XV

SINTIÉNDOLO mucho por Súñer, y en vista de que se trataba de la palabra (mejor dicho, la conjetura interesada) de Gólovin contra Torres, dejé de lado el asunto y retorné a mi labor profesional. Por supuesto, presté especial interés a comprender mejor la sociedad de Mycota y sus singulares vericuetos.

A lo largo de los años, he ejercido mi labor en culturas realmente cerradas, incluso hostiles hacia los extranjeros. Aquí, en cambio, y a pesar de lo que pensaban los turistas que visitaban el planeta, bastaba mostrar un mínimo de interés sincero y todos se volcaban en echar una mano.

Por supuesto, quienes más me ayudaron fueron mis subalternos, sobre todo el contingente femenino. A pesar de las reservas iniciales, poco a poco fui ganándome su confianza e incluso acabé convirtiéndome en confidente de algunos de ellos. Había quien encontraba alivio al hacerme partícipe de sus cuitas amorosas o conflictos familiares. Por otro lado, me consideraban exótico y no perdían ocasión de preguntarme acerca de las costumbres en otros mundos. Y siempre estaba el atractivo de la autoridad, claro, aunque nunca abusé de ella para obtener favores de ningún tipo. Me gusta dormir con la conciencia tranquila.

A diferencia de los mundos corporativos más populosos, en Mycota la gente solía preferir las relaciones de pareja, tanto homo como hetero. Como nativo de Tingis, acostumbrado a los grupos complejos, me sentía un tanto violento, aunque lo disimulé bien y al final llegué a acostumbrarme e incluso a disfrutar con ello. Lo siento, curioso lector, pero antes de que lo preguntes, tengo por norma no relatar mis andanzas en este campo.

Hice buenas migas con una de las secretarias, Laura. Gracias a su ayuda, empecé a manejarme por las calles sin causar demasiados estropicios. Ella se divertía como una condenada a costa de mi desconocimiento de sus costumbres, yo iba aprendiendo sobre la marcha y, en suma, nos lo pasábamos de miedo cuando librábamos del trabajo.

Bien acompañado, empecé a visitar los comercios, incluso los de ropa. Sin embargo, y a pesar de las sugerencias de Laura, siempre respeté el consejo de mi jefe y no adopté la indumentaria nativa. En Mycota estaban un poco hartos de los turistas que trataban de no parecer tales, y provocaban escándalo público. Mi falta de pretensiones les gustaba.

En verdad era un ameno pasatiempo ir de tiendas. Cierro los ojos, y aún puedo evocar los aromas de las especierías, plenas de diminutas maravillas, o las salas recreativas donde se cultivaban y consumían los más increíbles hongos alucinógenos en infusiones, fumados, esnifados, inyectados, comidos, por vía rectal… Los amantes de las emociones fuertes podían acudir a ciertos locales donde se servían setas cuidadosamente preparadas por cocineros de élite, para que su veneno no traspasara el nivel letal. Si has reunido el valor necesario para enfrentarte a una ración de fugu japonés, amigo lector, sabrás a qué me refiero. Por supuesto, en otros locales ofrecían manjares menos peligrosos. Había sitios en los que el chef era un auténtico maestro en la condimentación de platos con trufas mutadas, secretoras de feromonas. No se si existirán afrodisíacos tan potentes en algún otro lugar del Ekumen. De nuevo seré discreto.

De vez en cuando callejeaba en solitario. Unos lugares pintorescos para mí eran las inmobiliarias. Quienes deseaban construir una casa y disponían de terreno para ello, exponían sus preferencias al vendedor. Éste se las pasaba a los ingenieros genéticos. Al cabo de unas semanas, los nuevos propietarios recibían su paquete de esporas y ya podían sembrar su casa. Ésta crecería en pocos meses, si la abonaban bien y la conectaban a los servicios municipales, pagando las tasas preceptivas.

También me resultó curiosísimo visitar una armería. En Mycota, el uso de armas estaba restringido a ciertas capas sociales. Yo, como extranjero, no tenía permiso ni para poseer una seta disecada que me sirviera de cachiporra. De todos modos, si me pasaba por la tienda un día en que el negocio fuera flojillo, el propietario del establecimiento solía tener ganas de palique y me enseñaba la mercancía.

