9. UN CRUCE EN LA NOCHE.

RICHARD se despertó, estiró los brazos y consultó el reloj. Era bastante temprano, según el horario de la nave, pero un gruñido procedente de su estómago le animó a levantarse. Ya hacía tiempo que se había percatado de que la especialidad del cocinero eran los desayunos. El comedor solía aparecer repleto de las más gustosas delicias cada mañana: verduras dulces hervidas en salsa de soja, kefir con muesli, zumo de naranja con vino blanco especiado y, cómo no, sushis y témpuras para todos los gustos. El cocinero era el miembro de la tripulación que más simpático caía a todos por su habilidad al transmutar la masa marrón que salía cada día de la depuradora de desperdicios y aguas sépticas de la Nueva Esperanza en todas aquellas maravillas. Estaba claro que el conversor molecular computerizado que disponía toda nave espacial hacía mucho más fácil aquella tarea, pero no dejaba de ser necesario un cierto toque maestro para hacer olvidar completamente la procedencia de los alimentos y el hecho de que ya los habían comido ayer y lo volverían a hacer mañana bajo otra forma.

Se duchó sin prisas, con música. Al conectar el aparato comenzó a sonar La Traviata. Se lo pensó un momento y la cambió por música discotequera. Al terminar se vistió con el impersonal mono de astronauta de servicio y unas zapatillas deportivas, en vez de las botas. Se dirigió al comedor y allí encontró a Esteve acabando con unas rebanadas de pan tostado con paté de menudillos y lonchas de sesos de cordero. Esteve miraba con cara de fastidio a un tripulante que restregaba con saña un tomate sobre una rebanada de pan blanco.

—Repugnante —dijo Richard al sentarse—, pan blanco con tomate refregado por encima hasta hacerlo migas —él también puso cara de asco.

—Hay gente que ni tiene gusto ni sabe cuidarse —afirmó Esteve—. ¿Quieres un poco de higadito de rape con salsa roja? —le ofreció, acercándole un cuenco repleto de vísceras crudas.

—¡Tú si que te sabes cuidar…! —Richard pescó un higadito con los palillos.

—¡Mira aquél! —Esteve seguía vigilando las extravagantes costumbres del tripulante de la otra mesa—. ¡Ahora parece que pone carne de cerdo curada sobre el pan!

Richard meneó varias veces la cabeza y fue a buscarse un plato de babosas sofritas y un vaso de café descafeinado con leche desnatada y edulcorante. Cuanto regresó a la mesa Esteve había dejado de mirar al vecino, que ahora bebía una copa de una bebida alcohólica rojiza. «Deplorable, no sé dónde iremos a parar», murmuró Richard en voz baja, y después ya en voz alta:

—¿Qué tal va la herida?

—Bien, bastante bien. Un par de días más para que los cicatrizantes concluyan su trabajo y estaré como nuevo.

Llevaban tres días a bordo y ya casi nadie bajaba a Polarian. Quienes se ocupaban de las últimas tareas eran únicamente los militares. Sin duda no estaban sólo eliminando rastros de la presencia de unos y otros, pues desde la Nueva Esperanza habían detectado explosiones de considerable potencia y algunas fugas de radiactividad que no procedían de los restos de la nave.

—¿Qué crees que hacen allá abajo? —preguntó Richard bajando la voz, para ser más discreto.

—He estado dándole vueltas, pero no acabo de entenderlo. Un grupo de genios de la Tierra habrá dado instrucciones que no entenderíamos por causas e hipótesis que no llegaríamos a imaginar. Creo que deben de estar enterrando el núcleo radiactivo del Huevo de Plata, lo único de la nave que no nos llevamos, bajo diez mil toneladas de roca. Seguramente las radiaciones que detectamos en otros lugares son perforadores moleculares. Posiblemente taladran pozos o galerías subterráneas para ocultar vete a saber qué pijada que quieran dejar escondida en el planeta. O tal vez hagan otras cosas que no tengan nada que ver con eso. Sea lo que fuere, cuando regresemos a la nave nuestros compañeros de la Armada seguro que no nos lo explicarán.

