XXIII

PARECE mentira lo rápido que puede uno llegar a pensar cuando el tiempo se le acaba.

Era ya de noche, y estaba en casa. Una idea fija no se me iba de la cabeza: Adela Torres había tratado de decirme algo, antes de que León Gólovin la matase, a saber cómo. Sin duda, alguien del consulado informó al doctor de la visita, a éste le entró miedo de que ella me contara algo que lo comprometiera en el asunto del níscalo, y se precipitó. Tuvo que ser durante la llamada que me indicó Laura, pero ¿cómo se puede asesinar a alguien por teléfono? En fin, también fue peor para él, ya que si la doctora tenía algún secreto que compartir conmigo, la acompañó a la tumba.

El caso era que ese tío me iba a buscar la ruina por algo inexistente. La inmortalidad… Para él sería una eternidad sin poder catar el alcohol ni comer cosa decente. Aunque pensándolo bien, con tanto tiempo por delante alguien acabaría descubriendo la manera de poder trasvasar la mente a un nuevo cuerpo, como se contaba (infundadamente, supongo) que podían hacer los altos cargos del Consejo Supremo Corporativo. Desde ese punto de vista, podía comprender a Gólovin.

En suma, la doctora no me había confesado nada. Sí, amigo lector, seguramente estás pensando en el libro que me regaló, pero yo lo había hojeado en busca de alguna señal, palabras subrayadas o notas manuscritas al margen y, salvo la dedicatoria, nada de nada. Era tan sólo un montón de papel venerable. Ah, perdona, se me olvidaba. La dedicatoria decía: «Para Theo Zimmer, prometedor aficionado a la Micología. Siga progresando y nunca desfallezca». Y firmaba: «AdTorres J».

¿Quizá hubiera dejado alguna clave que me pasara desapercibida? Me sometí a un proceso de autohipnosis, aprendido en la Academia, para recordar al detalle las conversaciones que mantuve con ella, pero no saqué nada en claro. Y el tiempo seguía pasando.

Me fui a la cama. Aquella podía ser mi penúltima noche como diplomático, y eso con suerte. En un arrebato me llevé el libro, a sabiendas de que se trataba de un gesto inútil. En vez de buscar claves ocultas, lo admiré por lo que era, una magnífica antigualla procedente de una época en donde las cosas eran más simples. Experimentaba una curiosa sensación al leer en papel. El proceso resultaba engorroso y el libro pesaba lo suyo, pero resultaba relajante pasar las páginas y fijarse en aquellas ilustraciones planas, en blanco y negro, y sus diagramas no interactivos. Después de unas sesiones de implante subliminal, el inglés clásico no suponía problema para mí, especialmente en su modalidad técnica, pero no estaba yo para leerme un capítulo de corrido. Eso sí, busqué en el índice todo aquello que hiciera referencia a los níscalos, pero era bien poco. Había una ilustración en la que se veía un níscalo con un corte en las laminillas, por el que sangraba. Perdón, quiero decir que exudaba látex.

Mi mente desvariaba. En un momento dado, el cansancio me hizo cerrar el libro. Lo sopesé. Así, a ojo, le calculé kilo y medio, por lo menos. Me paré a pensar en cómo se las arreglaron los antiguos para que tantas hojas no se les cayeran al suelo. Como no me fiaba de ningún ordenador de Mycota, me levanté y miré en una enciclopedia interactiva a ver qué decía sobre el tema. Me remitió a la voz encuadernación. Allí me enteré de cómo se llamaban las distintas partes de un libro, y una alerta se disparó en mi mente cuando leí algo sobre encuadernación en lomo hueco. Efectivamente, había un espacio vacío entre los pliegos y el lomo. Vacilé antes de cometer semejante sacrilegio, pero fui a la cocina, busqué el vibrocuchillo más fino y, sintiéndome un miserable, practiqué un corte entre el lomo y la tapa mientras juraba que, si salía de ésta, lo repararía y como desagravio lo legaría a la Biblioteca de la Universidad de Almería, si es que existía aún.

No había ninguna nota escrita o pegada en el hueco. Grande fue mi decepción, como puedes suponer. Dejé el cadáver del libro sobre la cama, contemplando con desconsuelo el estropicio. «Y ahora, ¿qué, chico listo?»

En fin, sólo me quedaba volver a revisar las páginas una por una, por si se me hubiera escapado alguna nota escrita con tinta invisible, o algo similar. La tarea sería pesada, pero la noche era joven. 870 páginas, más otras diez al principio que contenían índice y agradecimientos: 880 en total. Bueno, 882 si contaba la hoja en blanco que había entre la primera página y las tapas, en la cual figuraba la dedicatoria. Me fijé en que era de un papel algo más basto que el resto, qué curioso. Consulté de nuevo en la enciclopedia el apartado de encuadernación. Aquellas hojas se llamaban guardas (ya ves, amigo lector, que un libro es algo más complejo de lo que parece) y servían de protección a los pliegos, a la vez que formaban parte del interior de las tapas.

