DE nuevo sobre Polarian, Esteve Giralt, acompañado otra vez por Richard y Nuria, se disponía a rastrear unos cuantos kilómetros de playa detenidamente. Habían pasado un par de días desde la incursión a la Bahía Perpleja, pero había tenido trabajo analizando los especímenes.
Las formas de vida de aquel planeta eran mucho más complejas de lo que parecía a simple vista y todavía no se había formado una idea clara de cómo funcionaban muchas cosas. Después, aquella región había sufrido una serie de terremotos que les obligaron a posponer las investigaciones de campo. Ahora el mal tiempo se avecinaba, y la nieve recién caída empezaba a blanquear las cimas de las montañas cercanas al Huevo de Plata.
En la nave el exobiólogo se había dedicado a modificar un par de minisubmarinos. Se trataba del mismo modelo que acabara en la panza de algún ser marino no identificado, pero esta vez disponía de la capacidad de generar fuertes descargas eléctricas y liberar productos tóxicos e irritantes que supuestamente actuarían como repelentes.
Decididos a probar su nuevo juguete pusieron rumbo a la playa. Esta vez circulaban con cautela para evitar accidentes como el del otro día. La prudencia demostró ser eficaz cuando apenas se habían alejado unos cientos de metros de la nave alienígena: tres chicharras les cortaban el camino, avanzando hacia ellos a grandes saltos. Al verlos, los animales se apartaron y se quedaron mirándolos, moviendo las patas delanteras y gesticulando exageradamente.
Esteve quedó boquiabierto y pese a las quejas de Nuria, que deseaba eludirlos y proseguir el viaje, bajó para contemplar a los animales. Cuando se acercó a ellos parecieron ponerse nerviosos y comenzaron a emitir sus característicos chirridos agudísimos. Richard salió del vehículo con la pistola de señales en la mano, a cierta distancia, por si Esteve era atacado. Éste rodeó a los animales con precaución y tomó algunas fotografías sin aproximarse mucho. Cuando regresó al vehículo parecía preocupado.
—No entiendo la conducta de estas criaturas —dijo Esteve—; me parece que su comportamiento es poco usual en bestias de este tamaño, y más siendo depredadoras. Parecen tenernos miedo, a juzgar por sus movimientos, pero no huyen ni tampoco nos atacan.
—Yo no tentaría a la suerte yendo tan cerca de ellas —le comentó Nuria.
—Ay, si tuviese jaulas más grandes… —suspiró Esteve—. ¡No sabes cómo me gustaría coger una pareja viva y llevármela!
—Haberlo dicho antes de salir de viaje —repuso Richard—. Habría añadido un pequeño zoológico a la nave para que pudieses llevarte animales de todo tipo tranquilamente.
—Entonces tendríamos que cambiarle el nombre —dijo Nuria—. En vez de Nueva Esperanza debería de llamarse Arca de Noé II…
—Muy graciosa, ja, ja. De todos modos no creo que en la Vieja Tierra tengan gran interés en la fauna local de Polarian —dijo Esteve para consolarse.
Pronto se olvidaron del asunto y se dedicaron a buscar una ruta que les llevara hasta la playa. Esta vez querían ir a un pequeño golfo que habían visto desde el aire, acabado en un enorme espolón rocoso. Hicieron paradas por el camino y se desviaron a menudo. No podían dejar de lado su obligación de detectar posibles supervivientes alienígenas, de tal manera que cada vez que hallaban una cueva, un bosquecillo o cualquier otro lugar donde pudieran refugiarse sin ser descubiertos por los satélites, iban a investigar. A fuerza de sustos acabaron convirtiéndose en expertos en el arte de «echar-un-vistazo-y-salir-pitando»; normalmente, las cuevas tenían habitantes que no gustaban de las visitas inesperadas. La táctica que desarrollaron consistía en que quien sacaba la pajita más corta entraba en la cueva con una linterna en una mano y una pistola lanzabengalas en la otra. Si le atacaban disparaba una bengala para intentar espantar al agresor y salía corriendo hacia el todo terreno. Allí le esperaban los que habían sacado las pajas más largas, uno al volante y el otro con un lanzabengalas para volver a intentar asustar, o herir, según la puntería que tuviese, al animal que defendía su intimidad.
