XXVI

—CARAMBA, señor Zimmer, sí que ha huido usted lejos —el tono de Gólovin era burlón—. Chico malo…

—No he pretendido escapar, doctor. De sobra sé que alguien puso un localizador en mi coche. Ah, hola, Kevin. Así que fuiste tú.

Una figura alta se puso a la diestra de Gólovin; era el recadero del consulado. El doctor lo miró y sonrió.

—No le guarde rencor, Zimmer. Ahí donde lo ve, y a pesar de su humilde labor, es todo un genio en el manejo de ordenadores. Siempre me ha servido bien.

—Ya. En fin, creo que éste es el lugar más idóneo para mantener una conversación.

—He de reconocer que queda muy discreto —convino Gólovin.

Aquella singular pareja vestía unos funcionales monos verdes cuya tonalidad variaba para ajustarse al entorno, no sé si por tratarse del atavío oficial de los matones aficionados o por una simple cuestión de camuflaje. Al doctor se le veía con más aplomo, incluso siniestro. En cambio, Kevin se encontraba visiblemente nervioso, deseando acabar lo antes posible sin convertirse en inquilino del Gólgota. Por mi parte, estaba de un tranquilo que no era normal, tal vez porque ya no tenía alternativas. O quizá aquel majestuoso bosque lo ponía a uno en paz con el cosmos.

—Deduzco que no piensan dejarme salir de aquí —comenté, sin otorgarle mayor importancia.

—La vida es dura, Zimmer —Gólovin se encogió de hombros—. Sabe usted demasiado. De lo que me cuente dependerá que su fin sea rápido, incluso placentero, o un infierno que parecerá prolongarse una eternidad. Elija.

—¿Cuánto te paga, Kevin? —pregunté al recadero.

—No es asunto suyo —me contestó, mientras sacaba de debajo del cinturón un fino tubo y me encañonaba.

—Conocías a Chamberlain desde hace años, ¿verdad? Aún así, tuviste valor para deshacerte de él.

—Qué sensiblero… Sólo era un cacharro inútil y vulnerable. ¿Y lo ridículo de su final? Inspirándome en una película antiquísima le fui desorganizando los módulos cognitivos uno a uno, comprobando cómo sus insultos se volvían cada vez más pueriles hasta que se apagó. Sólo le faltó cantar lo de: «Daisy… Daisy…» —me obsequió con una sonrisa de oreja a oreja—. Me encanta el cine, por si no se había dado cuenta.

Reprimí la ira que sentía hacia el asesino del buen Chamberlain. Lo examiné desapasionadamente. Kevin trataba de hacerse el duro. Tal vez lo copiaba de algún filme de serie B. Me limité a apuntar al doctor con un leve gesto.

—Prescindirá de ti en cuanto dejes de serle útil, ¿sabes?

—Cállese, idiota —efectivamente, estaba muy nervioso.

—No se meta con él, Zimmer. Siempre es útil colocar un espía en la delegación corporativa, así que nuestra fructífera relación durará aún muchos años —el doctor miró con amabilidad a Kevin, que se tranquilizó un poco—. Además, si es testigo de algo inconveniente, hay drogas que provocan amnesia selectiva, sin secuelas. No es la primera vez que las toma. Bien, señor cónsul de pacotilla, hablemos. Pero antes…

Con Kevin sin dejar de apuntarme, Gólovin abrió la mochila que el recadero llevaba a la espalda y sacó unas cuantas cajas que situó ante mí. Las tapaderas se abrían hacia atrás, convirtiéndose en pantallas protectoras. De cada caja se irguió un pequeño Pilobolus que me enfocó con su lente. Sus dueños se quedaron en la retaguardia, fuera del radio de acción de los hongos.

—Bien, Zimmer, ya sabe cuál es el procedimiento rutinario en estos casos. Nada hay más valioso que la experiencia, ¿eh? —dijo Gólovin, risueño—. Nuestros amiguitos no disparan cargas somníferas, sino un veneno que le hará desear estar muerto. Su cabeza queda por encima del radio de acción, así que puede hablar sin miedo. O con miedo, da igual. Un movimiento extraño, y pobre de usted. Además, mientras se retuerce de dolor en el suelo, yo sacaré otro hongo de la mochila que se lo comerá vivo. Por cierto, ahora no le valdrá el truco de moverse a paso de tortuga. Kevin no se dejará engatusar.