«Un momento».

El corazón empezó a latirme más deprisa. Abrí el libro por el final.

La guarda posterior no estaba.

¿La habrían arrancado? Estudié detenidamente la tapa, y descubrí que la guarda estaba cuidadosamente pegada a ella. Un trabajo bien hecho, debía reconocerlo. Teniendo en cuenta que nadie lee libros desde hace milenios ni conoce sus entresijos, el truco pasaba desapercibido.

Separé la guarda cuidadosamente con el vibrocuchillo. Afortunadamente, sólo estaba adherida por los bordes. Me encontré con el consabido sello azul de la biblioteca y los restos de una etiqueta arrancada (seguramente para borrar los rastros del latrocinio cometido). También figuraba algo escrito:

219 — 12 − 11 − 1 — 180 − 4 — 17 − 29 − 9 J

Respiré hondo. Ahí estaba. El color de la tinta era idéntico al de la dedicatoria, salvo el número 219, más oscuro. La cara sonriente era similar a la de la firma. En un primer momento, maldije a la doctora. Podría haber escrito sin ambages lo que tuviera que comunicarme, en vez de jugar a las adivinanzas. Con la que se me venía encima… Daba la impresión de que le gustaba divertirse a costa de la gente, incluso después de muerta. O tal vez le encantaba que su ingenio fuera reconocido.

En cualquier caso tenía una serie numérica, con el primero de la fila resaltado. ¿Corresponderían a páginas del libro? Busqué la número 219. Estaba ocupada por un dibujo que mostraba un surtido de esporas. Traduje el pie: «Diversos tipos de conidios descritos en…»

Me detuve. ¿Conidios? ¿Cómo el famoso santo? Miré en el glosario del final del libro. Así se denominaban las esporas asexuales de ciertos hongos. Sonreí. Tal vez San Conidio eligió su nombre de guerra en referencia a la bárbara costumbre del celibato que practicaba. En cualquier caso, ¿qué podía significar aquella referencia al santo varón? Quizá los números siguientes no correspondieran a páginas, sino a citas de las enseñanzas de San Conidio. Recordé que la doctora me había dicho que algunos las usaban con fines adivinatorios. ¿Trató de facilitarme una pista? Veríamos.

Acudí de nuevo a la enciclopedia en cuya memoria, según anunciaba el fabricante, se encerraba toda la sabiduría de Mycota. Las enseñanzas de San Conidio estaban organizadas en capítulos y versículos, como los que componen la Biblia (¿has oído hablar de ella, amigo lector? Es todo un clásico). Busqué el 12, 11:

«Quien sembrare, cosechará. Casi siempre malas hierbas, pero tal es la humana naturaleza».

Muy propio, sí señor, pero me había quedado como estaba. Busqué el 1,180, pero no existía. Ese capítulo no tenía tantos versículos. Solté un taco, di unos pasos por la habitación para serenarme y lo intenté de nuevo.

«¿Los habrá escrito al revés?» Obtuve lo siguiente:

«Galaxias de esporas danzan en el aire quieto del bosque, mas nadie las percibe. Así, la grandeza del cosmos se escapa a nuestros groseros sentidos. Busca lo invisible. Medita. Cree» (S. Conidio, 9, 29).

«Arlequines parecéis, insensatos humanos, con vuestras pueriles cabriolas y risas vacuas. Así evitáis conoceros a vosotros mismos» (S. Conidio, 17, 4).

«Imagínate un mundo en armonía con la Madre Tierra. Luego, lucha por hacerlo realidad» (S. Conidio, 180, 1).

«Aire, agua, tierra y fuego: los cuatro elementos de los antiguos. ¿Cómo surgió la vida de tan humildes principios?» (S. Conidio, 11, 12).

Pues me seguía quedando igual. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Volví a centrarme en el libro, probando diversas combinaciones de páginas, párrafos, renglones y letras, permutando los números de formas distintas, pero sin éxito. Me acordé varias veces por minuto de todos los difuntos de la doctora y su oscurantismo. Y el tiempo pasaba.

En resumen, me tiré de imaginaria toda la noche. En un momento dado, cerca del amanecer, cuando ya lo había dejado por imposible, mi vista cansada se posó por enésima vez en aquellos cuatro absurdos versículos de San Conidio. Saltó de uno a otro y entonces se fijó en que las iniciales formaban la palabra GAIA. Me sonaba de algo, pero no lograba ubicarla. Busqué en la enciclopedia. Era una teoría de un científico de la Vieja Tierra, un tal Lovelock, que opinaba que el planeta funcionaba como un organismo vivo, con sus propios sistemas homeostáticos y de autorregulación. Curioso, pero irrelevante, y nada que hiciera referencia al níscalo. De todos modos, y ya que no tenía otra cosa que hacer salvo sumirme en el pánico, seguí explorando los versículos, fijándome en los caracteres y olvidándome de su contenido.

Las segundas letras componían ARMI; las terceras, LLAR; las cuartas, AEGE; las quintas, XQI más un espacio en blanco. ¿O éste no contaba? Empecé a reírme, hasta que logré atajar el conato de histeria.

