IV

SACCARDO era una ciudad de grandes avenidas por las que el tráfico, bien regulado, circulaba con fluidez. A cambio, el centro urbano se reservaba para uso peatonal, prohibido a los vehículos a motor salvo emergencias. Los bulevares invitaban al paseo ocioso y, desde luego, los peatones daban la impresión de tomarse la vida con calma. Abundaban los jardines con estanques y rocallas, y en cuanto a los edificios no había dos idénticos, ni se veían líneas rectas o esquinas.

Estuvimos caminando un rato sin prisas y hablando de los aspectos técnicos de mi misión. Creo que impresioné favorablemente a Súñer: llevaba la lección bien aprendida.

—Podríamos sentarnos a tomar unas cervezas en esa terraza, si le apetece. Invito yo —me propuso.

Acepté encantado. En verdad, hacía una temperatura muy agradable, y los soles ya empezaban a picar. Nos acercamos a un bar denominado Fredolic, en el cual había unas cuantas mesas libres.

—Me encantan esas sombrillas —comenté—. Parecen setas.

—Son setas —respondió Súñer—. Se llaman parasoles, precisamente. No se preocupe; las esporas son hipoalergénicas y, ahora que lo pienso, si ha pasado la cuarentena su cuerpo estará protegido contra agresiones fúngicas.

—Caray.

Efectivamente, las sombrillas eran setas descomunales, sin duda transgénicas. El anillo se podía subir y bajar a lo largo del pie, y se desplegaba para convertirse en el tablero de la mesa. Unas setitas más pequeñas (rúsulas, me enteré luego que se llamaban) hacían las veces de sillas. Eran cómodas, y se ceñían al cuerpo como un guante.

El camarero acudió con presteza gracias a unos patines. Vestía camisa blanca con la efigie de un venerable y barbudo anciano cosida al bolsillo y pantalones bombachos negros. La corbata imitaba la forma de la seta que daba nombre al bar. En torno a sus caderas, como si fuese el planeta Saturno, llevaba una especie de anillo ancho sobre el que disponía vasos, botellas y demás. También tenía a los lados unos reposabrazos y un taburete por detrás, supongo que para descansar de tanto peso.

—Buenos días. ¿Qué van a pedir los señores?

—Un par de cervezas frescas, tipo pilsen —Súñer me consultó con la mirada y yo asentí.

—Dos pilsen. ¿Y de tapa?

—La que usted nos recomiende.

—Muy bien, señores —y se marchó a tomar nota a otra mesa.

Mientras esperábamos, Súñer me explicó el concepto de tapa, que yo desconocía, y convinimos en que era uno de los inventos más sobresalientes de la Humanidad. Poco después, el camarero retornó con un pequeño infiernillo de alcohol. Dispuso este último sobre la mesa, lo encendió, empuñó un cuchillo y cortó un par de lonchas de la sombrilla.

—¿Muy hecha, señores?

—Vuelta y vuelta para mí —pidió Súñer.

Yo lo imité, fingiendo naturalidad. En la Academia nos educaron previendo nuestras reacciones frente a situaciones comprometedoras para un diplomático, como la repugnancia ante ciertas costumbres o el simple desconcierto. Mientras, el diestro camarero salpimentó las lonchas, les añadió aceite, ajo y perejil y las preparó. Un olorcillo delicioso se esparció por la terraza.

El parasol estaba tan rico como prometía, y la cerveza fresquita era un auténtico placer de dioses. Descubrí que tenía un hambre canina, y traté de no devorar mi ración demasiado rápido.

—Buenos reflejos, ¿eh? —la mirada de Súñer era pícara.

—He de reconocer que no en todos los sitios le sirven a uno en un plato el mobiliario urbano —respondí.

—Bueno, no es tan original. En una zona costera del Mediterráneo, allá en la Vieja Tierra, vi a un turista alemán borracho mordiendo un parasol. Y en este caso no se trataba de una seta —comentó Súñer con una sonrisa.

—¿Las sillas también se comen?

—Esta especie en concreto resulta un tanto indigesta.

—Menos mal —sonreí—. Por lo que veo, voy a tener que empollarme una enciclopedia de Micología para no meter la pata a menudo.

—No se lo tome a broma, Zimmer. Aparte de los inevitables deslices que pueden ponerlo a uno en ridículo, en ocasiones se trata de la propia seguridad. Hay infinidad de reglas no escritas conocidas por todos los habitantes de Mycota que se dan por supuestas y, por consiguiente, nadie se molesta en explicarlas a los extranjeros. Es como si viajara usted a Rígel-4 sin tener idea de las normas de tráfico. No duraría ni una hora.

—Me esmeraré en aprender, señor Súñer.

—Cuenta le trae. El peligro acecha donde uno menos lo espera. En fin, no deseo agobiarlo el primer día. Tanta charla abre el apetito. Le propongo buscar un buen restaurante y luego nos acercaremos a la Delegación.