SÓLO existía un astropuerto en Mycota a pocos kilómetros de Saccardo, la urbe más poblada. La lanzadera efectuó un aterrizaje impecable y rodó con parsimonia hasta la terminal interplanetaria. Se notaba que el turismo, aunque incipiente, no era la principal fuente de ingresos del planeta, ya que en aquella parte el movimiento era escaso. Ni siquiera había pasarelas de desembarque o autobuses. Tuve que cubrir el trayecto desde el vehículo al edificio a pie, y así fue como gocé de mi primera imagen de aquel mundo. Nunca la olvidaré.
Hacía poco que había amanecido, y el sol rojizo se cernía inmenso sobre el horizonte. Podía mirarlo directamente sin que me dañara la vista. Las protuberancias solares, cual rizos majestuosos, difuminaban su contorno. Aquella visión era hechizante. Y entonces, como un flash, tras el disco rojo surgió un arco amarillo, la otra estrella del sistema. Mis lentillas se oscurecieron, para preservar la integridad de mis retinas. Me quedé embobado hasta que un amable operario me invitó a abandonar la pista.
¿Cómo describiría la terminal? Es una difícil tarea; de hecho, cualquier holo actual no se parece en nada a lo que yo conocí hace ya tantos años. Es lo malo de los edificios vivos. Si te viene a la mente el estilo orgánico centauriano, amigo lector, estás equivocado. Uno no tiene la sensación de hallarse en las tripas de un leviatán, sino ante una obra de arte biológica. ¿Has visto algún documental sobre la Sagrada Familia de Barcelona, en la Vieja Tierra? Entonces podrás hacerte una vaga idea, aunque la terminal del astropuerto era (y es) más irregular, caótica, como a medio hacer, aunque igual de mágica.
Y el interior remedaba a un cuento de hadas. De lo alto de las paredes, a muchos metros sobre el suelo, brotaban miríadas de setas luminiscentes, cuyos sombrerillos relucían con cálidos tonos rosados o relajantes verdes. Unas bandas dispuestas en el suelo recorridas por ráfagas de luz guiaban al viajero despistado, y había plantas por doquier colgando de techos y muros, o más bien brotando de ellos: orquídeas de mil colores y formas, bromelias y otras que no pude identificar. Entre ellas se disponían estanques y acuarios, microcosmos donde peces y anfibios campaban a sus anchas. El ambiente era húmedo pero fresco, y un delicado perfume a tierra mojada lo impregnaba todo.
Me habría quedado horas así, admirando aquello, pero me estaban esperando y tampoco quería alardear demasiado de mi condición de turista despistado. Acudí a la ventanilla de equipajes para indicar a qué dirección debían enviar el mío y busqué la salida.
Más que por el comercio interestelar, un astropuerto tan grande se justificaba por el intenso tráfico local e interplanetario. Yo arribé antes de la hora punta; salas y corredores se veían casi desiertos. Me fijé en la indumentaria de la gente, para confirmar lo que había leído durante el viaje. Según las crónicas, los Padres Fundadores se habían empeñado en abolir los signos de desigualdad, y no se les ocurrió otra cosa que promulgar la uniformidad en los atuendos. Todo ciudadano debía vestir camiseta, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas, según se usaba en la antigüedad. Pero como nos enseña la Historia, incluso en las sociedades más igualitarias hay diferencias de clase, y los individuos desean resaltarlas frente a sus semejantes, para que sepan a qué atenerse. Así, los dibujos de las camisetas, el color y número de bolígrafos que llevaban asomando por los bolsillos, el grado de desgaste de los vaqueros o el color y grosor de la suela del calzado revelaban mucho acerca del estatus, profesión o tendencias políticas o sexuales de los implicados. Creo que en la China de la era preespacial, los oficiales del Ejército Rojo empleaban la exhibición de bolígrafos para que quedara claro su rango, aunque teóricamente todos los soldados fueran camaradas fraternos. Nada nuevo bajo el sol.
