LA residencia del doctor estaba situada junto a los laboratorios. Supuse que ahora que tenía un nuevo cargo, se plantearía sembrar una mansión más elegante. Estacioné el coche junto a los jardines y atravesé éstos sin prisas, gozando de su geométrica belleza.
Gólovin me aguardaba a la puerta de su domicilio. Subí la escalinata del porche y le estreché la mano. Entramos.
Creo que me superé a mí mismo. Estuve encantador, ensalcé las nuevas responsabilidades de Gólovin, admiré sus títulos y trofeos, le deseé lo mejor y no solté prenda. Tampoco tenía mucho que soltar, por cierto. Me dio la impresión de que el doctor esperaba algo de mí y se impacientaba por momentos, por más que tratara de disimularlo. Yo, recordando las enseñanzas de la Academia, hablé mucho y me las arreglé para comer poco y beber menos. Por más que me fiara del antídoto, lo de las levaduras asesinas no se me iba de la cabeza.
En fin, supongo que Gólovin habría echado algo a la comida y, al ver que yo no caía redondo o me convertía en un zombi, decidió dejar de lado toda cortesía. Me lanzó una mirada dura, desalmada, e inquirió sin más ceremonias:
—De acuerdo, Zimmer, hablemos de cosas serias. ¿Qué le dijo Adela Torres?
El momento de la verdad había llegado. Las cartas se ponían boca arriba. Yo mantuve mi compostura y no di signos de tensión. Estaba orgulloso de mi autocontrol.
—No suelo comentar mis conversaciones privadas. De todos modos, para su tranquilidad, sepa que no tratamos de temas técnicos. Fue una charla distendida e intrascendente, hasta que la pobre murió.
—¿La pobre? —sus ojos echaban chispas—. ¡Confiese que está usted de su parte! ¿Cómo puede apiadarse de ella?
Aquel individuo había perdido del todo los papeles, y la situación resultaba desagradable. Menuda decepción; me había esperado algo más sutil que escuchar gritos e improperios. Tal vez se mostrara más razonable si hacía ademán de irme. Serio, pero guardando las formas, le dije:
—Doctor Gólovin, agradezco su amable invitación, pero sospecho que prolongar mi presencia aquí le causa un cierto enojo. Encantado de haber pasado esta velada con usted —me levanté e incliné la cabeza—. Buenas noches. No, no se levante; yo mismo encontraré la salida.
Eso lo desconcertó momentáneamente. Por lo visto, no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Al cabo de unos segundos, saltó como un resorte.
—Mire, Zimmer, sé que alguien le envió a usted información con detalles técnicos sobre el níscalo que permitirían determinar su utilidad. También me consta que Torres trató de negociar en el consulado la recuperación de dicha información.
¿Temblaba imperceptiblemente de ira? Le respondí:
—Con el debido respeto, doctor, sus apreciaciones son erróneas.
—¡Y un cuerno! —golpeó la mesa con los puños; las copas vibraron—. Está bien, Zimmer, sin fingimientos. Samuel Carrión trabajaba para mí y me avisó que Torres había dado con algo realmente muy gordo oculto en el metabolismo de aquel níscalo. Sí, un gran descubrimiento científico —«del que tú te querrías apropiar», pensé, pero dejé que siguiera largando, feliz de llevar el micrófono—. Ella debió de descubrir a qué jugaba Samuel, porque lo suprimió y con él al níscalo. Sí, fue ella, créame. Sin embargo, es absurdo pensar que destruyera toda la información sobre algo tan sobresaliente. La guardó bajo siete llaves, seguro. Luego, al enterarse de que un traidor había filtrado archivos al consulado corporativo, decidió negociar. ¿Me equivoco?
—Del todo, doctor —repuse, a medio camino hacia la puerta—. Además, en el hipotético caso (y subrayo lo de hipotético) de que tuviera usted razón, ¿por qué iba Adela Torres a confiar en un extranjero?
—Porque aquí no tenía amigos, así de simple. Más de uno estará bailando claqué sobre su tumba ahora. Se lo merecía, la muy… —trató de controlar su exasperación y parecer amable—. Mire, no quiero apropiarme del secreto para mí solo. Usted también podría beneficiarse de él, y le garantizo otras múltiples ventajas que harán su vida en Mycota sumamente agradable.
—Mis superiores desaprueban el soborno, doctor. Además, no tengo ni idea de qué me habla, insisto.
Gólovin entrecerró los ojos. Parecían dos rendijas que buscaran un punto vulnerable, como el telémetro láser de un arma.
—Deje de fingir inocencia. ¿Tan malo es compartir el secreto de la inmortalidad? Entrégueme los archivos y yo me ocuparé del resto. Dudo que los biólogos corporativos alcancen el nivel adecuado para entender nuestros trabajos.
Las piezas encajaban en el rompecabezas. Súñer me había insinuado que en el metabolismo del finado níscalo pudiera haber algo relacionado con la interrupción del proceso del envejecimiento, pero Gólovin iba más allá. De todos modos, el documento en cuestión era vago y confuso, según nuestros científicos. ¿Cómo sabría el doctor lo de los archivos, si tomé todas las precauciones posibles para no ser rastreado? ¿Jugaba mi anónimo remitente a dos bandas, o qué? Decidí hacerlo hablar un poco más.
