GUARDO un magnífico recuerdo de mi primer Certamen Font Quer. Se percibía una atmósfera festiva muy distinta a la de los congresos al uso. Se celebraba en un descampado salpicado de grandes setas modificadas para que hicieran de coloridas carpas y salas de actos. Otras, más pequeñitas, servían de tiendas donde se vendían recuerdos, trataban de desplumar a los visitantes o servían bebidas y viandas diversas. Debo confesar que durante el primer día dejé de lado mi intención de localizar a la doctora Torres y me dediqué a ejercer de turista. Escarmentado por mis éxitos previos, deduje que lo más práctico consistía en poner cara de humildad y decir: «Disculpe, soy extranjero y ando un poco despistado. ¿Qué me recomendaría usted para…?» Si acompañaba las palabras con mi mejor sonrisa, la gente respondía con amabilidad exquisita, encantada de ser útil. Mira que disfruté…
A pesar de los ratos de ocio, no olvidé mi misión allí. El segundo día me agencié un programa y averigüé que a última hora de la tarde se celebraría una mesa redonda sobre Nanoingeniería en las paredes celulares de zigomicetos, en la cual intervendría Adela Torres. La entrada era libre, ya que los Padres Fundadores dictaminaron siglos atrás que la Ciencia era patrimonio de todos, pero aquello sonaba a tostón de cuidado. En fin, tendría que sacrificarme para quedar bien. De todos modos, hojeando el programa leí que en pocos minutos habría una conferencia, impartida por un tal Quintín Campoy, titulada: Los extranjeros en Mycota: una plaga entrañable. Sonaba divertida. Sin nada mejor que hacer me dirigí a la carpa indicada, me senté en una cómoda rúsula y aguardé.
Quintín Campoy, un viejo y bien documentado cronista, resultó ser un magnífico orador. Nos obsequió con un hilarante anecdotario de las catástrofes ocurridas a los turistas durante el último siglo. A juzgar por lo que oí, yo había sido de los mejor librados. En algunos momentos al público se le saltaron las lágrimas y se desternillaba de risa. Y yo el que más.
Concluida la charla, me las arreglé para hacerme el encontradizo con Campoy. Resultó ser un sujeto campechano, cuya figura recordaba a Einstein con sobrepeso y vestía una holgada túnica azul y morada decorada con lentejuelas que reproducían la silueta de un bicho alienígena inidentificable. Al saber mi condición de foráneo, y comprobar que había disfrutado con su charla, decidió que yo le caía simpático y propuso que nos fuéramos a tapear por ahí. Nos hartamos de comer, por supuesto, aunque yo me las arreglé para ingerir poco alcohol y mantener la mente despierta, tal como me habían enseñado en la Academia. Campoy no tenía ese problema, y bebió como una esponja. Eso me venía bien, ya que incrementaba su locuacidad. Yo pagué la mayoría de las rondas, pero di por buena la inversión si lograba sonsacarle información sobre la doctora Torres. Parecía muy ducho en los chismorreos de la comunidad científica.
Me llevó a un chiringuito un tanto apartado y nos sentamos a pedir unos cafés. Campoy me recomendó un carajillo setero y yo respondí que amén, sin saber muy bien a qué demonios me iba a enfrentar. Lo pidió y al cabo de unos minutos vino un camarero con el típico anillo saturnino de su profesión, sobre el que había una cafetera humeante y una bandeja en la que crecían numerosas setitas.
—Teonanácatl —me informó Campoy—. Hongos santos para el carajillo. Puede usted elegir desde ésos, que apenas contienen psilocibina, hasta aquéllos, sólo aptos para cerebros curtidos. Pero no tema: se limitan a exaltar la memoria, potenciar los sentidos y producir una deliciosa y relajante embriaguez, sin resaca. Le dan cien mil vueltas al peyote, tan de moda en otros planetas.
El camarero arrancó las setas elegidas, las puso en las tazas, colocó sobre ellas una plaquita agujereada y luego vertió el café. Menos más que yo había pedido lo más flojo, y sólo me provocó una leve euforia y que viera los colores más chillones y los contornos de las cosas con singular nitidez. Campoy se puso bastante contento, con sus ojillos brillantes y así, como quien no quiere la cosa, saqué a colación el tema que me interesaba.