—Tampoco me interesa mucho —se consoló Richard.

Durante aquellos días las temperaturas en la zona costera habían ido bajando hasta una media de veinte grados bajo cero. Los militares tenían que llevar trajes especiales para poder trabajar en la superficie. También tuvieron que poner vigilancia armada y vallas electrificadas porque los depredadores de la nieve habían llegado a cientos y suponían un auténtico peligro. Esteve no paraba de preguntarse cómo se las arreglarían las numerosas formas de vida de Polarian que habían hallado en la costa para medrar en condiciones tan extremas de frío, que durarían unos cuantos meses. Le habría encantado quedarse una temporada más, ver qué estrategias de supervivencia desarrollaban todos aquellos seres. A buen seguro muchos animales habrían empezado a hibernar en cuevas y escondrijos de todo tipo. Otros morirían después de dejar huevos, esporas o lo que tocara en cada caso, para que una nueva generación surgiese en primavera. Pero todo eso no lo vería nunca. El remolcador con los motores nuevos estaba a punto de llegar, el saqueo se había completado y las bodegas de carga de la Nueva Esperanza estaban repletas a tope. Ahora ya podía despedirse de Polarian. Era hora de poner proa a la Tierra y una vez entregado todo lo que tenían, olvidarlo por siempre jamás.

No le gustaba, no le gustaba ni pizca. Marcharía de allá con una sensación de no haber hecho nada, de dejar muchas cosas inacabadas. Eso, sin tener en cuenta el fracaso al establecer contacto con otra civilización, pero aquí ya no tenía sentimiento de culpabilidad. Él no había tenido la culpa; todos los alienígenas murieron mucho antes de que ellos arribaran. Buen chiste, que la Nueva Esperanza hubiera llegado cuando ya no quedaba ninguna. No pasarían a la Historia; como mucho, servirían para que la Corporación obtuviese más tecnología, tal vez nuevas armas. Así podrían luchar mejor en todas las guerras que se libraban en el espacio. Éste sería el tesoro que la Nueva Esperanza daría a la Corporación: medios para aplastar más mundos. Seguramente era lo que el Consejo Supremo esperaba de todo ello.

Después de almorzar se dirigieron al laboratorio de Exobiología. Esteve se pasaba aquellos días encerrado allá con sus ayudantes. Se dedicaban a realizar exámenes del genoma de todos los ejemplares capturados, después introducían los datos en el ordenador y éste los comparaba con los de otras especies.

—Así lograremos dibujar un árbol genealógico de las especies vivas de Polarian lo más completo posible —Esteve le iba explicando su trabajo a Richard, quien no tenía otra cosa que hacer—. Será muy parcial, ya que habríamos de estar años recogiendo información sobre el terreno para lograr un estudio completo, pero al menos nos servirá como guía aproximada para relacionar unos taxones con otros.

Mientras decía esto la centrifugadora se detuvo. Esteve extrajo un tubo de vidrio de los muchos que contenía y puso unas gotas sobre una placa de cristal encima de otro aparato. Fue repitiendo la operación con el contenido de otros tubos, hasta tener llenas todas las celdillas de la placa. Después transfirió los datos codificados en la etiqueta de cada uno de los tubos mediante un lápiz óptico.

—Ahora sólo hay que introducir la placa de cristal en el analizador y el ordenador decodificará los genes uno por uno. De vez en cuando alguna muestra es defectuosa y falta parte de la información; entonces repetimos la prueba en la siguiente tanda con otras células del mismo ejemplar.

—Muy interesante —dijo Richard.

—Es la manera más fiable de obtener un estudio rápido de las especies y sus relaciones mutuas.

Mientras hablaba se encendió una luz roja en el analizador y después de unos segundos se convirtió en verde.

