VIII

LAS ejecuciones se llevaban a cabo en una colina llamada, con cierto humor negro, el Gólgota. Sus laderas estaban tachonadas de patíbulos, muchos de ellos ocupados. A los pies del Gólgota se abría una amplia explanada donde se acomodaba el público, sentado en la hierba. Bastantes ciudadanos habían traído cestas de merienda, servilletas y manteles tejidos con hifas de abigarrado colorido. Aquello me recordó a una romería. Veíanse también numerosos quioscos de comidas, bebidas y protectores nasales perfumados. Nosotros no los necesitábamos, ya que Súñer me había dado un discreto parche contra las náuseas que me apliqué al cuello. El motivo de tal precaución era obvio. El viento que bajaba del Gólgota hedía.

—Sólo he visto algo parecido en las montañas australes del planeta Baharna. Allá atan a los convictos a los árboles mimosos y éstos digieren vivas a sus presas. Aquí, el abanico de posibilidades es mayor.

Sí, amigo lector, los hongos se comían literalmente a los condenados. Los pobres eran atados a los postes y el micelio crecía sobre ellos, pudriéndolos en vida. Según la especie empleada, la agonía resultaba más o menos prolongada, de acuerdo al delito juzgado. Dejando a un lado el problema del olor, ser testigo de lo que los hongos podían hacer con un cuerpo humano era terrible. Tuve que recurrir a mi autocontrol para no mostrar el horror que me embargaba. Súñer me miraba de reojo. Si a él le repugnaba todo aquello, jamás lo mostró. El trabajo de un diplomático, como estaba descubriendo ahora, requería tragarse los sentimientos, convencerse de que el bien y el mal eran puras convenciones o parte del pintoresquismo local, que dirían los políticamente correctos.

—Ahí los traen —dijo Súñer.

De unos furgones bajaron unos policías (o eso supuse, ya que su vestimenta era tan pintoresca como la del resto de la ciudadanía) y escoltaron a una comitiva de individuos maniatados. De éstos, unos caminaban con dignidad, otros como zombis y un par de ellos tuvieron que ser arrastrados hasta los patíbulos. Iban desnudos, suprema deshonra. Fueron sujetados a los postes y comenzaron las ejecuciones, una a una. El pregonero hacía sonar una trompeta de los muertos (sí, hay una seta de aspecto siniestro con ese nombre) y voceaba las sentencias, que eran acogidas por el público con abucheos o risas. Confieso que algunas me parecieron razonables, dentro de lo que cabe (asesinatos, crímenes sexuales y similares), pero otras se me figuraron del todo incomprensibles o arbitrarias. Aquella cultura era más compleja de lo que había imaginado, y yo no había hecho más que arañar en su piel.

En cuanto el pregonero terminaba con uno, llegaban los verdugos con sus casullas negras sin ornamentos. Portaban unas cajas redondas que depositaban a los pies del malhechor. Hubo quien, al mirarlas, se retorcía y chillaba aterrorizado; en cambio, otros adoptaban una pose resignada. Entonces, el pregonero anunciaba: «¡El Pueblo lo condena a muerte por Entomophthora!» (o por Aspergillus, Rhizopus, Fusarium…). Los verdugos abrían las cajas, de las cuales brotaba un micelio que crecía a velocidad pasmosa buscando los orificios corporales de su víctima, y comenzaba a actuar. Los padres señalaban con el dedo y sermoneaban a sus retoños sobre el triste destino de quien mal se porta.

En fin, amigo lector, el parche resultó muy eficaz y no vomité. Incluso, y lo confieso avergonzado, el espectáculo comenzaba a subyugarme. A los reos, sin duda, se les había administrado alguna droga para que controlaran los esfínteres, ahorrándoles una postrera indignidad. Absorto en la contemplación, me sobresalté cuando Súñer me tocó el brazo.

—Fíjese en ése, por favor.

Obedecí. Se trataba de un hombre joven, con el pelo cortado a cepillo, bronceado y atlético, pero que caminaba como alelado. Súñer me pasó unos pequeños prismáticos. Me centré en los ojos de aquel tipo, de mirada extraviada. Me recordó a un autómata. No forcejeó cuando lo ataron al poste. El pregonero soltó el trompetazo de rigor, tomó un papel y declamó con voz potente:

—¡Pueblo de Mycota! Ante vos se humilla Samuel Carrión, acusado de crimen nefando. Sabed, pues, que asesinó con saña y alevosía a un níscalo indefenso.