¿Qué tenía ahora? GAIA — ARMI — LLAR — AEGE — XQI… Miré las letras con hastío. Parecían mofarse de mí, danzar ante mis cansados ojos, juntarse y…

Juntarse. ¿De qué me sonaba ARMILLAR? ¿Algo que leí cuando tuve que empollarme lo más básico de la cultura de Mycota, y que quedó en algún rincón de mi subconsciente? Volví a la enciclopedia. Vaya, había un género de hongos llamado Armillaria. Si la doctora quería atraer mi atención hacia él, había escogido un método la mar de retorcido. Supuse que se complacía en el propio lucimiento. ¿Qué tendría que ver con Gaia? ¿Y con el níscalo? Comprobé que ambos hongos no estaban relacionados; se los incluía en órdenes diferentes. «Desengáñate, Theo. Seguramente, se trata de combinaciones casuales de letras, a las que estás buscando un significado, como cuando crees vislumbrar siluetas en las nubes arrastradas por el viento».

Por si acaso, busqué en la base de datos noticias sobre Armillaria, y me llevé una gran desilusión. Se trataba de un hongo vulgar y corriente, cuya especie más conocida era Armillaria mellea, la seta color de miel (o alzinoi, en la lengua catalana que tanto parecía amar la doctora). Era parásito de árboles de hoja ancha, aunque había especies que atacaban a coníferas. Su micelio era diploide, cosa curiosa, y formaba unos cordones, los rizomorfos, que entraban en las raíces de sus víctimas y le permitían resistir a los incendios forestales. Las hifas eran luminiscentes, pero el Gobierno de Mycota había preferido otras setas para el alumbrado público. Y poco más. En suma, era una criatura normalita, mediocre incluso para los criterios del planeta. Nada había que la relacionara con los níscalos. De nuevo estaba en un callejón sin salida.

Me dejé caer en la cama, exhausto. Pensé en remitir un mensaje al consulado explicando que me hallaba indispuesto, pasarme el día entero en casa, agarrar una buena curda y a paseo con todo.

Supongo que por curiosidad residual tomé el maldito libro y busqué Armillaria en el índice temático, a ver qué sabían los antiguos terrícolas sobre el hongo de marras. Le dedicaban cuatro párrafos y merecía una ilustración en la página 530 (bastante mala, por cierto), pero no me enteré de nada nuevo. Según el índice, había referencias en otras páginas. Las fui hojeando. La 38 mostraba fotos de los rizomorfos; desde luego, parecían cordones ramificados, un tanto siniestros. Y así llegué a la última referencia, sólo unos cuantas líneas al principio del libro, en el capítulo correspondiente a las curiosidades fúngicas (y para curiosidades estaba yo entonces…). Era la página 5. Leí y me espabilé de golpe. Lo releí. No, mis ojos no me engañaban.

En aquel vetusto libro se hacía hincapié en una característica muy notable de Armillaria que no figuraba en la moderna enciclopedia. Según se decía en el libro, incluso fue reflejada en los periódicos de la época, pero nada se conocía al respecto en Mycota, probablemente el lugar del universo con mejores bases de datos sobre los hongos. Tal vez se hubiera perdido esa información, pero yo me inclinaba más por que alguien la borrara en el pasado, dado lo asombrosa que era. Empecé a vislumbrar qué relación podía tener con Gaia. Seguía una pista caliente, pero ¿cómo continuar?

En el texto aparecían citas que remitían a la bibliografía. Tal vez suministraran más información, aunque seguía sin saber qué demonios tendría aquello que ver con el níscalo dichoso. En aquella época aún se empleaba la cronología antigua. Las citas eran casi todas de 1992 y correspondían a varios autores: Brazier, Gould, Smith… Uno de los nombres me llamó la atención. ¿No sería el famoso Gould recordado por sus comentarios sobre Darwin y sus influyentes interpretaciones de la teoría evolutiva clásica? De hecho, era uno de los nombres a aprender cuando estudiábamos Historia de la Ciencia, una asignatura obligatoria en todas las carreras universitarias.

Busqué la referencia bibliográfica de Gould al final del capítulo. Se trataba de un artículo titulado «A Humongous Fungus Among Us». Me hizo gracia el juego de palabras, que se salía del habitual cariz solemne de los trabajos científicos. Cuántas letras repetidas, caramba. A esas alturas, yo buscaba pautas ocultas hasta debajo de las piedras. Me puse a jugar con el título, ya medio desquiciado. Al cabo de un rato, caí en la cuenta de que contenía justamente 23 letras, sin contar los espacios en blanco.

Si no lo has vivido, amigo lector, nunca podrás comprender ese inefable momento en que todas las piezas encajan. El tiempo queda en suspenso. Es un instante de plenitud inenarrable. Una revelación. Un arrebato místico.

Vamos, que recordé que 23 era el número de caracteres que la doctora me había dicho que componían la clave de acceso a sus directorios privados.