—Ya tenemos la lectura del genoma —explicó Esteve—. Ahora voy a decirle al ordenador que compare los nuevos códigos genéticos con todos los anteriores. Él mismo establecerá qué relaciones hay entre cada especie y ampliará el mapa genético del que ya dispone.

Tecleó unas instrucciones y el ordenador empezó a ejecutarlas.

Mientras tanto Esteve y Richard continuaron hablando de las tareas del laboratorio y los métodos que empleaban. Esteve se levantó para coger algo y al pasar frente a la pantalla del ordenador observó que los gráficos se habían parado, aunque el aparato seguía procesando.

—Qué raro —murmuró—. El ordenador siempre tarda muy poco en realizar las comparaciones, pero ahora se ha detenido en una.

Mientras hablaba el ordenador sintetizó una voz que pareció surgir de todas partes al mismo tiempo.

—Existe un problema con la muestra BP-00203 —les informó—. Falta parte de los genes; la comparación solicitada con otras especies de Polarian presenta problemas de correlación.

—¿Qué significa eso? —preguntó Richard mirando a Esteve.

El exobiólogo estaba más extrañado que él.

—Jamás en la vida había oído nada semejante —se dirigió al ordenador—. ¿Qué significa «problemas de correlación»? ¿Y de qué especie es la muestra analizada?

—La muestra BP-00203 se extrajo de la baba que recubría un crustáceo que le fue entregado por un insectoide que ustedes denominan chicharra —el ordenador hablaba de un modo inexpresivo, pero algo se retorció en el estómago de Esteve Giralt, como si de un presagio funesto se tratara—. Con la expresión «problemas de correlación» me refiero a la imposibilidad que representa establecer una relación entre el genotipo de la especie designada como chicharra, que según sus datos es de origen polariano, y el de todas las otras muestras recolectadas en el planeta. Las moléculas encargadas de transmitir la herencia son completamente diferentes. Sin embargo, existe una concordancia total entre este genotipo y el procedente de las células halladas en la nave alienígena. Dichas muestras están catalogadas como de origen extrapolariano; sin embargo todos los genes identificados coinciden —el ordenador hizo una pequeña pausa antes de proseguir, como si diese unos segundos de tiempo a los humanos para recuperarse de la impresión—. El nivel de concordancia entre unas muestras y otras es el que sería de esperar entre padres e hijos.

Un negro espanto se abatió sobre Esteve Giralt. Tenía el rostro pálido como un muerto y le temblaban las piernas. Se sentó para evitar caerse y escondió la cara entre las manos.

Richard Bolt, por su parte, poseía suficientes conocimientos de Biología como para entender lo ocurrido. Las malditas chicharras con las que se habían tropezado cada vez que bajaban al planeta eran los alienígenas. Y ellos los habían arrollado con un todo terreno, les habían disparado y habían huido cuando se les acercaban.

A su lado el exobiólogo lloraba y repetía sin cesar:

—¡Una metamorfosis! ¡Se trata de una maldita metamorfosis!

Angustiado, Richard decidió avisar al capitán de la nave. Mientras tanto, no podía dejar de pensar en qué se había convertido esa región de Polarian en la actualidad: temperaturas de veinte grados bajo cero durante el día, frecuentes nevadas y tormentas eléctricas, enormes fieras capaces de triturar un vehículo a zarpazos… La cara del capitán Ribó palideció al conocer los hechos. Pronto oyeron la alarma de la nave sonar para despertar a cuantos pudieran estar durmiendo todavía. En menos de diez minutos las lanzaderas que había en esos momentos en la Nueva Esperanza salieron cargadas de gente hacia la Bahía Perpleja. Los pocos hombres que estaban en aquellos momentos en el semidesguazado Huevo de Plata recibieron órdenes de buscar chicharras por los alrededores.

Todos iban armados (porque de repente habían aparecido fusiles de asalto por doquier) y las órdenes eran muy claras: encontrar a las chicharras y hacer todo lo posible por asegurar su supervivencia. Además, todos los depredadores que avistasen durante la búsqueda debían ser muertos al instante.