El pregonero hizo una pausa dramática, mientras los asistentes prorrumpían en gritos de ira. Miré a Súñer.

—¿Un níscalo?

—Sí. También se los conoce como rovellones. Son comestibles muy apreciados.

—Ya lo sabía —respiré hondo—. ¿Quiere decir que van a ejecutar a alguien por cargarse una seta?

Súñer no tuvo tiempo de contestar, ya que el pregón continuó y los demás debimos guardar silencio.

—El crimen es infame, mas se ha aplicado la eximente de enajenación mental. Por tanto —su voz se tornó aún más solemne—, el Pueblo condena al asesino de níscalos, Samuel Carrión, a muerte por Arthrobotrys. Que se cumpla la sentencia.

Los verdugos procedieron. Abrieron la caja pero el micelio, curiosamente, trepó por el poste con exasperante lentitud, en vez de buscar la carne.

—En la Vieja Tierra, Arthrobotrys era un hongo depredador que cazaba diminutos gusanos mediante lazos corredizos. Aquí se emplea cuando se desea dar una muerte rápida y piadosa.

Observé fascinado el proceso. Al llegar a la altura de la garganta, el micelio se ciñó en torno a ella como un dogal. Los verdugos colocaron un barreño con agua al pie del poste. El hongo lanzó unos filamentos que se sumergieron en el líquido. El público contuvo la respiración, expectante. Entonces, las hifas absorbieron el agua a gran velocidad, el dogal se hinchó en una fracción de segundo y el cuello del condenado se quebró con un chasquido. El cuerpo sufrió unos breves espasmos y quedó yerto. La muchedumbre rugió, complacida.

El resto de la macabra ceremonia prosiguió sin interés para nosotros. Caminamos hacia las lindes de la explanada, con Súñer un tanto ensimismado.

—Samuel Carrión —me informó al cabo de un rato— trabajaba en el consulado, ¿sabe?

Negué con la cabeza. Salvo nosotros dos, el personal de la delegación era nativo, normalmente contratado a tiempo parcial. Se trataba de gente simpática y servicial. Manifesté mi extrañeza.

—Yo también quedé perplejo cuando lo supe —contestó—. Era un tipo más bien extrovertido, con cierta tendencia a presumir de sus conquistas amorosas, pero muy trabajador y contribuía a crear un ambiente distendido. Y un buen día me enteré de que lo habían detenido por acabar con la vida de un níscalo.

—Por lo que recuerdo de las leyes locales, no creía que fueran tan severos por arrancar una simple seta, por muy protegida que esté…

—No lo entiende, Zimmer. Samuel no se limitó a destrozar un vulgar cuerpo fructífero, sino que destruyó con saña todo el organismo, hasta la última hifa. Incluso envenenó a los árboles (pinos, creo) que vivían en simbiosis con el níscalo. Se trata de un comportamiento aberrante, que va contra sus más arraigadas creencias. Sería equivalente en otras culturas a asesinar a los propios bebés. Pero no queda ahí la cosa —me miró—. Ese níscalo era un espécimen único, modificado genéticamente por la doctora Adela Torres, tal vez la más respetada científica del planeta. Samuel completaba su sueldo ejerciendo de auxiliar de laboratorio a media jornada donde la doctora, hasta que un buen día perdió la chaveta y acabó con el níscalo más valioso de la colección así, sin más. Los peritos determinaron que había cometido su crimen bajo el efecto de un potente alucinógeno, de cuyos efectos no se pudo recuperar para declarar en el juicio. Hay algo que me desasosiega en este asunto. ¿Por qué lo hizo? No tiene sentido. Y justo ahora debo abandonar el planeta, llevándome conmigo esa duda.

Nos fuimos dejando atrás a aquellos pobres criminales aullando de dolor en sus patíbulos. Algunos tardarían semanas en ser digeridos, para ejemplo público. Al menos, sus restos mortales servirían para fertilizar la biosfera, o eso le contaban a los niños, que se quedaban tan contentos y con ganas de asistir a la próxima ejecución.

No volvimos a tocar el tema. Al día siguiente acompañé a Súñer al astropuerto. Al despedirnos, me deseó buena suerte y me dio ánimos. Mientras veía despegar a la lanzadera, tuve la impresión de que me había pedido, sin atreverse a mencionarlo, que descifrara el misterio del níscalo asesinado. Y así, sin encomendarme a Dios ni al Diablo, decidí poner manos a la obra.