Las armas portátiles eran simples, básicamente tubos con pequeños hongos mutados que disparaban violentamente sus esporas. Éstas, cómo no, habían sido modificadas para ser venenosas, aturdidoras o explosivas. Además su ADN estaba registrado, lo que resultaba muy útil para las pruebas de balística en caso de asesinato. Los sistemas antirrobo eran más llamativos, desde luego.

—Mire, un Ascobolus, diseñado para detectar focos de calor. Cualquier cosa que emita infrarrojos actuará como disparador.

Los especímenes en cuestión parecían almohadillas tachonadas de puntitos negros. El dependiente acercó un mechero encendido y el hongo, con un silbido tenue, escupió las esporas. Ni una falló.

—Verá que no las lanza todas, lo que permite varias descargas sucesivas —me explicó mientras limpiaba el mechero de motas negras con un pañuelo—. Este ejemplar de muestra es inofensivo, claro, mas el cliente puede elegir desde un efecto laxante, para visitas indeseadas, hasta drogas paralizantes. Puede complementarse con aquel otro, Sphaerobolus —me señaló unas pequeñas bolitas naranjas—, genéticamente modificado para detectar las ondas de presión y disparar. Pero el preferido de mis clientes es Pilobolus, el escopetero. Bonito, ¿eh? Y además, disponemos de un amplio surtido para todos los gustos y bolsillos, como puede comprobar.

Se trataba de unos hongos peculiares. Había ejemplares de pocos centímetros, hasta otros que me llegaban a la cintura. Poseían unos tallos erectos y transparentes que acababan en un engrosamiento parecido a una bombilla, rematado por una cápsula negra.

—El bulbo superior capta y concentra los rayos luminosos —estaba orgulloso de contar las virtudes de sus niños—. El pie funciona como un cable óptico y los impulsos luminosos activan un motor biológico injertado en la base del pie. Son sensibles al movimiento.

Pasó la mano delante de los hongos y éstos se giraron rápidamente, con una gracilidad que me recordó a la de una cobra (si no sabes lo que es una cobra, amigo lector, imagínate un filipútido de Erídani, con el que estarás más familiarizado). Pese a tratarse de criaturas tan simples, resultaban amenazantes. El dependiente hizo unos cuantos aspavientos más y los hongos se flexionaron y danzaron, prestos para atacar.

—Tranquilo, no están cargados; en tal caso, dispararían las cápsulas con extrema violencia. Son ideales para la vigilancia de pasillos, cajas fuertes, laboratorios y otros lugares donde se guardan secretos.

Me estuvo enseñando algunos hongos más, todos con pinta de tener muy mala leche. Yo, por supuesto, alabé lo hermosos que eran, para su satisfacción.

—Sin embargo, muchos de nuestros clientes no son seducidos por sus encantos y prefieren lo clásico: los venenos. Así no tienen que cuidar de los hongos, salvo que deseen conservar sus propios cultivos de levaduras asesinas y…

—¿Levaduras asesinas? —pregunté, interesado de repente. León Gólovin me vino a la memoria.

El propietario me largó un didáctico rollo sobre levaduras que fabricaban antibióticos para eliminar a sus competidoras. Obviamente, el paso para convertirlas en diminutas factorías de venenos era pequeño.

Tras agradecerle sus desinteresadas enseñanzas, me fui a casa meditando sobre esa manía humana de convertir el fastidiar al prójimo en una forma de arte. También se me había quedado en el subconsciente lo de las levaduras asesinas. Me hacía gracia lo de aplicar semejante epíteto a unos microbios insulsos. Picado por la curiosidad consulté el ordenador y averigüé que la capacidad agresiva se debía a un virus-ARN. De hecho, las infecciones víricas alteraban el comportamiento de los hongos. No los mataban, sino que los convertían en mansos corderitos o en seres francamente bordes. Para los bioingenieros, la manipulación de esos virus fúngicos fue como descubrir un auténtico tesoro.

A estas alturas ya había olvidado lo del níscalo. Mycota era de por sí lo bastante interesante como para perder el tiempo en investigaciones ociosas, que no conducían a sitio alguno. Y pasó un mes, luego otro.