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LLEGUÉ a De Bary por la tarde. Aquella ciudad se ubicaba a trescientos kilómetros de la capital, pero el viaje no se me hizo pesado. En la agencia de viajes me habían reservado plaza en el Hotel Fleming, y di con él sin problemas. El edificio era realmente aparatoso, un rascacielos con forma de colmenilla. Mejor dicho, se trataba de una colmenilla gigante con gente dentro. El mostrador de recepción se situaba en la base del pie, los ascensores y escaleras ocupaban el hueco del eje central y cada alveolo correspondía a una habitación. A mí me toco en el ático, con vistas espléndidas.

Atardecía, y la luz menguante de los soles alargaba las sombras urbanas. A diferencia del estilo más amorfo de Saccardo, aquí cada edificio era una seta descomunal, reforzada con polímeros plásticos que combinaban liviandad y resistencia. Así, aquellas formas gráciles, como sombrillas y corales, albergaban a sus inquilinos sin colapsarse.

Aguardé embelesado a que el astro rojo se pusiera, con las danzarinas protuberancias solares desdibujando la línea del horizonte. Cuando la luz menguó, volví en mí y pensé en el bienestar inmediato. Armarios y mesas semejaban excrecencias, que daban al cuarto un aspecto destartalado, aunque funcional. Guardé la ropa, me despojé de chaqueta, camisa y zapatos y entonces me fijé en la cama. Cómo no, era otro hongo, un bejín gigante hipertrofiado, algo más aplanado de lo habitual para poder cumplir con su función. Recordé su parentesco con los cuescos de lobo, causantes de aquella desagradable y explosiva experiencia, así que lo palpé precavido. No estaba maduro; su carne era blanca y prieta. Estupendo. Como me hallaba solo, y nadie me iba a llamar la atención, murmuré: «¡Esto es vida!», y me dejé caer en la cama. Mejor dicho, me arrojé sobre ella en plan salto del tigre.

Y la cama se me comió.

Quedé atrapado dentro de una matriz flexible y palpitante que me oprimía y apenas me permitía respirar. Cuando ya estaba empezando a sentir verdadero pánico y a pasarlo realmente mal, debió de sonar alguna alarma porque el conserje, alertado, entró en la habitación gracias a una llave maestra y comenzó a golpear al bejín con la zapatilla, mientras el botones tiraba de mi pierna.

—¡Cama mala! ¡Escúpelo ahora mismo! ¡El señor es caca! ¡Déjalo, por lo que más quieras!

No sé a ciencia cierta cómo, pero lograron sacarme de allí. Supongo que mi cara estaría más blanca que la tiza, y temblaba como un azogado. Las piernas apenas me sostenían. Tuve que aceptar la reprimenda del conserje, casi tan asustado como yo, más la mirada socarrona del botones.

—No daré parte por tratarse de un extranjero y su falta de malicia. Sepa usted que los bejines también tienen su corazoncito. Se adaptan al cuerpo y lo masajean delicadamente, proporcionando un grato descanso. Regulan su temperatura e incluso reciclan el sudor y otros fluidos, pero no soportan brusquedades ni impertinencias. En teoría son irracionales —miró a aquella monstruosidad blanca con ternura—, pero personalmente creo que debemos considerarlos criaturas orgullosas y amantes de la circunspección. Que no se vuelva a repetir.

Yo agradecí sus consejos, le di una sustanciosa propina al botones y, con un poco de labia al final, logré que quedáramos como amigos. Seguro que todo el personal del hotel se rió a mi costa, pero qué se le iba a hacer. Me consolé pensando que, según las leyes de la Probabilidad, con eso habría agotado mi cupo de desgracias en De Bary.

Me desnudé, fui al baño (en verdad lo necesitaba) y regresé a enfrentarme con la cama. La toqué, pero retiré la mano enseguida. Igual, a estas alturas, andaba yo un tanto susceptible, pero creí percibir malas vibraciones. Por si acaso, y sintiéndome ridículo, dediqué un buen rato a acariciar la cama y murmurarle frases cariñosas. Me acosté con más cuidado que si transportara nitroglicerina, pero al hongo se le había pasado el enfado y no me guardaba rencor. Y era cómodo, caramba. Al final dormí como un bendito.