DE vuelta a Saccardo me enfrenté al dilema de a cuál de los dos científicos visitar primero. Considerando la buena disposición mostrada, opté por Gólovin.
A diferencia de otros mundos, donde los científicos de mayor renombre eran universitarios y combinaban investigación con docencia, aquí ambas funciones estaban bien delimitadas. A los investigadores de probada valía se les financiaba generosamente. En el fondo era una buena inversión, ya que sus descubrimientos solían beneficiar a todos.
León Gólovin trabajaba en un complejo situado en el extrarradio, rodeado de primorosos jardines. El edificio principal, cosa rara en Saccardo, no parecía orgánico. Me recordó vagamente a Santa Sofía de Estambul antes de las remodelaciones tras el enésimo terremoto, sin los minaretes. Todo el complejo estaba vivo, construido a base de hifas de alta resistencia, pero su sentido del orden y la simetría me llamó sobremanera la atención.
Gólovin salió a recibirme y me saludó cordialmente. Me invitó a ponerme una bata blanca de laboratorio, en apariencia idéntica a la de sus colaboradores. Traté de no sonreír cuando conté los bolígrafos que cada uno llevaba en los bolsillos, y deduje que había una jerarquía bien estructurada. En el fondo, las instituciones que presumían de igualitarias eran las más clasistas de todas.
Mi anfitrión dedicó un buen rato a presentarme a sus colegas, mostrarme los trofeos y reconocimientos logrados a lo largo de su carrera (incluido el Premio G. Fragoso de ese año) y enseñarme las distintas dependencias del edificio. Como si me leyera el pensamiento, dijo:
—Ya sé que esto no le parecerá tan espectacular como otros recintos científicos, pero las levaduras son criaturas unicelulares que, salvo excepciones, no forman micelio —señaló unas placas de Petri que había sobre una mesa—. Sus colonias parecen pegotes de baba, pero en su simplicidad radica su fuerza. Gracias a ellas obtenemos el alcohol que mueve nuestros vehículos y alegra nuestros corazones —creí detectar en su cara una mueca imperceptible; recordé que, según Campoy, Adela Torres lo había condenado a no poder catar las bebidas espirituosas—. Nos dan medicinas que curan nuestros achaques, producen proteínas a partir de desechos, fabrican polímeros plásticos de múltiples funciones… —sonrió—. Perdone el proselitismo, pero resultan unos microorganismos fascinantes, siempre que uno deje de lado su humilde aspecto y trate de comprender su esencia.
Yo simulaba interés aunque, para qué engañarnos, aquel sermón sobre las bondades de las levaduras me importaba un pimiento. Qué remedio, debí esperar sufridamente a que el doctor decidiera ir al grano. Al final mis silenciosos ruegos fueron escuchados, tal vez por San Conidio.
—Pero dejemos ya de hablar de nuestras investigaciones. Le acompaño en el sentimiento por el triste fin de su empleado. Debió de ser una gran pérdida para ustedes.
—Hombre, yo no llegué a conocerlo —cuidé que mi interés no se manifestara, para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar—. Es un asunto secundario heredado de mi predecesor. Lamentable, sin duda, pero supongo que se debió a un rapto de enajenación mental.
—No se lo tome a mal, señor Zimmer, pero su candidez resulta enternecedora. La realidad es más compleja de lo que aparenta —seguimos caminando y él me puso una mano en el hombro; había algo en esa familiaridad que la hacía forzada—. Creo que ha muerto un inocente. Sé que es grave lo que voy a confesarle, pero opino que su locura fue inducida.
—¿Por quién? —«¡Bingo!», pensé.
—No me gusta acusar a nadie —me quedé con ganas de murmurar «hipócrita», pero no lo interrumpí, claro está—, aunque… Carrión trabajaba en un entorno peculiar. Malsano, diría yo.
—¿Con la doctora Torres?
—Así es. No todos observamos el mismo código deontológico.
—Según me contaron, existe una acerba rivalidad entre Adela Torres y usted. ¿No condicionará eso sus impresiones?
Su actitud se tornó algo más formal, como si ya no tuviera que esforzarse tanto en fingir una falsa hospitalidad.
—Alguien dijo en la antigüedad que el hecho de ser paranoico no impide que uno tenga realmente enemigos. Mis roces con Adela Torres existen, para qué negarlos, pero independientemente de eso me preocupan sus excesos, su constante coqueteo con la ilegalidad.
—¿A qué se refiere?
—La ecología de Mycota es frágil, señor Zimmer. En su origen fue un mundo muerto, y durante milenios lo rediseñamos con mimo, buscando tanto la funcionalidad como la belleza. Los hongos son nuestras herramientas, pero existen límites. La creación incontrolada de organismos modificados genéticamente puede dar lugar a plagas terribles.
—El ecoterrorismo no es nuevo —apunté.
—Sabotajes premeditados o simple irresponsabilidad, lo que en otro mundo no pasaría de ser una catástrofe local, aquí afectaría a escala planetaria. Ya sabe lo que sucede cuando se libera al medio un organismo nuevo, que carece de competidores o depredadores.
—Se expandirá sin control, como los sonrisones de Wu-Wei, las cotorras de la Vieja Tierra, los gandulfos en Galadriel, las…
—Sí, sí —me cortó—, pero aquí sería peor. Solemos introducir los genes de diseño en los hongos mediante virus sintéticos. Si éstos carecen de los adecuados sistemas de seguridad, podrían saltar a otras especies, y entonces… En la Vieja Tierra, un virus relativamente inocuo para los chimpancés dio lugar a la pandemia de sida al pasar a los humanos, y ése fue sólo el prólogo de las grandes mortandades que sufrieron los terrícolas cuando la deforestación puso en contacto a diversos animales salvajes con las avanzadillas humanas, y aquéllos traspasaron virus…
—¿Acusa usted a la doctora Torres de imprudencia científica?
—No tengo pruebas, pero la gente habla, se rumorea… Me pregunto si ese pobre chico no descubrió algo horrible y decidió denunciarla. Y eso le costó la vida.
—¿Por qué no lo pone en conocimiento de las autoridades, si tan grave es?
—Supongo que ya le habrán contado el éxito que puede esperar alguien que presente una querella contra Adela Torres —su sonrisa era triste—. Nunca deja cabos sueltos y sus abogados son implacables.
La conversación (monólogo, más bien) languideció pronto. Gólovin no me pareció demasiado sutil. En cuanto me comunicó sus acusaciones sobre Torres, consideró que su objetivo estaba cumplido y trató de desembarazarse educadamente de mí. Tendría cosas más importantes que hacer, sin duda. Me despedí, no sin antes recibir veladas advertencias sobre la maldad de la doctora.
Mientras conducía el coche por la avenida de Xavier Llimona, camino del consulado, medité sobre la entrevista. Aquel sujeto, a pesar de su aire cortés y mesurado, odiaba profundamente a su rival. Se notaba a la legua. ¿Hasta qué punto eran fiables sus acusaciones? ¿O se trataba de meras calumnias? Pero hasta un resentido podía estar en lo cierto. En fin, me faltaba escuchar a la otra parte, si es que se dejaba.