Los compañeros de la Nueva Esperanza pronto se cansaron de preguntar por la radio si les había pasado algo. En vez de eso, cada ocasión que detectaban que se disparaba una bengala decían algo como «Polarian doce, exploradores cero» o «¡Cocinero, hoy seremos uno menos a cenar!» Los tres exploradores decidieron prescindir de los comentarios de sus colegas, castigándolos con su indiferencia.
Al acercarse al golfo se percataron de que no había manera de poder llegar. La erosión había puesto al descubierto un afloramiento rocoso de estratos verticales con bordes cortantes. Entre ellos no había espacio para que pasase una persona, y en cambio eran el refugio de muchos animales. Había multitud de aquellas aves de mirada sorprendida, unos insectoides similares a mantis, un tipo de serpiente con muchas patitas cortas y aquellos desagradables roedores que siempre trataban de quitarles el alimento.
Optaron por visitar una playa próxima y más accesible, y allá soltaron uno de los submarinos al agua. Esta vez dejaron el control en manos del ordenador de la Nueva Esperanza, que previamente habían programado ex profeso.
Esteve recolectó muestras de agua, arena y diversas plantas, cada una con su correspondiente etiqueta. Mientras, Richard le seguía con un maletín lleno de frascos y bolsas de plástico que le iba entregando para recogerlos una vez llenos. Nuria, por su parte, había subido a un pequeño altozano para instalar un observatorio meteorológico automático, tal como les habían pedido que hicieran. Los astrónomos tenían interés en que dejasen unos cuantos en Polarian, con la esperanza de que transmitieran información al repetidor que permanecería en órbita. En aquellos momentos había una lanzadera haciendo lo mismo por todo el planeta. Disponían de una cámara de vídeo capaz de grabar en el espectro visible y en el infrarrojo, así como de un radar meteorológico para investigar las tormentas locales. También quedarían en el espacio unos cuantos satélites de observación. Aunque Polarian no era demasiado especial, el simple hecho de hallarse tan lejos y haber recibido la llegada de seres inteligentes no humanos lo hacía merecedor de atención.
Nuria dudaba bastante que todo aquello sirviese para algo. Si ahora ya estaban incomunicados del Ekumen, cuando faltaran y no hubiese en Polarian ningún técnico ni servicio de mantenimiento, sería imposible mantener las comunicaciones. Alguna cosa dejaría de funcionar y se perdería la señal. Por otra parte no le extrañaría que durante el regreso la nave se dedicara a ir dejando tras de sí nuevas estaciones repetidoras en los lugares donde habían tenido problemas. En realidad, y pese a la apariencia de dignidad ofendida del capitán Ribó cada vez que el tema salía a relucir, todos los tripulantes civiles de la Nueva Esperanza estaban convencidos de que la Armada no les había contado ni la mitad de lo que llevaban a bordo.
Nuria recordaba las palabras de Ester, una astrónoma que le había asegurado que ni ella, pese a ser la encargada de mantenimiento de los satélites y sondas, sabía exactamente cuantos llevaban a bordo ni de qué tipo. El secretismo de que era capaz la Corporación resultaba a veces irritante, especialmente cuando no parecía haber ningún motivo para ello.
Finalmente todos acabaron su tarea. Regresaron al vehículo y Nuria les informó que según los datos del observatorio que acababa de instalar se avecinaba una tormenta de nieve. Esteve maldijo y se apresuró a guardar sus cosas.
—¡Sólo nos faltaba eso! —subió al todo terreno y consultó unas fotografías aéreas que empleaba para orientarse—. Tendríamos que recoger unas cuantas muestras más en diferentes lugares. Ya que no hay alienígenas que viviseccionar, al menos debemos llevar al Ekumen un buen catálogo de bichos a los que poner un precioso nombre en latín.
