VII

PASARON las semanas hasta que llegó el momento de la verdad. Frank Súñer debía marcharse y yo, el agregado comercial, quedaría al mando del consulado. A mi jefe le tocaba participar en una importante reunión con alienígenas polarianos, donde su experiencia resultaba vital. Más tarde habría de pasar una temporada en la embajada de Gad, un mundo singularmente problemático, como es sabido.

La víspera de su partida me dijo:

—Ya está casi todo listo, pero el traspaso de poderes no quedará completo hasta que lo ponga en manos del ordenador encargado del apoyo administrativo. Es suyo a partir de ahora. Si me acompaña al despacho…

Para allá fuimos, a los que pronto serían mis dominios. En aquel despacho los toques fúngicos habían sido reducidos al mínimo en aras de la funcionalidad. Me gustó su aire sobrio. Súñer se detuvo y le habló a una pared:

—Chamberlain, te presento a Theo Zimmer, tu superior directo en mi ausencia.

—Es un placer conocerlo, señor Zimmer.

La voz tenía un timbre grave, masculino, y pronunciaba el interlingua sin acento. Parecía brotar de todos lados.

—El gusto es mío, Chamberlain. Elegiste un nombre peculiar, si la memoria histórica no me falla.

—Creo que resulta el más apropiado, señor, dada la naturaleza de mi misión aquí. Al igual que el estadista homónimo, yo reboso de buenas intenciones, lo obsequiaré con lindas palabras y, si las cosas se ponen feas, lo dejaré a usted tirado, como a los checos o a los republicanos españoles en la era preespacial.

Me quedé un poco cortado. Súñer sonrió, comprensivo.

—Al final llega uno a apreciarlo, a pesar de su descarnada sinceridad. Chamberlain es insustituible como base de datos sobre los mundos del sistema, incluido Mycota. Todas las comunicaciones por vía diplomática deberán pasar forzosamente por él. Confío en que le sirva tan bien como a sus predecesores.

—Así lo haré, Frank. Deseo que no acabe como Ulpiano Negulescu, que pereció en un duelo a muerte al amanecer por haber contado un chiste verde sobre San Conidio delante de un alto sacerdote. Ni que le suceda lo que a Ralph Wood, cuyo desmedido consumo de trufas modificadas genéticamente para potenciar su efecto afrodisíaco le causó un ataque irreversible de priapismo. Supongo que ahora se ganará la vida como guardabarreras en un paso a nivel. Ay, recuerdo también a Lilian Wu, pobrecilla… Se aficionó a darle al cornezuelo, hasta que por culpa de una sobredosis creyó ser un pájaro Whakkamole y se echó a volar desde lo alto de un precipicio. Por no mencionar a doña…

—Déjalo, Chamberlain, que lo vas a desanimar.

Mientras salíamos del despacho, me contó que el ordenador trabajaba aquí gracias a un convenio de rehabilitación de Inteligencias Artificiales con problemas depresivos. Me aseguró que a pesar de su histrionismo, era del todo fiable y leal. Yo no las tenía todas conmigo, pero no me quedaba otro remedio que aceptarlo. Me tomé como un desafío demostrarle que su pesimismo hacia mí era injustificado.

Súñer compartió conmigo algunas de sus vivencias en Mycota, con ánimo de ilustrarme. En un momento dado me preguntó de sopetón:

—¿Qué opina de la pena de muerte, Zimmer?

Sorprendido, medité mi respuesta.

—En mi país natal nos parece un símbolo de barbarie, pero cuando uno se convierte en diplomático ha de adaptarse a los valores éticos de otras culturas. Sé que aquí se ejecuta a los delincuentes, algo que me repugna, pero jamás lo manifestaré en público. Es una norma básica de cortesía no censurar las costumbres de nuestros anfitriones.

—Lo instruyeron bien; me alegro. No obstante, Mycota se sale de lo habitual. Por ejemplo, las ejecuciones son actos públicos con pretensiones moralizantes, como los ahorcamientos, decapitaciones o el garrote vil en los albores de la Historia. De hecho, más bien se lo toman como un festejo, algo que sin duda le chocará. Además, el método de ejecución es pintoresco —me miró a los ojos—. Esta tarde se celebra una. Me gustaría que asistiera a ella conmigo.

—Lo consideraré parte de mi aprendizaje, señor.

—Así será, ciertamente, Sin embargo, uno de los reos… Se lo contaré luego. Aquí hay un misterio.

Lo miré sorprendido. Hasta ese momento me había parecido un individuo ecuánime y hasta cierto punto desapasionado. ¿Qué interés tendría en el ajusticiamiento de un nativo?