XVIII

NO se pudo hacer nada por revivirla. Los forenses determinaron la existencia de múltiples hemorragias internas, como si en el cuerpo de la doctora hubiera tenido lugar un congreso de aneurismas. Llegaron a la conclusión de que se trataba de muerte natural, o al menos lo que por esto se entendía en Mycota. Dijeron que la manipulación continuada de toxinas fúngicas podía dar lugar a cuadros clínicos similares. No era la primera vez. Síndrome de Fuckel, lo llamaban.

Yo no me lo creí. Los aneurismas con ansias de reventar solían dejar a la gente frita en el acto, y la expresión de horror en su cara era incongruente. Pero si no se trataba de una muerte natural, entonces ¿qué? No tomó nada de beber en el consulado, a pesar de que se lo ofrecí y nadie, salvo la secretaria y yo, intercambió más de una frase con ella.

—Reciba mi más sincera enhorabuena, señor Zimmer. Entre todos hemos logrado que por fin el consulado corporativo pase a la Historia de Mycota —sentenció Chamberlain cuando se enteró.

A pesar de mi agorero ordenador, no hubo ningún escándalo diplomático. Más bien era el Gobierno local el que parecía compungido porque el fatal suceso hubiera ocurrido en la sede corporativa, provocando una situación tan enojosa.

Estuve muy atento durante las exequias, que se celebraron, como era usual, en una gran pradera a las afueras de Saccardo. Aquello estuvo lleno de personalidades, incluso León Gólovin, quien debía de pasárselo en grande. Aparte de la pérdida de una gran científica, no me dio la impresión de que nadie sintiera mucho su muerte, salvo unos pocos colegas que se veían muy afectados, quizá porque la conocían bien. Incluso entre sus colaboradores directos no se notaba demasiada pena. Tal vez ahora ascendieran en el escalafón. ¿Cuál sería el que me envió aquellos mensajes? Desde luego, ninguno de ellos me dirigió la palabra.

Al tratarse de una gran celebridad, y dada la estima que se tenía en Mycota por los científicos, el funeral fue de gala. Supongo que la vestimenta sería la de las grandes ocasiones, aunque en conjunto exhibieran la misma pinta heterogénea que de costumbre. Tan solo los oficiantes llevaban casullas verdes sin adornos, como símbolo de respeto a la simplicidad de la Naturaleza.

Se pronunciaron muchos discursos, glosando los logros de Adela Torres. Hasta yo contribuí con una breve elegía, en nombre del Gobierno corporativo. Tal gesto fue muy apreciado por todos. Además, el hecho de que la doctora hubiera muerto en el consulado le daba un toque morboso a mi intervención.

¿Qué sentía yo? Aparte de mi papel oficial, habría asistido a aquel acto por voluntad propia. Me dolió el fallecimiento de Adela Torres, ahora que empezaba a conocerla y entreví que se trataba de una mujer fascinante.

El acto terminó con una sencilla inhumación, el cuerpo en contacto con la Madre Tierra, sin lápidas que recordaran el lugar de la tumba. Los hongos descomponedores cumplirían con su tarea, y parte de su futuro esplendor cuando brotaran las setas sería el último legado de Adela Torres a Mycota. Ahora, ella y el planeta eran uno.