—¿Para qué preocuparse por esas tonterías? —intervino Richard—. El objetivo de la expedición no era ése. Si no hay contacto con alienígenas, lo único que podemos llevar de regreso es la tecnología que nos hayan dejado aquí. Tengo entendido que pronto empezarán a desmontar todo lo que puedan, o se atrevan a tocar, de la nave caída. Será algo así como un saqueo prudente. Primero van a mirar con mucha atención una pieza y si creen que no les va a explotar en las narices la desmontarán, le pondrán una etiqueta y la enviarán a la Nueva Esperanza. Para cuando llegue el remolcador que nos trae el motor nuevo y el combustible ya dispondremos de un botín considerable.
—Eso es lo mismo que estoy haciendo yo, pero en mi caso es más urgente, porque ya han comprobado que no hay ningún alienígena cerca. Estoy seguro de que la próxima nave que envíen será de la Armada, sin civiles a bordo y sin el más mínimo interés en los seres vivos de este planeta. Este mundo será borrado de los mapas oficiales y sólo la Armada conocerá su posición exacta. Si viene alguien, se tratará de expertos en computadoras del Ejército para intentar averiguar lo que puedan de los bancos de datos del Huevo de Plata. Parece que no desean llevarse el ordenador y el transmisor, no sea que alguien les pudiera acusar de haber cortado el mensaje de socorro.
—Pues lo tienen difícil —comentó Nuria—. Todavía no saben cómo funciona su ordenador. Al parecer, nuestros científicos descifraron la llamada de socorro con facilidad porque estaba preparada expresamente para ello. Era algo así como un programa autoejecutable, que partía de conceptos muy básicos con tal de hacer lo más fácil posible su interpretación. Su tecnología informática, sin embargo, está muy por encima de la nuestra. Ni tan siquiera han podido averiguar cómo se comunican con el ordenador. Lo que al principio tomaron por consolas de acceso al mismo han resultado ser otras cosas. Creen que la nave puede leer la mente de sus constructores y enviarles información directamente al cerebro.
—Algo parecido hacen nuestros modelos más avanzados de naves de combate —dijo Richard—, pero son necesarios unos implantes en el encéfalo de los pilotos.
—Si al menos hubiéramos dado con alguno de ellos, sabríamos si tenían algo así en la cabeza —dijo Esteve.
Al cabo de un rato arribaron a una cañada por la que era bastante fácil transitar. Conducía a una zona elevada y decidieron examinarla, a pesar de que estaba nevada y el frío era considerable. Nadie podía asegurar que los alienígenas hubieran pensado, como ellos, que la costa, más cálida, era el mejor de los refugios, y no podían dejar sin explorar aquel paraje.
Llegaron a una pequeña meseta en lo alto de la cresta y bajaron del vehículo dispuestos a permanecer allí lo menos posible. El viento era fuerte, se clavaba en sus rostros como mil agujas y traía tanta humedad que los dejaba empapados. Unos negros nubarrones se acercaban, dejando por donde pasaban un rastro de relámpagos. Nuria contó el tiempo transcurrido entre un destello y la llegada del correspondiente trueno.
—Seis o siete kilómetros —anunció, esperando que la proximidad de la tormenta diera prisa a Esteve, quien revolvía las piedrecitas en busca de pequeños animales.
Richard Bolt se había alejado unos pasos para obtener unas muestras de líquenes. Halló un lugar un tanto resguardado del viento y decidió aligerar la vejiga mientras tarareaba una canción de moda.
—¿Estás marcando el territorio o qué? —bromeó Esteve al verlo regar las piedras.
—No servirá de mucho; se hiela antes de llegar al suelo.
