TAN placentera rutina se vio interrumpida por unos mensajes de correo electrónico que, a la postre, cambiarían mi vida y, en cierto modo, la de todo un mundo.
El primero decía: «Ella tuvo la culpa». Era un mensaje de texto, sin más, con dirección falsa, y Chamberlain no pudo rastrear su origen. Tal vez fuera una broma, aunque la imagen de Adela Torres me vino a la mente. ¿Alguno de sus innumerables enemigos trataba de hacerla quedar mal ante mis ojos?
Al cabo de dos días recibí otro, tan lacónico como el anterior: «La clave está en el níscalo». Empecé a mosquearme.
Luego llegó otro: «Yo amaba a Samuel. Fue injustamente inmolado». Pensé en denunciarlo a la Policía, pero me venció la curiosidad. Quería ver dónde iba a parar aquello, y unos mensajes sin remitente no hacían daño a nadie. Y tal vez el misterioso corresponsal cometiera un desliz que lo delatara.
Estuvo una semana sin dar señales de vida, hasta que me soltó la bomba: «Si ella me descubre me matará como a Samuel. Haga justicia, por favor. Cuitlacoche. 9856gjtg87r».
Fue su último mensaje. Supuse que no había podido enviarme más sin correr riesgos, o que quizá se cansara de tomarme el pelo. Tenía que ser un colaborador de Adela Torres o un bromista. Busqué en la sección de necrológicas, por si acaso, pero para mi alivio no figuraba ningún científico fallecido en Saccardo durante las últimas fechas. Así, pues, me había proporcionado dos palabras. Cuitlacoche era el nombre de una golosina que se obtenía a partir de los tumores que formaba el carbón del maíz. La otra resultaba incomprensible, y tenía toda la pinta de una clave de acceso.
—Le sugiero que acuda a un cibercafé, señor Zimmer —me dijo Chamberlain—. Aunque suene paranoico, alguien podría rastrearlo. No sería deseable que le denunciaran por violar un directorio privado desde el consulado.
—¿No puedes evitar que nos detecten?
—Por mucho que hiera mi ego —su voz sonaba abatida—, soy un ordenador de tercera, el equivalente a un macaco oligofrénico para su especie. Las comunicaciones por vía cuántica a la Corporación son seguras, pero no resulto fiable cuando me introduzco en la Red local. Qué se le va a hacer.
Pese a lo improbable del caso, Chamberlain tenía razón. En aquel asunto había un muerto de por medio, así que convenía adoptar ciertas precauciones. Me fui a un cibercafé, pedí un carajillo setero (flojito, por supuesto), accedí al portal de la Red, introduje Cuitlacoche como nombre de usuario y añadí la clave. Acerté a la primera. Accedí a un directorio que sólo contenía dos archivos. Uno era muy corto, y decía: «Sé que es usted persona íntegra, y actuará con rectitud. Samuel era bueno. Nos queríamos. Mi futuro ha muerto. Samuel descubrió algo terrible sobre ese níscalo, pero ella lo cazó y los destruyó a ambos. Lea el otro archivo. Samuel me lo pasó. Ojalá sea importante, y su memoria pueda rehabilitarse. Nunca sabrá quién soy. Por favor, haga justicia. Que San Conidio lo bendiga».
El otro archivo era bastante extenso y estaba redactado en un lenguaje tan técnico que me resultó incomprensible. Siguiendo los consejos de Chamberlain, saqué una copia en disco y me lo llevé a casa, en vez de copiarlo a través de la Red. Con la seguridad no se jugaba.
Consideré qué hacer con aquella información, que parecía relacionada con la Biología Molecular. Mis conocimientos del tema eran escasos, y no me atreví a preguntárselo a nadie de Mycota para no despertar sospechas. Al final opté por lo más lógico: usar un canal diplomático de alta seguridad y poner al corriente a mis superiores. Chamberlain volvió a jurarme que era imposible violar los sistemas de protección de datos de la Red Corporativa, a la que Mycota no estaba conectado. Después sólo me quedó esperar, tejiendo hipótesis sobre cómo acabaría el asunto y sintiendo la excitación de quien cree estar a punto de desvelar un misterio.
No tardé muchos días en recibir respuesta:
«Querido Zimmer,
Su actuación en el caso ha sido correcta. Le recomiendo prudencia. Yo lo metí en esto, así que me entristecería que por mi culpa se complicara la existencia. Tenga cuidado con Torres y Gólovin. Enemistarse con cualquiera de ellos conllevaría una queja formal contra usted y tendríamos que relevarlo de su cargo en la delegación. Limítese a recibir información, sin forzar su búsqueda.
En cuanto al contenido del archivo, resulta deliberadamente confuso. Hay descripciones detalladas, eso sí, de varias rutas metabólicas secundarias de los níscalos, así como crípticas referencias al envejecimiento celular. Tal vez el níscalo de marras fuera un sujeto experimental para sintetizar drogas que retarden la senescencia, pero nuestros biólogos no están seguros.
Cuídese. Un cordial saludo, Frank Súñer».
Mis expectativas de haber desvelado un gran secreto se fueron al garete. No obstante, reflexioné sobre la poca información disponible. ¿Fabricaría ese níscalo una suerte de elixir de la juventud? Ya existía un amplio abanico de estos productos en el mercado. ¿Era eso motivo para cometer un crimen? Y en tal caso, ¿por quién? ¿O había algo más profundo en aquel archivo que se nos escapaba? Lo discutí con Chamberlain, quien no fue de mucha ayuda.
—¿Elixir de juventud? ¿Quién lo necesita? Desde luego, no los ordenadores. Somos inmortales —sentenció, malicioso.
En fin, no me quedaba más remedio que rogar a San Conidio, o a quien quisiera hacerme caso, que me proporcionara más claves de aquel enigma.
Lo malo de los rezos es que a veces son escuchados, y los deseos concedidos.