Considerando que este bosque es tan grande como todo un país, tal vez su complejidad le permitiría alcanzar la autoconciencia. O la inteligencia, en otras palabras. Ése fue su gran sueño.

El doctor soltó una carcajada.

—Pues estaba más loca de lo que suponía. De todas las majaderías que he…

—No fue la primera en imaginar algo semejante. Asimov, un escritor clásico, especuló con una biosfera inteligente compuesta por procariotas. Alguno hubo que escribió algo parecido acerca de los hongos, aunque con especies carroñeras al estilo de Psilocybe, en vez de la opción correcta, un simbionte.

—Y déjeme adivinarlo: Torres se estrelló —Gólovin batió palmas—. Muy loable su actuación, Zimmer, pero no le admito un despropósito más. Dígame si tiene algo digno de mención que yo deba saber, y acabemos ya. Se va haciendo tarde. De todos modos, tomaremos muestras de los hongos para analizarlas y clonarlas. Menos da una piedra.

—Siento contradecirle, doctor, pero Adela se salió con la suya y acabó creando un bosque inteligente. Y eso explica todos los acontecimientos recientes. Ella había obrado por vanagloria, pensando en la fama, pero de repente fue consciente de lo que implicaban sus actos. Había creado un ser capaz de sentir, con derecho a la vida. Era como dar a luz un hijo. Descubrió que había adquirido una responsabilidad hacia él y se creyó en el deber sagrado de velar por su futuro.

Hasta Kevin estaba pendiente de mis palabras, atrapado por la grandeza de la obra de Adela Torres. Proseguí con mi relato.

—A lo largo de los años, Adela se había granjeado multitud de enemigos, por su peculiar forma de ser.

—Diga mejor que porque era una auténtica perra —masculló el doctor.

—Entre quienes no la querían bien, un tal León Gólovin ocupaba el primer puesto. En venganza, justa o no, había saboteado alguna de sus realizaciones más notables, para evitar que ganara premios científicos. Ella dedujo que si usted se enteraba de lo que se traía entre manos, el mayor descubrimiento en la historia de Mycota, haría todo lo posible por destruirlo. Incluso en el caso de que lo publicara a los cuatro vientos, usted buscaría, por puro despecho, la forma de enviar a la pobre Armillaria al Paraíso de las setas, simulando un accidente. No sería la primera vez. Y este bosque era su hijo. Lo amaba, ya ve.

Gólovin se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Muy bueno… —dijo en cuanto recuperó la compostura—. Pero siga, por favor. Está logrando divertirme.

—Adela caviló sobre cómo dar a conocer a su criatura sin que alguno de quienes la odiaban le encasquetara un virus letal. Y entonces descubrió que su propia vida estaba en las manos de su peor enemigo. Fue con una levadura asesina, ¿verdad?

—Sí. Era una gran bebedora de cerveza, la cual destilaba ella misma. Conseguí que alguien colocara en el sitio adecuado una cepa de levadura que reemplazó a las suyas sin ser detectada, y convirtió su cerveza en un brebaje la mar de efectivo —hizo una pausa, complacido de sí mismo—. ¿Sabe lo que es un sistema bioquímico de seguridad? Los espías corporativos lo emplean para evitar delatar a sus jefes cuando son capturados. Sus cerebros son tratados con ciertas drogas que provocan su destrucción fulminante, en caso de ser torturados. Mi cerveza hacía algo parecido, simulando un síndrome de Fuckel. El disparador del proceso sería una olvidada pieza de música centauriana. Así podría acabar con ella cuando me viniera en gana.

—La llamada telefónica…

—Le dije: «Adela, grandísima puta, date por muerta», y sonó la música. Así tuvo tiempo de saber quién era su verdugo. No podía arriesgarme a que le contara algún secreto sobre mí, algo muy probable si había acudido por propia iniciativa a visitarlo al consulado. Menos mal que Kevin me avisó —lo obsequió con una sonrisa—. Luego tendrás que olvidar esto, por tu propia seguridad.

—Usted manda, doctor.

—Da gusto reclutar empleados tan razonables, ¿verdad? Bueno, Zimmer, ¿qué me estaba contando?

—Sabiendo que tenía sus días contados y que estaba a su merced y capricho, Adela, en vez de vengarse, obró de forma altruista. Sólo pensaba en su hongo. Al menos, él tenía que salvarse. Lo primero era evitar que usted adivinara su existencia. Blindó sus archivos principales e ideó la pantomima del níscalo. Descubrió que usted había infiltrado a un topo en su laboratorio, Samuel Carrión, y decidió matar dos pájaros de un tiro. Destruyó a un níscalo inofensivo, drogó a Carrión, provocó la ejecución de éste, me envió mensajes simulando ser la amante de aquel pobre diablo, hizo lo mismo con usted… En fin, que acabó organizando un embrollo de todos los demonios. A usted lo confundió con el señuelo de la inmortalidad, enfocando su atención en el níscalo. Con semejante lío, a nadie se le ocurriría pensar en algo tan anodino como Armillaria, que así quedaría a salvo. Pero ¿quién cuidaría a su hongo cuando ella ya no estuviera?

—Pudo contratar una canguro —soltó Kevin, y los dos se desternillaron de risa.

—Ella optó por un extranjero —continué, sin hacer caso a la interrupción—. Seguramente planeó contárselo a mi predecesor, pero como éste tuvo que irse, me tocó a mí. Adela estaba dispuesta a ceder la atribución de su descubrimiento con tal de preservarlo. Si alguien de fuera anunciaba que existía un bosque inteligente, ninguno de sus enemigos se sentiría celoso. Resultó muy noble por su parte renunciar a lo que más quería, la fama. La muerte frustró sus planes, aunque me dejó las pistas suficientes para desentrañar el misterio. He terminado.

—Pero bueno… ¿Piensa que nos vamos a tragar semejante sarta de disparates? —dijo Gólovin—. Nos lo hemos pasado muy bien en su compañía, pero si no tiene más que añadir…

Era mi sentencia de muerte. Miré a las cajas con Pilobolus.

—He acabado mi relato. Ya tenía ganas —respondí, y estiré los brazos para reactivar la circulación sanguínea.

Gólovin y Kevin dieron un respingo. Me había movido, y los hongos escopeteros no reaccionaron.