COMO me temía, la mesa redonda me resultó indigesta; no me enteré de nada. A cambio, sirvió para hacerme una primera idea del talante de la doctora.
Físicamente era bajita y rechoncha, con el pelo cano y una figura que me recordó a la abuelita de Caperucita, tal como figura en los grabados antiguos. Era una de las pocas personas que usaban la indumentaria de los viejos tiempos. En la delantera de su camiseta negra había dibujado un complejo mandala que, a causa de la tripa y el generoso busto, había perdido su forma redonda para convertirse en una especie de ocho gordo y aplastado. En vivo ya no resultaba tan graciosa. Eclipsó a sus compañeros de mesa, y no digamos al pobre moderador. Sus explicaciones eran precisas (y supongo que claras para los micólogos) y las réplicas a quienes osaban contradecirla, afiladas como escalpelos. Lo sentí por los más novatos, que sudaban tinta con ella. A los más viejos del lugar no lograba amedrentarlos, aunque los exasperaba de mala manera. Disfruté como espectador con aquel duelo verbal, ella contra todos, sin achicarse. Me habría gustado entender del tema para saber quién ganó.
La mesa redonda finalizó y las setas luminiscentes del techo aumentaron su brillo para guiar a la gente hasta la puerta. Vi que la doctora saludaba brevemente a un par de personas y se marchaba sin más ceremonias. Tuve que apresurarme para interceptarla.
—¿Doctora Torres?
Ella se detuvo y me observó. No se extrañó en apariencia de que un extranjero la interpelara. Su mirada era fría y escrutadora. Como no parecía dispuesta a soltar prenda, me vi en la necesidad de iniciar la conversación.
—Disculpe mi osadía. Soy Theo Zimmer, agregado comercial del consulado corporativo en Mycota, y deseo presentarle mis respetos.
—Y preguntarme por la muerte de Samuel Carrión, ¿verdad?
Caramba, directa al grano. No detecté hostilidad, sólo frialdad. Decidí ser franco con ella.
—Sí. Trabajaba en el consulado y su caso nos ha dejado atónitos. Tenemos curiosidad por saber qué…
—La curiosidad es la madre de la Ciencia —me cortó—, pero ahora no me apetece hablar del tema. Tengo cosas que hacer.
—¿Podría visitarla más adelante, cuando a usted le conviniera?
—Obre como le plazca. Buenas tardes.
Partió sin más ceremonias, dejándome plantado. Pero yo era joven y perseverante, así que me prometí tomarle la palabra y entrevistarme con ella en un futuro próximo.
Salí de la carpa y paseé sin prisas hacia el hotel. No había caminado ni cien metros cuando alguien me saludó a mis espaldas:
—Buenas tardes, señor.
Me volví. Hacia mí se dirigía un hombre pulcramente vestido, con un bello diseño de Mondrian en su túnica plateada. De su cuello pendía un collar de cuentas de azabache con formas complejas, imitando símbolos arcanos. Era delgado y de tez pálida, con una cara que me recordó a la de una momia y el pelo negro y muy corto. Se movía con un aire distinguido y cortés.
—Resulta inusual que un extranjero participe en el Memorial Font Quer —pareció caer en la cuenta y compuso un gesto de disculpa—. Perdone mi atrevimiento. Me presentaré. Soy el doctor León Gólovin.
Intenté disimular mi estupefacción. Hablando del rey de Roma…
—Encantado, doctor Gólovin. Theo Zimmer, agregado comercial del consulado corporativo —le estreché la mano, y me transmitió una curiosa impresión de fragilidad.
—El gusto es mío —hubo una incómoda pausa, como si no supiera de qué modo proseguir, hasta que al final se arrancó—. Me pareció haberle visto conversar con la doctora Torres. Desconocía que le interesara la Biotecnología…
—Soy un completo lego en la materia. Sólo intentaba recabar información de lo acontecido a un trabajador del consulado, que también mantenía relación laboral con la doctora.
—Ah, creo haber leído algo sobre ese suceso —quedó pensativo; yo estaba seguro de que conocía del tema muchísimo más, así que aguardé a ver por dónde salía—. Me gustaría conversar más detenidamente con usted, pero me reclaman otras obligaciones. Estaré encantado de que nos veamos otra vez, por si pudiera proporcionarle algún dato que le interesara. Puede usted visitarme cuando desee.
Me entregó una tarjeta (¡de cartulina, como en la antigüedad!), me obsequió con algunas cortesías más y se fue. Yo me dirigí hacia el hotel, preguntándome qué sabría él en realidad sobre el delito del pobre Samuel. Recordé las palabras del cronista Campoy. A estas alturas, yo estaba aún más intrigado que Súñer por la muerte de aquel níscalo.