Por supuesto, las gentes de Mycota acabaron cansándose de la tiranía de la moda oficial y al cabo de los siglos cada cual vestía como le daba la gana. Por motivos tanto religiosos como sentimentales abundaban los atuendos fungiformes, aunque nadie llevaba sombrero (una muestra de deferencia hacia San Conidio, que nunca lo usó). Para un extranjero resultaba imposible diferenciar de un primer vistazo a un preboste de un simple pelagatos. Yo he llegado a toparme con mozos de cuerda que parecían cruces entre puercoespines abigarrados y árboles de navidad, frente a altos dignatarios que iban con camiseta, bermudas y alpargatas. Las claves para distinguirlos residían en los tatuajes, los diminutos adornos, los collares o dibujos en la ropa, una herencia de los viejos tiempos. A pesar de la experiencia de muchos años, ese críptico lenguaje sigue sorprendiéndome y desorientándome.
Retomemos el hilo del cuento. Alguien me aguardaba al otro lado de la barrera de llegadas interestelares. Lo reconocí por el holograma que figuraba en el dossier sobre el planeta, aparte de que era el único, excepto yo, que vestía traje. Se trataba de Frank Súñer, un veterano y respetado diplomático que había forjado buena parte de su carrera en aquel sistema. Si había algún experto foráneo sobre Mycota, ése era él. Nos estrechamos la mano; su apretón fue firme. Tras el intercambio de cortesías de rigor, me propuso que lo dejara todo en sus manos. Él sería mi guía durante aquella jornada inaugural de toma de contacto con Mycota. Acepté de mil amores. Tal deferencia por parte de un superior me halagaba, para qué negarlo.
Un taxi nos acercó a Saccardo, la capital. El vehículo era deliciosamente retro. Funcionaba con un motor de combustión interna alimentado por alcohol.
—No hay combustibles fósiles en Mycota —me informó Súñer—. Afortunadamente tenemos alcohol de sobra, producido por levaduras modificadas. Además, resulta menos contaminante.
Nos desplazábamos a través de un paisaje domesticado, perfectamente ordenado. Diversos cultivos se alternaban como escaques de un tablero de ajedrez, con todos los tonos imaginables de verde, rojo y azul. El agua fluía por pequeños canales y algunas formaciones rocosas sobresalían de vez en cuando, como islotes de piedra negruzca que quisieran romper la monotonía. El paisaje era plano; me recordó a las holos de los pólderes holandeses en época de floración de tulipanes. Se lo hice notar a mi acompañante y añadí:
—Plantas vulgares y corrientes… Por un momento me imaginé que los campos serían criaderos de champiñones gigantes.
—Los hongos carecen de clorofila. Alguien tiene que producir las materias primas y por eso, qué remedio, toleran a los vegetales y comercian con nosotros. También hay numerosas especies de animales; al menos, todas las necesarias para que los hongos puedan cerrar sus ciclos biológicos. Gracias a ello podremos pedir una chuleta de ternera en un restaurante. Suponiendo que usted no sea vegetariano, claro —sonrió.
—En ese aspecto soy políticamente incorrecto, señor. Además, en la Academia nos enseñaron a tener buenas tragaderas. Nunca se sabe dónde lo pueden destinar a uno, y no es plan de quedar mal con los habitantes locales.
—Sabia estrategia. Si yo le contara lo que me he visto obligado a comer a veces…
—Espero que aquí no se den muchos casos de envenenamiento por setas —comenté.
Súñer me miró atentamente.
—Mycota es un mundo muy complejo. Confío en que lo haya estudiado a conciencia durante su viaje.
—Por supuesto, señor, aunque en los informes se escapan bastantes detalles.
—A veces, éstos son los más importantes. Vitales, diría yo. Creo que tendré que impartirle algunos consejos básicos para la supervivencia. Debemos evitar que a usted se lo coma una seta. Y no exagero.
En esos momentos yo lo tomé como una broma. Pero no exageraba.