XXV

A unos 60 kilómetros al sur de la capital, dejé atrás la bucólica villa de Honrubia, situada en las lindes de una de las mayores masas forestales de Mycota, el bosque de Bressadola. Hasta donde se perdía la vista se extendía un manto verde oscuro de pinos, con abetos y píceas en las cumbres de las sierras. De vez en cuando, una mancha dorada o rojiza rompía la monotonía cromática. Se acercaba el otoño, y los robles, hayas, castaños y arces se preparaban para las inclemencias del invierno.

Conduje el coche por un camino forestal lleno de baches. Estaba desierto y nadie me detuvo. El bosque era patrimonio del Pueblo, y todo niño aprendía desde la cuna a respetarlo.

El camino moría en un calvero tapizado de frondosos helechos. De allí partían varios senderos angostos entre los árboles. Me bajé del vehículo, conecté el GPS de pulsera, me coloqué al cinto una cantimplora con agua y eché a andar. Aún me quedaba un buen trecho por delante.

Era un placer caminar por aquel bosque. El periplo no se me hizo pesado; ni siquiera tuve que quitarme la chaqueta. Las copas de los árboles robaban gran cantidad de luz, y el sotobosque estaba envuelto en una fresca penumbra que despejaba las ideas. Los troncos quedaban cubiertos por un manto de musgos y líquenes que les otorgaban un aire desastrado, como viejos con capas raídas. Olía a humus, a hojarasca en descomposición, a hongo, a tierra, a vida. Las agujas de los pinos formaban una gruesa capa sobre el suelo, amortiguando el sonido de mis pasos. De vez en cuando, las bayas de los arbustos alegraban el paisaje con pinceladas de rojo chillón o morado intenso. También había flores, pequeñas y delicadas, que asomaban con timidez bajo los frondosos helechos. En un par de ocasiones creí percibir un movimiento, conejos o ardillas quizá, y las aves lo inundaban todo con sus gorjeos y trinos. También se oía de vez en cuando el tamborileo de un pájaro carpintero.

Y hongos, hongos por doquier. Yesqueros en los troncos, boletos cuyos sombreros marrones emergían del suelo, higróforos viscosos y relucientes de vivos colores… Pero quienes más abundaban eran los níscalos, de todas las especies y tamaños.

Los soles estaban bastante altos en el cielo cuando el GPS me advirtió de que ya había llegado a término. Aquí había empezado todo, pues. Me acerqué a un grupo de níscalos. Reconocí la especie, la mejor comestible del género: Lactarius sanguifluus. Curioso epíteto: sangre que fluye. Arañé con la uña las laminillas de un ejemplar y un líquido rojo vinoso brotó de la herida, la cual poco a poco fue oscureciéndose y tornándose verdosa. Me resultó fascinante.

Pero no podía olvidar para qué había acudido allí. Debía hacer honor a la confianza depositada en mí. Respiré hondo y me descalcé, para que las plantas de mis pies hollaran la Madre Tierra. Era lo correcto. En voz alta, pronuncié unas palabras y aguardé.

Transcurrió una hora hasta que llegó León Gólovin. Me habría sentido defraudado en caso contrario. Los actores ocupaban ya sus puestos. Podía comenzar el acto final de aquel drama.