Nuria, mientras tanto, había subido a lo alto del vehículo para otear el horizonte con los prismáticos. Era un modelo militar, con un fotomultiplicador electrónico que también permitía ver en el infrarrojo. No conocía muy bien la utilidad de los pequeños botones que podían pulsarse con los dedos de la mano derecha para conmutar las funciones del aparato, de modo que al intentar activar el enfoque automático pulsó por error la tecla de visión térmica. Antes de desactivarla se dio cuenta de que aparecían unas manchas de temperatura más alta cerca de Esteve. Pasó a visión normal pero no distinguió nada más que la blancura cegadora de la nieve. De nuevo pasó al infrarrojo y comprobó que las manchas se acercaban en semicírculo al exobiólogo.
—¡Tienes algo a tu lado! —gritó, asustada.
Esteve oyó el grito pero no supo de qué le hablaban y se quedó mirándola sin hacer nada.
—¡Veo manchas de calor que te están rodeando y se acercan, a unos cincuenta metros! —insistió Nuria, a la vez que le indicaba con gestos ostensibles que regresara a toda prisa.
Esteve Giralt se giró y miró a su alrededor. El resplandor de la nieve le molestaba, pero notó que algo avanzaba lentamente hacia él. Algo grande, de lo que sólo podía ver con claridad las patas manchadas de barro y unos ojos perversos. Dejó todo lo que tenía en las manos y empezó a correr hacía el todo terreno, al tiempo que gritaba:
—¡Depredadores! ¡Al vehículo, deprisa!
Richard se acercó corriendo mientras desenfundaba la pistola de señales. Disparó una bengala apuntando detrás de Esteve, la cual se estrelló en la nieve, inundándolo todo de llamaradas rojas.
—¡Eso ha asustado a algunos! ¡Sigue disparando! —le dijo Nuria.
Richard, que estaba más cerca del todo terreno, llegó el primero y disparó de nuevo varias veces. Nuria bajó del techo y entró en el coche. Se sentó en el lugar del conductor y arrancó el motor.
—¡Aquí, deprisa! —gritaba Richard para animar a Esteve, mientras buscaba más bengalas para cargar su pistola.
Nuria aceleró y se dirigió hacia el biólogo. Al llegar a su lado hizo una pirueta con el volante, los pedales y el freno de mano de tal modo que el vehículo quedó parado detrás de Esteve después de derrapar, describiendo medio trompo. Esta maniobra le salvó la vida, pues los animales ya estaban muy cerca y chocaron contra el todo terreno, mientras Esteve entraba en él.
Nada más cerrar la puerta se vieron rodeados por doquier de fieras enormes. Una de ellas logró introducir una pata por una ventana mal cerrada. De un zarpazo abrió seis profundas heridas en el brazo de Esteve, que lanzó un grito desgarrador. Richard metió el cañón de la pistola por el resquicio e incrustó una bengala en el pecho del animal, que se alejó revolcándose por tierra entre aullidos terribles, con la herida abierta destilando fuego. Cerraron bien la ventana y contemplaron la jauría que arañaba y mordía el exterior del vehículo. Notaron cómo destrozaban las ruedas, arrancaban los limpiaparabrisas e incluso arañaban la carrocería, como si fuese un juguete que no les fuera a durar más que unos minutos. Entonces oyeron que les llamaban por radio desde la Nueva Esperanza. Estaban preocupados por la gran cantidad de bengalas que habían detectado.
—No os preocupéis —dijo una voz por la radio al conocer su situación—. Mandaremos una lanzadera para que os eche una mano. Está cerca de vuestra posición y tardará muy poco en llegar.
—¿Cómo puede ayudarnos una lanzadera? —se preguntó Richard en voz alta.
Una nueva voz habló por la radio:
—Enseguida lo verás, muchacho, pero si quieres contarlo abre la boca, no respires y asegúrate de cerrar bien el coche. Estoy a punto de llegar —era el piloto y no parecía estar bromeando.
—¡Oh, no! —exclamó Esteve—. Ya sé lo que pretende. ¡Haced lo que ha dicho si no queréis quedaros sordos!
La salvación tardó menos de un minuto en llegar. Durante ese tiempo los animales arrancaron varias partes del exterior del vehículo y parecían estar a punto de entrar.