—¿Cómo sé que cumplirá su promesa de concederme una buena muerte si colaboro?

—No puede saberlo, pero la ignorancia del futuro es la sal de la vida. Debe fiarse de mi palabra. También le aseguro que todos creerán que su muerte fue un triste accidente, y así no avergonzará a su familia. Sus madres no tendrán que raparse en señal de duelo —aquello dolía; pensé en mi querida Helga y le lancé una mirada furibunda—. Pero basta ya de cháchara. ¿Qué le reveló Adela Torres? Y le advierto que me impaciento con facilidad.

Traté de que mi voz no temblara. Aquellos hongos escopeteros me provocaban terror. Pero debía interpretar un papel. La dignidad ante todo.

—A su derecha verá usted un rodal de níscalos, junto al pino de tronco recio. La doctora criaba en su laboratorio un clon de esas setas.

León Gólovin se encaminó hacia ellas como hipnotizado y se arrodilló. Sus dedos las tocaron, con reverencia.

—Por fin… —estuvo un rato en éxtasis hasta que se incorporó y me miró fijamente—. Supongo que la doctora le facilitó el protocolo para manipular el hongo y obtener así el resultado esperado.

—Desde luego. Resulta insultantemente sencillo, además.

—Grábalo, Kevin.

El aludido sacó un diminuto artilugio y lo depositó en el suelo.

—Bien, doctor, es simple. Tiene que tomar las setas, cortarles la base del pie y lavarlas bajo el grifo para limpiarlas de tierra. Puede trocear las de mayor tamaño. Ponga a calentar aceite en una sartén (le recomiendo el de oliva) y saltee los níscalos con ajo y perejil. Ah, no olvide la sal. También puede rebozarlos con pan rallado, o usarlos como guarnición en otros guisos. En algunos lugares de la Península Ibérica, en la Vieja Tierra, se los añaden a la paella o a las migas. Usted mismo.

Me produjo una malévola satisfacción observar cómo le iba cambiando la cara al doctor, y la pinta de bobo que se le quedó al final. Enseguida enrojeció de ira y me miró con expresión asesina.

—¿Se está riendo de mí?

—Hombre, un poco, pero déjeme que se lo explique antes de dispararme. Lo que pretendo decirle es que comerse esos níscalos es el máximo provecho que podrá sacarles. Adela Torres lo engañó todo el tiempo. No hay nada más en ese hongo.

León Gólovin tardó unos segundos en reorganizar sus esquemas mentales. Supongo que se le pasó por la cabeza castigarme, pero prefirió hablar primero.

—Eso es absurdo. Me filtraron que…

—Escuche —lo interrumpí—. ¿Sabe quién fue su informante anónimo? La mismísima Adela Torres. Ella controló la situación desde el principio. Con el debido respeto, no le llega usted ni a la suela de los zapatos.

Temí haberme excedido, pero el doctor estaba más confuso que otra cosa.

—No puede ser…

Aproveché el momento, antes de que descargara su frustración sobre mí.

—Es una historia algo larga y, ante todo, asombrosa. De hecho, no acabé de conocer los últimos detalles hasta ayer tarde.

—Si lo que pretende es ganar tiempo, lamento informarle de que nadie va a acudir a rescatarlo.

—Lo sé, y yo tampoco quiero quedarme aquí de pie todo el día. ¿Me da permiso para empezar? —el doctor asintió, enfurruñado—. El níscalo, como comprenderá en cuanto termine, era sólo una tapadera, una cortina de humo diseñada para desviar la atención del verdadero sujeto de los experimentos de Adela Torres. ¿Qué sabe de Armillaria, doctor?

De nuevo lo había pillado en fuera de juego. Tardó en contestarme.

—¿Esa vulgaridad de seta? ¿La que parasita árboles cuando se aburre de hacer otras cosas? —asentí—. Nunca lo habría imaginado… Bien que nos tomó el pelo la vieja puta, ¿eh? Así que el secreto de la inmortalidad está en Armillaria

—En cierto modo, sí.

Me miró fijamente.

—¿Qué quiere decir?