—Ah, la doctora Torres… Es la mejor nanoingeniera de paredes celulares del mundo. La sociedad le debe la mejora en el diseño de biofibras ópticas, pero su logro principal es la transmisión de impulsos nerviosos por las hifas. Gracias a eso, los hongos de hoy se mueven mejor y responden con presteza a los estímulos. Toda una institución, sí. Respetada, pero no amada.
Hizo una pausa soñadora, supongo que por efecto del teonanácatl. En ese momento pasó por allí una vendedora ambulante de setas, las cuales guardaba en tubos de ensayo ordenados en unas alforjas. Campoy rechazó sus ofertas y ella se fue a probar suerte con otros parroquianos menos experimentados.
—A saber dónde las habrá cultivado, y qué alcaloides contendrán. Compre sólo en sitios de confianza, mi joven amigo, si no quiere aparecer en lo alto de una farola con los calzoncillos en la cabeza, recitando a grandes voces versículos de San Conidio acompañado de una guitarra. O algo peor. Una antecesora de usted…
—Tengo presentes las anécdotas que nos contó en la charla, Quintín. Me decía que Adela Torres no es muy querida. Curioso, ¿verdad? —intenté que no divagara mucho.
—No soporta que le hagan sombra ni que le lleven la contraria. Vamos, que tiene el ego del tamaño de un bejín gigante. Y claro, cuando se topa con otro científico de características similares saltan chispas, por decirlo suavemente. Es tan sutil como una patada en la entrepierna. Aunque nada iguala su enfrentamiento con el doctor León Gólovin. ¿Lo conoce? —negué con la cabeza—. Es el mejor especialista mundial en levaduras. No se pueden ver ni en pintura. Lo que empezó siendo un vulgar pique acabó convirtiéndose en una rivalidad tan salvaje como la que existe entre los clanes de críticos literarios de Enkidu. Yo creo que lo que desquició la situación fue la entrega de premios en el Certamen de hace tres décadas. Ya sabrá que cada año se otorga el Premio G. Fragoso a la aportación científica más sobresaliente. Torres ganaba cada vez que se presentaba, hasta que Gólovin la derrotó con sus levaduras de diseño. Nunca le perdonó semejante humillación. Al año siguiente, Torres se las arregló para mezclar en la bebida de Gólovin un virus-ARN mutante con genes de seta antialcohólica y algunos más de su propia cosecha. El virus infectó todas las células de la víctima y lo condenó a la sobriedad eterna, amén de vivir a base de gachas de avena y proteína de soja.
—¿No la encarcelaron por eso?
—Otro, en su lugar, habría ido de cabeza al Gólgota, pero entre su valía científica y que sus abogados se las arreglaron para demostrar que todo se debió a una lamentable confusión, escapó de rositas. Desde entonces, se han estado haciendo la puñeta mutua y sistemáticamente.
Campoy me relató algunos detalles más de aquel épico enfrentamiento. Se me escapó un silbido de admiración. Indiscutiblemente, se debían de odiar a muerte.
—Y en cuanto a lo del níscalo asesinado… Se rumorea, pero sólo eso —me guiñó un ojo—, que Adela Torres llevaba años trabajando en un descubrimiento asombroso o, al menos, lo bastante importante como para presentarse al Premio con garantías de victoria. De hecho se había inscrito, y después de aquel incidente se borró. Supongo que Gólovin ganará este año.
—¿Habrá alguna relación con…?
—Quién sabe —Campoy sonrió— lo que tendría ese níscalo. ¿Un sabotaje pagado por algún enemigo, el cual drogó a conciencia al autor material para que no lo denunciara? Puede. Muchos han sido humillados por Adela Torres, con Gólovin a la cabeza. O quizá ¿destruyó la doctora su propia creación para no reconocer su fracaso e inculpó a Carrión, tras volverlo loco? O a lo mejor Carrión estaba resentido por algo y, tras vengarse, decidió acabar su vida de un colocón. O tal vez fuera a la inversa; ya se sabe lo que puede pasar si se toman drogas sin garantías. Aunque es improbable.
—¿Con qué hipótesis se quedaría usted?
Entre la euforia fúngica, Campoy me miró con picardía.
—Ojalá lo supiera. Dispondría de un argumento excelente para mi próxima conferencia. Pero si Torres o Gólovin son los responsables, nadie podrá inculparlos. Considérelos como los maestros, la crême de la crême.