XIV

PUES se dejó, para mi sorpresa. Al ver mi cara en el videófono me espetó su negativa a hablar conmigo, pero en cuanto le comenté que había visitado a León Gólovin, alzó la vista al cielo y suspiró.

—Está bien, qué remedio. Tendré que proporcionarle mi versión de los hechos, para que se quede tranquilo. Puede venir mañana a las diez. Buenos días —y me colgó.

Como consecuencia, al día siguiente acudí a los laboratorios de la doctora. Estaban situados en la misma ciudad que el centro de investigación de Gólovin, aunque en la otra punta; significativo detalle. El estilo arquitectónico también era diferente: una amalgama de estructuras fungosas formando una suerte de caos armonioso. Tal vez reflejaban dos maneras incompatibles de entender la vida.

Adela Torres no salió a recibirme, así que tuve que buscar su despacho. Eso me dio tiempo para disfrutar del recorrido por el complejo. Cuán diferente era al de León Gólovin… Abundaban los patios interiores con inmensos terrarios estancos. En cada uno, como si de un museo de dioramas se tratara, vislumbré setas de las más sorprendentes formas y colores, semiocultas entre una vegetación lujuriante.

Me tropecé con unos cuantos científicos y auxiliares en bata blanca, enfrascados en tareas que me resultaron incomprensibles. Pregunté y me condujeron hasta el despacho. Llamé a la puerta y ésta se abrió con un susurro.

La habitación a la que entré era grande, con paredes que se combaban en lo alto hasta convergir en el techo. Un gran ventanal de vidrio polarizado permitía contemplar los suburbios de la ciudad. Además de terminales de ordenador, había lejas con auténticos libros de papel, unos objetos inútiles que ocupaban mucho espacio. Eso sí, daban al despacho un indiscutible aire retro. Al fondo, con los ojos pegados a los oculares de un microscopio, estaba Adela Torres. En su inmovilidad se asemejaba a un instrumento más del laboratorio, pero se levantó al verme y me estrechó la mano; su apretón fue firme. Con aquella bata parecía una criatura inofensiva. En cualquier otro planeta podría haber sido confundida con una churrera. No obstante, tenía un porte digno, como quien está más allá de las apariencias. Me miró de arriba abajo, sin manifestar mucho interés.

—De acuerdo, señor Zimmer. Pregunte sin miedo. Cuanto antes acabemos con este enojoso asunto, mejor para todos —dijo con un tono que más parecía aburrido que desagradable.

Desde luego, no le gustaba andarse por las ramas. Por mi parte, también prefería su ruda franqueza a la cortesía forzada de Gólovin.

—Muy bien, doctora. Nos gustaría saber exactamente qué sucedió con Samuel Carrión.

—¿Qué le ha contado al respecto ese sandio de León Gólovin?

Se lo resumí, suavizando las frases más hirientes. Ella me escuchó sin perder detalle. Al finalizar mi exposición esbozó una sonrisa.

—Acompáñeme. Mejor se lo explicaré in situ.

Salimos a los viveros. La vista se me iba de una maravilla biológica a otra. A ella pareció divertirle mi interés y comenzó a explicarme cosas. Supongo que debe de ser un reflejo condicionado en los científicos, como los patitos recién nacidos cuando siguen al primer objeto móvil con el que se topan.

Pasamos junto a lo que parecía un rascacielos compuesto por terrarios apilados. En ellos había unas setas blancas distribuidas de forma regular, como en una parada militar. Cuando estaban cerradas presentaban un porte esbelto, pero al envejecer su sombrerillo se abría y licuaba, desprendiendo gotas de líquido negro. Éste era recogido por unos canalillos e iba a parar a unos depósitos.

—Son barbudas. Setas de tinta, vamos —las señaló, al constatar mi interés—. De jóvenes resultan excelentes comestibles, sobre todo en tortilla, pero aquí las dejamos madurar y recolectamos la tinta. Pagan buenas sumas por ella en todo el Sistema, especialmente ministerios y demás. El tipo y cantidad de esporas de cada partida resultan únicos, como huellas dactilares. Es ideal para evitar falsificaciones en las firmas de documentos oficiales.

—Ahora que lo menciona… —hice memoria—. Quizá sea una leyenda urbana, pero en una de mis sesiones de documentación, leí que un guerrero de la antigüedad en la Vieja Tierra, un tal Adolf Hitler, ya usaba tinta de hongos por ese mismo motivo.

—Caramba —me miró sorprendida—, parece que no es usted tan obtuso como creía, para tratarse de un extranjero.

—Lo tomaré como un cumplido, señora.

El ambiente se había distendido un poco, menos mal. Seguimos caminando entre terrarios.

—¿Qué son esas setas marrones? —pregunté.

—Coprinopsis atramentaria —debió de reparar en mi cara de incomprensión—. Antialcohólicas. Son parientes próximos de las barbudas. Bloquean el proceso de degradación del alcohol en el cuerpo humano y resultan ideales para quienes desean dejar el vicio.

—¿Cómo el doctor Gólovin?

No me respondió, aunque creí atisbar una sonrisa pícara en su rostro. Dejamos atrás la zona de los terrarios y entramos en lo que podría describirse como un inmenso invernadero gótico-orgánico, bajo el que se disponía un bosque de cuento de hadas. No me habría extrañado tropezarme con algún gnomo que saliera dando saltitos de debajo de una seta, a ser posible una de las rojas con pintas blancas. Señalé un grupo de rebozuelos, de un amarillo precioso.