Richard bajó de la lanzadera a escasos metros del inicio de la bahía. Nevaba tan intensamente que tenía que valerse del escáner del fusil de asalto para ver alguna cosa. A su alrededor, una pareja de militares comenzó a disparar. Estaban entrenados para usar aquellas armas e iban descubriendo depredadores por todos lados. Cuando llegaron a la bahía, a los nidos de las chicharras, sólo encontraron algunos restos de ellas, roídos por los carnívoros.

★★★

Habían pasado dos días.

Richard Bolt hablaba con el médico sobre el estado de Esteve Giralt.

—Parece que empieza a reaccionar —decía el galeno—. Ha sido un verdadero choque psicológico. Tratándose de un exobiólogo, responsable de identificar formas de vida alienígenas, se cree culpable directo del fracaso en establecer contacto con la primera civilización no humana que conocemos. Se siente como un xenocida, como si todo hubiese acabado así por su culpa.

—Sí, claro, pero ¿quién iba a suponer algo así? Las chicharras son tan distintas al ser que nos hablaba en aquel mensaje…

—Probablemente después de la infancia sufren una metamorfosis para convertirse en adultos —apuntó el médico.

—De todos modos teníamos que haberlo notado. Esas criaturas parecían querer decirnos algo. Deseaban llamar nuestra atención.

—Ahora, a toro pasado, es fácil interpretarlo así, pero en aquel momento nadie estaba preparado para captar la relación. Cometimos un error que, por desgracia, es muy frecuente tanto en los científicos como entre nosotros, los médicos. Elaboramos una bella teoría basándonos en nuestros prejuicios o en las primeras impresiones, y no permitimos que los malditos hechos nos la estropeen. Nos aferramos a ella y somos incapaces de ver todo aquello que la contradiga, aunque sea evidente. También padecemos una cierta tendencia a interpretarlo todo según la norma humana: antropocentrismo. Si son seres inteligentes, pensarán y evolucionarán como nosotros. Todo lo queremos ajustar a nuestros propios patrones de comportamiento. Las pobres chicharras no tenían nada que hacer; ni siquiera con un cartel fluorescente pegado en el lomo podrían haber atraído nuestra atención. Supusimos que los alienígenas serían iguales a los que habíamos visto; la idea de una metamorfosis no entraba en nuestras mentes.

—Me temo que muchos van a pedir la cabeza de Esteve cuando regresemos a casa…

—Sí, alguien deberá pagar por el fracaso, y él es el chivo expiatorio ideal. Nadie poderoso lo protege, y se enemistó con los militares por sus chanzas pueriles.

—Es injusto, doctor; la culpa es un poco de todos.

—Ya lo sé, Richard, pero así es la vida. Ahora, lo que más me preocupa es lo que debió de suceder a la nave y sus ocupantes. Tal vez todos los adultos murieron por la radiación y el ataque de las fieras. Puede que sólo se salvara una hembra preñada, la cual pudo huir y construir aquel refugio junto al lago y criar a sus pequeños durante unos meses. O tal vez las crías eran parte del pasaje y tenían ya unos años de edad, pero si unos adultos como nosotros, al fin y al cabo científicos selectos, no fuimos capaces de establecer contacto, ¿cómo lo podrían hacer aquellos pequeños alienígenas? Quizá reconocieron que éramos seres inteligentes al ver que íbamos vestidos y llevábamos máquinas, pero tampoco dieron con la manera de hacerse entender. ¡Si tan sólo hubiera quedado un adulto con vida!

—Ha sido como si dos personas se cruzaran en medio de la noche, ignorando cada una la existencia de la otra, pero deseando encontrarla algún día.

Richard contempló a través de la pantalla transparente que daba al exterior la blancura, ahora absoluta, del planeta Polarian, y se dio cuenta entonces, como nunca antes en su vida, de una cosa:

El Hombre estaba solo, muy solo.