Lo primero que vieron fue un resplandor en el cielo, un fuego verde que abrasaba los ojos. Luego el fuego les golpeó, y unos segundos más tarde una explosión atronadora los dejó semiinconscientes.
Tardaron un buen rato en recuperarse del todo. Los oídos parecían a punto de estallar y sólo veían un resplandor verde, incluso cuando cerraban los ojos. Sudaban a chorros y a su alrededor la nieve se había evaporado casi instantáneamente. Algunos animales estaban muertos y otros huían renqueantes y chamuscados, aullando lastimeramente. El interior del vehículo parecía un horno.
—¡Nos ha dado una pasada con los turboconversores! —dijo Richard, como si no acabara de creérselo—. ¡Habría podido matarnos, el muy loco! Los turboconversores desintegran el aire para convertirlo en plasma. ¡Nos ha rociado con plasma!
—El trueno ha debido de producirlo al romper la barrera del sonido —añadió Nuria con la voz medio perdida, como la de todos ellos. Estaban bajo los efectos de un pequeño shock.
—Así es, guapa —explicó el piloto por la radio con tono chulesco desde la estratosfera, donde poco a poco iba frenando—. Mach-3,2 para ser precisos, pero he bajado el gas cuando estaba casi encima de vosotros o no lo habríais contado. Un baño de plasma es demasiado caliente para soltarlo a toda potencia.
—Gracias por el detalle; ahora el todo terreno se ha convertido en una confortable sauna, en vez de un horno crematorio.
La lanzadera voló en círculos sobre ellos a poca velocidad, hasta encontrar un lugar adecuado para aterrizar. Una vez a bordo curaron las heridas de Esteve y todos se repusieron del susto. De la nave llegaron órdenes de reparar mínimamente el todo terreno y volver con él, ya que no podían dejar material de ningún tipo abandonado en la superficie de Polarian. La lanzadera que los había salvado era la más pequeña de las tres que llevaba la Nueva Esperanza y estaba preparada para transportar únicamente al personal, así que no podía cargar con el vehículo.
Después de descansar un rato se pusieron manos a la obra. Llevaron un completo equipo de reparaciones y pudieron apañar razonablemente bien el todo terreno. Tras despedirse del piloto y contemplar cómo despegaba tornaron a ponerse en ruta. Al volante iba Nuria, conduciendo sosegadamente y por los lugares más fáciles; no quería más emociones por aquel día.
Divisaron unas pequeñas columnas de vapor que se elevaban por detrás de unas rocas y fueron a investigar el fenómeno. Se trataba de una surgencia de aguas termales al fondo de un desnivel del terreno, donde había un lago humeante semioculto por una espesa vegetación de árboles altos y frondosos. Cuando se acercaron más, descubrieron un vehículo terrestre como los que había en el Huevo de Plata, aparcado al lado de una pequeña cúpula de color verde y unos siete metros de diámetro. Parecía de plástico metalizado. En el exterior había algunos objetos tirados por tierra, de manufactura no humana. La cúpula tenía una abertura y se podía ver el interior. No había nadie, es decir, nadie vivo.
Durante un par de minutos se quedaron parados, contemplando atónitos su descubrimiento. Después, poco a poco, fueron saliendo del todo terreno. Cuando por fin reaccionaron recordaron las normas que las habían inculcado para un caso como éste. Inmediatamente se pusieron en contacto con la nave para notificar el hallazgo. El capitán en persona se puso al habla al conocer la noticia. Les pidió que enviaran imágenes con la cámara de video y que permaneciesen a la espera, sin tocar ni hacer nada hasta la llegada de los demás expedicionarios. Como estaban a escasa distancia del Huevo de Plata tardaron bien poco. Rápidamente empezaron a instalar todo tipo de aparatos y a investigar los alrededores. El cuerpo del alienígena que había dentro de la cúpula no era el único. Había otros dos cadáveres en las cercanías. Tenían aspecto de haber muerto hacía meses, sin nadie que cuidase de ellos. También había una docena de cuerpos de un depredador similar a un tigre, pero de mayor tamaño. La mayoría de estos cadáveres exhibía grandes agujeros de cinco centímetros de diámetro, y algunos en lugar de pudrirse habían sido completamente calcinados, convertidos en bloques rígidos de carbón. Los alienígenas habían sido atacados y se defendieron con métodos contundentes.