—Desde luego, los grandes hongos son más agradecidos que las levaduras.

Ella me miró y sonrió abiertamente.

—No me sea usted zalamero. Mire, he aquí el lugar del crimen.

Había pinos por todas partes y el olor a resina impregnaba el ambiente. Algunos árboles medían más de veinte metros de altura, y el techo crecía adaptándose a ellos para no interrumpir su desarrollo. Las agujas caídas tapizaban el suelo, y entre ellas surgían unas setas grandes y anaranjadas. Nosotros caminábamos por unos corredores acristalados, para evitar que contamináramos a aquellos ecosistemas domesticados.

—Níscalos —dije, contento de conocer el nombre de alguna seta—. O rovellones, como también los llaman.

—Bueno, este último término es de origen catalán, una antigua lengua latina de la Vieja Tierra. Como se trataba de un pueblo micófilo y micófago, disponía de numerosos nombres para las setas, a diferencia de las regiones cercanas, más bien micófobas. En interlingua, un níscalo es cualquier hongo del género Lactarius, llamado así por el látex que segrega al ser herido —había adoptado una pose docta que me parecía muy graciosa, así que no interrumpí su pequeño discurso—. Los catalanes distinguían varias especies. Un Lactarius deliciosus, como ése de ahí, se denominaba pinetell. Es una especie comestible bastante común y apreciada. En cambio, el finado, que en paz descanse, sería un rovelló propiamente dicho. Un Lactarius sanguifluus, hablando en plata. El más exquisito de todos.

—Dejémoslo en níscalo.

—De acuerdo —nos detuvimos—. Ahí moraba el pobre.

Comparado con la abundancia que lo rodeaba, aquel rincón era desolador. Los pinos se erguían secos, tan solo con algunas agujas pardas en las ramas. En el suelo no se veía ni una seta.

—Aquí criábamos a un ejemplar particularmente valioso. Dediqué muchos años a rediseñar su genoma. Era algo notable —pareció ensimismarse; se la veía triste.

—¿Qué tenía de particular ese níscalo, doctora?

—No suelo publicar nada de mis investigaciones hasta disponer de resultados concretos. Ese ejemplar era irrepetible, en todos los sentidos. Honremos su memoria, y obviemos lo que pudo haber sido y no fue.

—Le afectó su pérdida, ¿verdad?

Ella me miró a los ojos, y supongo que se dio cuenta de que no me estaba regodeando a su costa. Su expresión se dulcificó.

—A nadie le gusta la extinción de seres vivos, especialmente si sus células albergan genomas únicos —señaló a la tierra muerta—. Samuel lo regó con un funguicida de acción drástica, acompañado de un herbicida aún más agresivo. Dejó secos, literalmente, a pinos y níscalo. El micelio se desintegró totalmente, y hasta la última molécula de ADN se desorganizó. Samuel entró luego en la cámara criogénica y destruyó todas las muestras de esta cepa. Finalmente acabó loco y lo capturó la Policía. Para qué mentirle; su ejecución no me afligió, precisamente. En fin, el resto carece de importancia. Si existe otra vida, Samuel y el níscalo habrán hecho las paces, lo cual es un triste consuelo para quienes nos quedamos abajo.

—¿Sabe por qué lo hizo?

—Sólo puedo conjeturar, y me temo que seré acusada de parcialidad —sonrió.

—¿El doctor Gólovin?

—Pues… Ya sabe que él me detesta. Estoy persuadida de que Samuel era un topo, un agente suyo infiltrado para fastidiarme o espiar y apropiarse del conocimiento ajeno. No sería la primera vez, si consulta a algún cronista especializado, que me sabotea algo con el fin de ganar el dichoso Premio G. Fragoso.

—Según cuentan, usted tampoco es una cándida criatura celestial, perdone que le diga. No sé quién habrá zaherido más a quién…

—Sí, me temo que los pecados de juventud crean odios que se van realimentando como una avalancha, y llega el momento en que no se pueden detener —me sorprendió ese conato de autocrítica, aunque duró poco—. Pero esta vez se ha pasado. Estamos hablando del asesinato de un ejemplar único, y eso es algo merecedor de un viaje sin retorno al Gólgota. Tal vez por eso Gólovin se asustó y le suministró a Samuel una dosis de droga digna de un elefante con el fin de silenciarlo. Puestos ya, ¿qué más da un fiambre que dos? —se encogió de hombros—. O tal vez Samuel se volviera majareta, pero se trató de una locura muy selectiva y metódica, ¿no cree usted?

—En conclusión, que nunca sabremos lo que le pasó a nuestro empleado.

—Siempre habrá misterios sin resolver, señor Zimmer. Resígnese.

—Ya veo. En fin, doctora, ha sido un placer conversar con usted, pero no deseo entretenerla más. Sus obligaciones…

—Bueno, siempre gratifica comprobar que los hongos despiertan el sentido de la maravilla en un foráneo. Nosotros ya estamos acostumbrados a convivir con ellos, pero usted representa la inocencia prístina. No sé, da la sensación de que lo que hacemos merece la pena. Pienso que ha sido una amena entrevista, señor Zimmer.

Sorprendido por aquel arrebato amistoso, le estreché la mano y salí al aparcamiento. Mientras conducía de regreso, me dije que aunque estaba claro que nunca averiguaría la razón exacta de aquel fúngico crimen, al menos había conocido a dos personajes ciertamente peculiares. Menos daba una piedra.