«Y el Verbo se hizo Hongo, y esporuló entre nosotros».
(San Conidio, 1, 4)
—Salto aleatorio.
«Siguiendo con las normas básicas de Urbanidad, expresiones como: ¡Coño, una seta!, o chascarrillos al estilo de: Beethoven amaba los hongos, y por eso compuso la Seta Sinfonía, son considerados de pésimo gusto. En cuanto a las camas de los hoteles, cabe señalar que…»
—Salto aleatorio.
«De las bacterias y sus asechanzas, ¡líbranos, Señor!»
(San Conidio, 5, 12)
—Cierre el sistema, por favor.
—Como guste, señor. Quedo a su disposición —dijo el ordenador, apagando el holograma.
Me froté los ojos y me tumbé boca arriba en la litera. Las vértebras crujieron al estirar el cuello hacia atrás, y se me había dormido el brazo, para variar. Ya desde mis tiempos de colegial adquirí la mala costumbre de interactuar con los holos recostado en la cama y apoyado en el codo cual romano en su triclinio, lo que me convertía en candidato a la escoliosis. Al menos eso decía una de mis madres, empeñada en sermonearme sobre mis malos hábitos posturales. Yo, con el desparpajo de la infancia, le respondía que para eso se habían inventado los biorregeneradores y al final se marchaba refunfuñando, dejándome como caso perdido.
«Están como cabras», pensé por enésima vez. «Bueno, aún puedo llorar por un ojo. Hay sitios peores».
Menudo iluso. En fin, no se me puede culpar por pecar de candidez.
Permíteme que te sitúe, amigo lector. En aquella época, recién había terminado mis estudios a base de becas y esfuerzo, y aprobado las oposiciones al elitista Cuerpo Diplomático Corporativo sin recurrir a un mísero padrino. Había asistido con notable aprovechamiento, o eso creía, a los cursos posteriores de preparación para enfrentarnos al mundo real, impartidos por viejos y experimentados diplomáticos. Al poco tiempo me adjudicaron mi primer destino, aunque fuese como mero agregado comercial de consulado. Estaba bien orgulloso de mí mismo, y quería comerme el mundo. Muchos mundos, sí.
El lugar que me asignaron no era un punto caliente, por supuesto. A ningún Gobierno en su sano juicio se le ocurriría confiar a un novato las relaciones comerciales y culturales con alienígenas, ni lo enviarían a pelearse con los Hijos Pródigos u otros estados fronterizos igualmente susceptibles, dueños por añadidura de nutridos e intimidatorios arsenales. Como es lógico, me remitieron a un sitio apartado y bucólico, donde no organizara demasiados estropicios en caso de torpeza manifiesta.
En cuanto me enteré de los detalles de aquel sistema estelar, comprendí por qué a ninguno de mis maestros le apetecía ir a un sitio tan estrafalario. Por supuesto, me encogí de hombros y acepté encantado. La vida se me antojaba larga y plena de oportunidades. Aquello serviría para foguearme y empezar a engordar un currículum que, esperaba, llegaría a ser el asombro de todo el Ekumen. En fin, es sabido el optimismo ciego de la juventud.
La verdad, mi destino era raro con ganas. Aparte de Rígel, dudo que exista un sistema con tantos planetas habitables. Además de los que orbitaban en torno al sol principal, una estrella verdiamarilla de buen tamaño, su compañera enana roja poseía también su nutrida cohorte de mundos rocosos. No eran excesivamente ricos en minerales, por lo que las grandes multiplanetarias los dejaron en paz, y fueron colonizados por una generacional tripulada por excéntricos e inadaptados de la Vieja Tierra. Cada tribu de chiflados (y no exagero) se aposentó en un planeta o satélite, pasando bastante del resto de sus compañeros de viaje, viviendo y dejando vivir. Tal vez por eso se llevaban tan bien. El Gobierno podría calificarse de federal (con un concepto un tanto amplio del término federación), con competencias en comercio exterior y poco más. Para los aspectos de la vida cotidiana, cada planeta hacía de su capa un sayo.
El mundo central, aceptado por los demás como primus inter pares, se llamaba Airefresco, un paraíso tropical en donde ir vestido se consideraba mojigato, por lo que la posición social y el estado de ánimo se indicaban mediante complejas pinturas corporales, tatuajes y escarificaciones. Otros planetas resultaban igualmente pintorescos y sus nativos se habrían forrado en el improbable caso de que fueran amantes de los turistas.
Por ejemplo, Cousteau era eminentemente acuático. El éxito social se medía por la cantidad de implantes que adaptaran al personal a la vida marina, y obtenerlos requería astucia, valor, mano izquierda o un bolsillo generoso. Cualquiera podía llegar a Cormorán, Nutria o incluso Manatí, pero alcanzar una casta de élite como Orca, Jaquetón o Cachalote, era ya otro cantar. Los delincuentes pasaban a integrarse en la casta del Rodaballo. Les colocaban ambos ojos al mismo lado de la cara, junto a otras modificaciones anatómicas en extremo pintorescas y muy incómodas. Por cierto, el índice de delincuencia no era muy alto en Cousteau.
O Enkidu, el menos poblado y en trance de quedar desierto si no fuera por la inmigración. Desde su más tierna infancia, los niños eran educados en las artes marciales y las Cien Vías de la Crítica Literaria. Una vez al año se celebraban sus afamados Torneos Difamatorios, en los cuales los Maestros Críticos competían en execrar las creaciones literarias de los otros clanes, entre fanfarrias y retumbar de timbales, a la sombra de los estandartes tremolantes de las diversas revistas. Los duelos solían ser a muerte. O Camelot, Iliria, Disconegro y tantos otros planetas de los que no hablaré aquí para no resultar prolijo. Eran mundos que encerraban maravillas y vagaban por el universo danzando en torno a las mismas estrellas, ignorándose cordialmente salvo en ocasiones formales o por cuestiones de comercio.
Como dije antes, aquella gente no era muy amiga de los extranjeros. La Corporación había establecido una embajada en Airefresco y consulados en los demás planetas. El más cercano a la enana roja, bautizado Mycota, fue colonizado originalmente por micólogos fundamentalistas de origen hispano. Y allí me destinaron, a un mundo repleto de pirados cuya vida giraba en torno a las setas.