—Ustedes creen conocer muy bien la Historia de su planeta, pero Mycota no siempre ha sido la balsa de aceite de la cual presumen. ¿Sabe cuándo se instauró la pena de muerte, y por qué?

—Existe desde que los Padres Fundadores…

—Falso. En su inicio, y durante los primeros siglos, la sociedad de Mycota era políticamente correcta, bucólica y pastoril, pero surgieron los descontentos, que proponían el uso de máquinas y un sinfín de disparates más. Fue consecuencia de un cisma religioso antifúngico, creo.

—Se lo está usted inventando, Zimmer.

—No tengo tanta imaginación. Adela Torres fue, en su juventud, una estudiante inquisitiva, y dio con unos archivos que debían haber sido destruidos durante los disturbios de aquella época, hará más de dos mil años, pero que por un golpe de buena fortuna dormían el sueño de los justos en algún primitivo ordenador. Prosigo. Los cismáticos empezaron a perpetrar actos de ecoterrorismo contra objetivos señalados. Inocularon virus letales en los hongos, y mataron a ejemplares ciertamente venerables. Los bosques sufrieron mucho. Como sabrá, muchas plantas dependen de hongos simbióticos, las micorrizas, para vivir. Al liquidar los hongos, se llevaron por delante los árboles, todo. Estuvo a punto de ser una catástrofe irreversible.

El doctor no perdía el hilo de mi narración.

—La rebelión fue sofocada —continué—, pero demostró la fragilidad de los ecosistemas forestales. El Gobierno de entonces, apoyado por los comités científicos y morales en pleno, emprendió una ingente tarea de reeducación de los ciudadanos. Se instauró la pena de muerte que, junto a un lavado de cerebro iniciado desde la cuna, haría que la gente amara a los hongos por encima de todo. Además, se optó por censurar ciertos conocimientos. Por ejemplo, había hongos, como Armillaria, cuyo papel en los bosques resultaba vital. Se intentó que pasaran desapercibidos, para que ningún ecoterrorista futuro actuara sobre ellos y diera lugar a un desastre de proporciones dantescas.

—No tenía noticia…

—Sus antepasados fueron concienzudos, doctor.

—Da igual. ¿Qué tiene de especial Armillaria para que se tomaran la molestia de censurar los datos que se referían a ella? Parece tan anodina…

—Muchos también pensaban como usted en la Vieja Tierra. Por eso se sorprendieron cuando en el año 1992 de la antigua cronología apareció en los periódicos la noticia de que Smith, Bruhn y Anderson habían hallado un clon de Armillaria bulbosa (¿o era Armillaria gallica?) que ocupaba una extensión de doce hectáreas de bosque, pesaba unas cien toneladas y tendría más de 1500 años de edad. El hongo fue llamado, con cierto humor, el felpudo de Michigan, en honor al estado norteamericano donde vegetaba.

—¿Cuánto ha dicho? ¿Un hongo silvestre de doce hectáreas? —el doctor no acababa de creérselo.

—Fue asombroso, sí, aunque años antes ocurrió otro descubrimiento asombroso, pero que había pasado desapercibido para la prensa popular. En 1976, Shaw y Roth detectaron en los bosques de Washington, también en Norteamérica, un clon de Armillaria ostoyae de 600 hectáreas.

—Imposible. Nada tan monstruoso…

—En 2000, Catherine Parks estudió otro clon de esa misma especie en un bosque de Oregón. Ocupaba 890 hectáreas y se le calculó una edad superior a 2400 años. Y en… Pero basta ya de ejemplos. Creo que habrá captado la idea.

León Gólovin parecía conmocionado.

—Ni siquiera un hongo modificado genéticamente puede crecer así, ni ser tan viejo. El metabolismo…

—Comprenderá por qué sus antepasados decidieron borrar esa información. El micelio de Armillaria se extiende por todo el suelo forestal, en íntima relación con las plantas. Cualquier ecoterrorista pirado podría introducir un virus en el hongo y arrasar un bosque entero. Los árboles no pueden sobrevivir sin él. En fin, ¿ve esas setas de color miel que hay junto al tronco muerto? Armillaria está presente en este bosque, como no podía ser menos. Y permítame decirle algo: aquellos clones de la Vieja Tierra son auténticos enanos si los comparamos con el que tenemos ahora debajo de nuestros pies, doctor.