—La inmortalidad es una leyenda, doctor. La vida humana no puede ser prolongada más de unos siglos. El metabolismo, tarde o temprano, acaba declarándose en huelga.
—¿Leyenda? ¿Qué me dice de los altos cargos de la Corporación?
—Rumores infundados. Circulan tantos bulos…
—Basta ya de marear la perdiz, Zimmer. Páseme esos archivos —un leve tic nervioso hacía latir su mejilla izquierda.
—¿En qué idioma tengo que decirle que no sé de qué me habla, doctor? No deseo hacerle perder más tiempo. Buenas noches tenga usted.
Di media vuelta y me dirigí hacia la salida. Él no hizo ademán de detenerme, aunque me siguió a unos pasos de distancia. Abrí la puerta y cuando salí al porche la fresca brisa de la noche me acarició la cara, trayéndome deliciosos aromas fúngicos. En verdad, necesitaba abandonar aquella casa y su malsana atmósfera. Bajé la escalinata y seguí un camino de tierra que atravesaba los jardines. Me volví para despedirme; los buenos modales, ante todo.
León Gólovin se había parado en la puerta y me miraba sonriente. Había algo siniestro en su expresión.
—Un último detalle, Zimmer. Observe.
Sacó de su bolsillo un pequeño mando a distancia y pulsó una tecla. Un trocito de césped junto a la escalinata se deslizó a un lado y por el hueco abierto emergió una forma alargada y transparente. La reconocí de inmediato.
—¿Ha oído hablar de Pilobolus? Por la cara que se le ha quedado veo que sí. Le recomiendo que permanezca inmóvil, ya que en caso contrario…
Todo sucedió en un parpadeo. Gólovin movió la mano, el hongo escopetero apuntó hacia ella, girando con una rapidez no exenta de gracia, y la vesícula hinchada de la parte superior estalló en un chorro de agua a presión. Un proyectil negro salió disparado con notable puntería y acertó en el dorso de la mano del doctor. Éste se lo quitó y limpió con un pañuelo el lugar del impacto.
—Es una pena que estos hongos sean de usar y tirar. De todos modos, hay suficientes —pulsó otro botón y brotaron docenas de escopeteros en los márgenes del camino; él quedó fuera de su radio de acción—. Mi humilde persona está inmunizada, pero apostaría un brazo a que usted, por muchos contravenenos que haya tomado, no podrá contrarrestar mi última versión, que entra a través de la piel y va directa al cerebro.
Mi cara debía de estar pálida como la cera. Tragué saliva y procuré que no me temblara la voz.
—Doctor Gólovin, sepa usted que…
—¿El micrófono? —me interrumpió—. Déjeme adivinar… Es un Sempai MP-4010-D. Conociendo el modelo y frecuencia, puede ser interferido. Estos datos me los facilitó alguien del consulado. Está usted solo, Zimmer —guardó silencio unos instantes, saboreando su triunfo y dejando que el pánico me invadiera a oleadas—. Le resumiré lo que va a pasar. Yo me meteré en casa y me iré a dormir, porque verle jugar a las estatuas me aburre sobremanera. Tarde o temprano usted caerá. Los hongos están cargados con proyectiles tranquilizantes, que lo mantendrán varias horas en brazos de Morfeo. Nada más clarear el alba, yo encontraré su cuerpo en mi jardín, me asustaré y llamaré a una ambulancia. Claro, antes de que ésta llegue le habré aplicado un antídoto parcial que le permitirá mantener una breve conversación conmigo. Si lo que dice me satisface, confesaré a las autoridades que el percance en el jardín fue por mi culpa: concerté una cita temprana con usted y se me olvidó desconectar el sistema antirrobo. Le remitiré una disculpa formal, pagaré una multa y todos contentos. Si no suelta prenda… Bien, lo acusaré de allanamiento de morada, y será el fin de su carrera diplomática. Si intenta defenderse, nadie creerá su disparatada historia. Qué pena —hizo otra pausa para solazarse con su dominio sobre mi persona—. Bien, ¿desea usted efectuar una última pregunta o contarme algo antes de que me retire? Puede hablar; ahora mismo sólo están programados para detectar el movimiento hasta la altura de sus hombros.
No supliqué, ni lo insulté, ni protesté. Mis palabras salieron de forma inconsciente:
—¿Cómo mató a la doctora Torres?
—Adivínelo —me obsequió con una reverencia burlesca—. En fin, activaré a los hongos para que rastreen hasta dos metros de altura. Que pase usted una buena noche, señor Zimmer, y abríguese. El relente es fatal para los bronquios.
El muy sádico cerró la puerta y me dejó en medio del camino que atravesaba el jardín, más solo que la una, flanqueado por unos hongos con aspecto de serpientes deseosas de morder, que me tenían en su punto de mira.