—No puedo afirmar nada con seguridad —dijo Esteve—, pero creo que es la misma especie que nos atacó hace unas horas. Está claro que aquéllos tenían mucho pelo y que éstos están descompuestos o carbonizados, así que mal se pueden comparar.
Durante horas todo el personal disponible estuvo estudiando el lugar. Lo grabaron todo, tomaron medidas, muestras de todo tipo y especialmente recogieron con mucho cuidado los cuerpos de los alienígenas para colocarlos en unos féretros de campo estático[9] traídos expresamente para la ocasión.
Richard ayudó a cargar en la lanzadera unas cajas en las que metieron prácticamente todo cuanto había en aquel sitio, incluso los cadáveres de los animales que habían atacado a los alienígenas. Probablemente alguien querría estudiar los efectos de las armas empleadas y que no habían sido halladas, o bien no habían sabido identificar entre todos los objetos de apariencia extraña dispersos por allí. Una vez a bordo se dio cuenta de que había muchas más cajas. Cajas grandes y pequeñas, todas etiquetadas y selladas y después cubiertas con una capa de resina sintética ultrarresistente. Eran las piezas del Huevo de Plata. El saqueo había comenzado.
Respondiendo a una pregunta suya, el piloto le explicó que habían recibido nuevas órdenes: llevárselo todo, absolutamente todo. Ahora ya no tenían que dejar en funcionamiento el transmisor para que continuase enviando el mensaje de socorro. La Corporación lo quería todo para sí. Hasta las más minúsculas piezas de la nave alienígena serían catalogadas, desmontadas, embaladas y selladas. La Nueva Esperanza no podía transportar tan abundante botín, así que parte iría al remolcador, que lo transportaría de regreso tanto como aguantasen sus motores. Entonces otra nave iría a encontrarse con el remolcador y recogería la carga y la tripulación.
El piloto, en tono confidencial, también le explicó que tenían más órdenes: alisar y resembrar el terreno donde se había estrellado el Huevo de Plata para eliminar cualquier rastro de la presencia de los alienígenas en Polarian, y todo en el más estricto secreto. En la Tierra hubo disputas entre los poderosos sobre cómo se debía actuar y los partidarios de la línea dura habían ganado la partida. El saqueo prudente fue abandonado en favor de la pura y simple rapiña.
A Richard no le sorprendía. Discusiones donde cada vez se cruzaban más y más hipótesis sobre las desgracias que se podían abatir sobre la Humanidad, más discusiones en torno a las ventajas estratégicas de disponer para ellos solos de novedades tecnológicas que pudiesen llegar a desentrañar de la tecnología alienígena… Seguro que cuando acabase aquel viaje alguien le sugeriría que debía guardar silencio absoluto, que nada de ello había sucedido nunca y después, con todo lujo de detalles, añadiría una larga explicación de todas las penurias que le ocurrirían si hablaba. Confiaba en que al menos ese alguien tuviera el detalle de comentar las ventajas de ser bueno y cerrar el pico.
Esteve subió a la nave para volver a curarse las heridas, y al ver las cajas puso mala cara. Seguramente, pensó Richard, había tenido los mismos pensamientos que él y no le hacía gracia. Esteve era un científico, y querría dar a conocer lo que había hallado en Polarian. Comenzaba a olerse que eso no sería posible.
Después de curarse, Esteve tornó a bajar para continuar recogiendo muestras y buscar cualquier residuo interesante que les permitiese averiguar qué había sucedido y cómo había ido la lucha entre los alienígenas y las fieras. Ahora debía ejercer de forense y de detective, y no estaba de humor para ninguna de las dos cosas.