VI

PASÉ las siguientes jornadas familiarizándome con los asuntos cotidianos del consulado, que tampoco eran muchos. Mayormente se referían al intercambio de mercancías con la Corporación, aunque ocasionalmente debíamos ocuparnos de rescatar a los pocos turistas que llegaban a Mycota, los cuales indefectiblemente acababan metiéndose en líos. Por supuesto, a esas alturas yo me creía inmune a malentendidos y deslices.

Tomé la costumbre de dedicar un par de horas al día para vagabundear por el casco antiguo de Saccardo. Contribuía a evitar el apoltronamiento, a la vez que me permitía estudiar la ciudad. Al principio me sentí un tanto violento cuando la gente se me quedaba mirando y cuchicheando a mis espaldas, pero acabé por acostumbrarme. Se trataba de curiosidad, no de una actitud hostil. Por supuesto, siempre iba con mi traje gris, siguiendo los consejos del jefe.

En los parques había una amalgama de estilos, desde el clásico renacentista hasta rocallas mediterráneas o discretos vergeles arábigo-andaluces, donde uno podía ensimismarse, arrullado por la canción del agua. Claro, a diferencia de la Vieja Tierra, aquí las plantas eran poco más que un marco para mayor lucimiento de los hongos, protagonistas estelares. Nunca antes imaginé que pudiera existir tal variedad de colores, formas y texturas. No sólo crecían las familiares setas, sino otros cuerpos fructíferos con aspecto de gelatina abigarrada, coraloides, mazudos, tentaculares, redondos, repisas adheridas a los troncos de los árboles… Entre parterres, los corros de brujas eran moldeados amorosamente por los jardineros para dibujar en el césped auténticas obras de arte. También, cómo no, enormes hongos habían sido convertidos en toboganes, columpios, laberintos y demás artilugios que hacían las delicias de la chiquillería. Me resultaban graciosos los pequeños, con sus camisas, pantaloncitos, ponchos, sacos y demás ropa colorista fabricada con un tejido vivo que digería la suciedad. Se aprovechaban bien de esto último, revolcándose por la hierba y alborotando lo indecible. En apariencia, no era mal negocio ser niño en Mycota.

Uno de esos días andaba yo paseando por el Parque Calonge, el más popular de la ciudad, a la caza de lugares pintorescos armado de una guía de bolsillo. Vine a parar a una zona en la cual, merced a un retorcido sentido del humor, los bioingenieros habían adaptado a los falos hediondos, que en la Vieja Tierra apestaban horriblemente (con objeto de atraer a las moscas para la dispersión de esporas), transformándolos en genuinas factorías de perfumes con fines de aromaterapia. Pude olfatear fragancias que ora relajaban, ora despertaban el deseo o simplemente te desconcertaban. Por supuesto, acabé un tanto mareado por la hiperestimulación sensorial. Busqué un lugar para sentarme, tomar el aire y despejarme un poco.

Salí a una de las anchas calles del parque, a esa hora sin excesiva afluencia de público. Los bancos eran hongos modificados, concretamente cuescos de lobo. Debí haberme percatado del nombrecito antes de actuar como lo hice, pero parecían inofensivos, una especie de masa acolchada de bolitas blancuzcas, donde la gente descansaba o se tumbaba a gozar del sol. Un guarda se ocupaba de vigilar a los niños que mordisqueaban o se comían semejante mobiliario. Iba vestido con un funcional mono de hifas que cambiaban de color apretando unos botones del cinturón: caqui para acechar a los revoltosos sin ser visto, amarillo fosforescente para los paseos nocturnos, rojo para regañar a los revoltosos… En fin, los bancos tenían aspecto de ser cómodos, así que busqué alguno libre para aposentar el trasero. Me fijé en uno de un hermoso color de oro viejo y me senté.

El banco explotó. Sonó como un petardo y me vi envuelto en una bruma oscura que me hizo toser. Me incorporé a duras penas, me limpié los ojos y los abrí. Estaba rodeado de un corro de gente que me miraba con expresión de reproche. Los críos se partían de risa, y el guarda se acercó con una cara de cabreo de no te menees. Su uniforme lucía un vivísimo color carmesí.

—Pero ¿es que no se ha fijado en que el banco estaba maduro? ¡Mire cómo lo ha puesto todo perdido! ¡Y no se sacuda más, o me pringará también a mí!

Estuvo despotricando un buen rato, mientras más ciudadanos curiosos se agolpaban en torno a nosotros. Era como estar rodeado de un corro de setas inquisitivas. Al final, mis débiles excusas y mi pinta lastimosa hicieron que se apiadara, sobre todo al descubrir que debajo de aquel polvo de esporas había un extranjero. El guarda suspiró.

—Bueno, en el pecado lleva usted la penitencia. Así aprenderá a ser más cuidadoso.

Yo dije que amén a todo, pidiendo disculpas por haber ensuciado un bien público, y eso acabó por ablandarlo. El guarda sacó de un bolsillo del mono un teléfono minúsculo, y al cabo de unos minutos acudió un vehículo del Ayuntamiento equipado con aspiradora y ducha, que me devolvieron la apariencia de un ser humano. Indudablemente, no era el primero que caía de aquella manera. Desde entonces aprendí que los cuescos de lobo y allegados, al madurar, se convierten en sacos de esporas que se liberan al más mínimo toque. No digamos cuando un pobre diablo se sienta sobre ellos…

Mucho más humilde, regresé al consulado. Súñer se limitó a sonreír cuando se lo conté y me dio una palmadita en el hombro.

—Tranquilo, Zimmer. Consuélese. Todos hemos pagado la novatada, aunque no queramos confesarlo.