XXIV

AL día siguiente acudí finalmente al trabajo. Había ingerido unos cuantos fármacos para mantenerme despierto y alerta, a pesar de que no me gustaba abusar de las drogas, pero no me quedaba más remedio. También tomé un antidepresivo, por si mi corazonada resultara errónea.

No di muestras de irritación frente a Malinche, ni inquirí por el motivo de la eliminación de Chamberlain. A la hora de comer le dije a la secretaria que saldría a pasear y a buscar un restaurante, pero en realidad me metí en un cibercafé. Con el carajillo de rigor a mi vera, acompañado de una suculenta porción de tarta de seta hígado de vaca, introduje «AdTorres» como nombre de usuario y el título del artículo de Gould como clave, respetando escrupulosamente las mayúsculas y suprimiendo los espacios en blanco. Contuve la respiración.

Funcionó. Accedí a un directorio que sólo contenía un archivo corto, una simple carta.

«Querido Theo,

Si lees este mensaje en concreto, significa que yo estaré criando setas en un prado, por obra y gracia del ínclito León Gólovin. Bueno, qué se le va a hacer. Yo también lo jodí bien jodido. No queda más remedio que tomárselo con deportividad.

Perdona mi manía de jugar a las adivinanzas. Al final te lo habría contado todo personalmente, palabra de honor. Pensaba irte suministrando la información poco a poco, darte pistas mientras averiguaba si eras fiable y, por qué no, ir cimentando en el proceso una amistad de la que estoy (estaba, mejor dicho) bastante necesitada. Me siento sola, Theo.

Por desgracia, las circunstancias habrán hecho que no tengamos tiempo de conocernos mejor. Admiro tu perseverancia a la hora de atar cabos para llegar hasta aquí. Eso es un punto a tu favor.

A estas alturas ya me dará igual, pero he confiado en ti, Theo Zimmer. Creo no equivocarme esta vez. Por favor, necesito que ayudes a alguien».

Y a continuación, Adela Torres me entregó la llave del tesoro.

Aquella tarde busqué una excusa para justificar mi temprana salida del trabajo y regresé a casa con un montón de archivos en el bolsillo. Los leí, mientras el asombro iba dejando paso a la estupefacción más absoluta.

Era bien entrada la noche cuando comprendí lo que debía hacer. Tomé un tranquilizante que me permitiera dormir unas horas. Lo iba a necesitar. Redacté un mensaje para Malinche en el que aseguraba hallarme un tanto indispuesto e informaba que me tomaría el día libre. Finalmente, me preparé para lo que se avecinaba y rogué a San Conidio que en la jornada siguiente, a la misma hora, siguiera aún en el reino de los vivos.