TE harás cargo, amigo lector, de lo que pudo pasar por mi cabeza en los siguientes minutos. Aquel mal trago no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Aparte del temor por mi vida, lo más desolador era imaginarme lo que sería de mi carrera. La deshonra era algo que en Tingis se consideraba la más execrable de todas las faltas. A mí siempre me quedaría el recurso del suicidio, pero ¿qué sería de mis madres, mis hermanos, los clientes del clan? Nunca podrían ir con la cabeza alta. Se verían obligados a arriar los pendones, y ocuparían un lugar bajo en la Asamblea. Además, a Helga se le rompería el corazón. Su idolatrado Theo, un delincuente… Había cosas peores que la muerte, sí.
Y aquellos hongos me aterraban, con sus lentes colectoras de luz fijas en mí. El sudor empapaba mis ropas y me corría por la cara, irritándome los ojos. No osaba parpadear, por si eso provocaba un disparo, pero estaba claro que no duraría mucho tiempo más. Por un momento pensé en dejarme caer, y acabar con todo. Al diablo.
Pero entonces, amigo lector, llega el momento en que tocas fondo, y te dices: «¿Acaso voy a permitir que ese mal nacido se salga con la suya?» El miedo deja paso a la ira, a la rabia, al coraje, y decides plantarle cara al destino. Fue cuando recordé el rostro crispado de la doctora, muerta en el suelo del consulado. Respiré hondo, y traté de pensar con lógica.
Respirar… Los hongos no me disparaban, a pesar de mi que tórax debía dilatarse y contraerse. Parpadeé con precaución. Nada. Tal vez el doctor sobreestimaba la sensibilidad de aquellos monstruitos. Quizá fueran incapaces de detectar los movimientos muy débiles. Me aferré a esa posibilidad.
Fue una pesadilla. Con una lentitud exasperante, que me crispaba los nervios, desplacé un poco una mano. Luego levanté un pie unos milímetros del suelo, tardando varios minutos en dar un pequeño paso. Los hongos no se movían, salvo algún giro ocasional. Me dieron un susto de muerte cuando uno de ellos abatió a una gran polilla que había cometido la temeridad de acercarse al suelo, pero eso hizo que no me confiara y mantuviera un ritmo comparado con el cual un perezoso sería un torbellino de actividad.
Debí de tardar horas en recorrer los pocos metros que me separaban de una encrucijada. Como ya te conté antes, amigo lector, los jardines que rodeaban los dominios de Gólovin obedecían a un diseño clásico, y los senderos discurrían rectos, entre setos bien podados. Recé a San Conidio para que el sistema antirrobo sólo cubriera las áreas más transitadas, y parece que se apiadó de mí. Comprobé la ausencia de escopeteros en el camino a mi derecha, y me dirigí hacia él. Cuando me pareció quedar fuera de su radio de acción me dejé caer en el suelo y cerré los ojos, aguardando el sonido de un disparo, pero nada ocurrió. Toda la tensión acumulada se descargó. Me puse a temblar como un poseso, y supongo que sollocé. Debía de haberme dejado varios litros de sudor por el camino, porque estaba empapado.
Una vez desahogado y ya más sereno, me ocupé de salir de aquella ratonera. Cada vez que llegaba a un cruce arrojaba piedrecitas o hierba al aire, para provocar el disparo de los escopeteros. Afortunadamente, como dijo el doctor, eran de usar y tirar, así que con un poco de paciencia y a base de lanzarles cosas, logré descargarlos cuando se interponían en mi camino y llegar hasta el coche. Me metí en él, cerré la puerta, solté una serie de palabrotas que sonrojarían a un arriero y huí de allá como alma que llevara el diablo.