XIX

SÚÑER, al enterarse de lo sucedido, insistió en que tuviera cuidado. Me consta que él habría preferido acudir a echarme una mano, pero sus obligaciones actuales se lo impedían y, además, se suponía que yo debía probar mi valía como diplomático.

Conforme pasaban los días, no se me quitaba de la cabeza que la visita de la doctora tuvo un motivo oculto. Era una corazonada, pero creía que ella intentaba decirme algo. Me mortificaba al pensar que de seguir manteniendo relaciones amistosas con ella, tal vez habría acabado proporcionándome alguna pista sobre el caso del níscalo. Pero no le dio tiempo. Es más, estaba convencido de que la habían matado. No disponía de pruebas, aunque sí de mil móviles. Y, en cierto modo, a pesar de la posibilidad de que ella hubiera liquidado a Samuel Carrión, me caía simpática. Y confiaba en mí. De algún modo, mi inconsciente quería resarcirla.

Tampoco tuve mucho tiempo para meditar sobre lo que pudo haber sido y no fue. León Gólovin me invitó a cenar en su casa. Había sido elegido jefe de algo que no entendí bien, y deseaba presentarme sus respetos. ¿Qué tripa se le habría roto ahora? No tenía ni idea, pero esta vez me lo tomé muy en serio.

Decidí hacer caso a los consejos de Chamberlain. Como máximo representante de la delegación, tenía acceso a un discreto y pequeño almacén que contenía artículos sumamente útiles para las tareas diplomáticas. Ingerí un producto que blindaba mi tubo digestivo durante unas horas frente a la agresión de agentes químicos y biológicos, e impedía la absorción de drogas o productos nocivos a la sangre. Dudaba que hubiera algo en Mycota capaz de derrotar a la tecnología médica corporativa. También me agencié un minúsculo micrófono, muy fácil de ocultar, que transmitiría todo cuanto registrara al ordenador. Te pareceré paranoico, amigo lector, pero no me fiaba un pelo del buen doctor.

Mientras me impartía las últimas instrucciones que yo no había solicitado, creí notar algo raro en el tono de Chamberlain.

—A ver si resulta que a estas alturas te preocupas por mi salud —le dije, tratando de bromear.

Para mi sorpresa, tardó unos segundos en contestar, y no lo hizo con la sorna habitual.

—Yo en su lugar no aceptaría esa invitación, señor. Tengo un mal presentimiento.

—¿Cómo? —creí haber oído mal—. ¿Presentimiento, has dicho? Se supone que los ordenadores sois más racionales que nosotros, pobres humanos…

—Llámelo como quiera, señor, pero no me gusta este asunto. Su vida podría peligrar.

—Soy mayorcito y sabré cuidarme. Tranquilo. Además, en el peor de los casos, ya estarás acostumbrado a ver caer diplomáticos bisoños en este planeta, ¿verdad?

—Sí, pero salvo Frank Súñer, ninguno de los anteriores me trató como un colaborador, más bien un amigo, como usted a lo largo de estos meses. Ellos, o bien duraban poco o me consideraban un trasto anacrónico aunque gracioso. Usted ha hecho que me sienta útil y, a cambio, deseo que triunfe en su carrera y colme de honores a su clan. No cometa imprudencias, por favor.

Aquellas palabras lograron conmoverme. Me había ganado el afecto de un ordenador depresivo.

—Tranquilo, amigo. Seguro que tus temores son excesivos. Sólo me espera una cena mortalmente aburrida en la que tendré que soportar al doctor alabándose a sí mismo. Mañana estaré de vuelta y nos reiremos de todo esto.

—Ojalá, Theo —era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila.

Y allí que fui yo, con mi cara de los días festivos, alegre y risueño, a la casa de León Gólovin.