CUANDO unas horas después terminó la fase de aproximación y frenado, la Nueva Esperanza estaba en órbita geosincrónica alrededor del planeta. Toda la superficie sería vigilada mediante satélites de observación.
La tripulación quiso hacer uso de su privilegio de bautizar un mundo nuevo y votó por llamarlo Polarian. La propuesta de Esteve Giralt, Tropicalia, no cosechó demasiado éxito.
El equipo de descenso fue preparado rápidalmente, tal como estaba previsto. Pilotaría la lanzadera el teniente Íñigo Andersen y lo acompañaría Nuria Ortega, en calidad de exoantropóloga, una disciplina que hasta entonces había formado parte de la arqueología y que estaba a punto de convertirse en una ciencia viva. Completaban la expedición Esteve Giralt como exobiólogo, Luis Soler como embajador y Richard Bolt ejerciendo de ingeniero. Richard había intentado convencer al capitán desde el primer momento de que no era la necesaria la presencia de un ingeniero, y que cedería gustoso tal privilegio a favor de cualquier científico más cualificado, pero Ribó insistió en que quería un experto en artefactos que fuese por delante de los otros por si había trampas u otros peligros. Aunque el capitán no lo mencionó para nada, también iría Juan Carlos Rialb, uno de aquellos misteriosos tripulantes cuya misión todos ignoraban y temían. Probablemente se había invitado él solo a la fiesta.
Richard no tuvo más remedio que plegarse a las órdenes del capitán. Murmurando y maldiciendo, se enfundó el traje espacial y se dirigió al hangar. Un teniente impartía sus últimas instrucciones: en caso de contactar con los alienígenas, y que éstos manifestasen una actitud agresiva hacia ellos, debían dejar bien claro que los humanos no constituían un peligro ni una amenaza. Con tal de calmarlos, no podían responder con hostilidad. Tampoco podían abandonar el contacto para evitar malentendidos, así que nada de salir corriendo.
—¿Podemos dejar que nos coman? —preguntó el piloto.
—¡Sólo si estamos seguros de no resultarles indigestos! —respondió Nuria.
El médico de a bordo observaba las constantes vitales de los expedicionarios. Al ver el ritmo cardíaco de Richard le suministró un calmante suave.
La lanzadera salió de la nave y puso proa a Polarian. La entrada en la atmósfera fue tranquila. El aire estaba calmo y el descenso se completó sin dificultad. La Nueva Esperanza trataba todavía sin éxito alguno de comunicarse con los alienígenas. Finalmente, el piloto del transbordador estableció contacto visual.
—Aquí la tenemos. Parece que se divisa una nave espacial sobre la superficie del planeta —el piloto hizo una pausa mientras se aproximaba con prudencia—. La presunta nave tiene forma ovalada y una especie de punta cónica en un extremo, como un aguijón. La parte distal de éste aparece hincada en el suelo, y se halla recubierta por un montículo. El interior brilla mucho y según los instrumentos, toda la radiación procede de ahí. Me recuerda a la caldera de un pequeño volcán.
Describieron una amplia curva en el aire, reduciendo la velocidad y reconociendo el terreno. Una cámara envió imágenes a la Nueva Esperanza. Todos empezaron a especular sobre lo que veían.
El teniente Andersen decidió por fin aterrizar al lado mismo de la nave alienígena. Descendieron uno a uno con Esteve Giralt a la cabeza. El exobiólogo llevaba unos pequeños aparatos que en teoría podían detectar cualquier tipo de forma de vida microbiana, analizar la composición del aire y muchas cosas más. Llegó a la conclusión de que el aire era respirable y no había riesgo de contagio. Por otro lado, Polarian no corría el riesgo de resultar contaminado por sus visitantes; una serie de aborrecidas pero inevitables sesiones de desinfección, tanto interna como externa, había dejado a los tripulantes limpios de microorganismos. En cambio, sí que había un ligero exceso de radiaciones de todo tipo procedentes de la nave.
—Son fugas que emite esa especie de volcán —apuntó Esteve—. La mayor parte sale verticalmente, pero una cierta cantidad siempre puede contaminar los alrededores.
—Parece estar formado por espuma solidificada —observó Richard—. Podría tratarse de un intento de los tripulantes por contener el escape de radiaciones. Nosotros empleamos métodos semejantes.
Caminaron lentamente hacia la nave y la rodearon con cautela, grabando todo cuanto veían, es decir, una superficie lisa y brillante, metálica y sin irregularidades. Con su propio equipo de escáneres, Richard llegó a la conclusión de que se trataba de un revestimiento de biometal.
—Es completamente deformable. El ordenador de la nave puede darle cualquier apariencia que desee, para abrir o cerrar compuertas, proyectar antenas… En definitiva, puede transmutar el casco como le plazca.
—Igual que nuestros cazabombarderos —comentó alguien con voz trémula.
—Sólo por cuestiones de dinero —replicó Richard—. Si la elaboración del biometal no fuese tan costosa, todas las naves lo llevarían. No tiene por qué ser un vehículo militar.
Vista de arriba abajo, resultaba imponente: una mole de cuatrocientos ochenta metros de eslora semienterrada por la fuerza del impacto, que había lanzado arena en todas direcciones. No pudieron averiguar nada más.
Al cabo de un buen rato se sentaron a discutir, formando un corro a mitad de camino entre el transbordador y la nave alienígena. Alguien le encasquetó el mote de Huevo de Plata, que de inmediato se hizo popular. Mientras los demás hablaban Richard se levantó para sentarse en donde hubiera menos piedras, que eran bastante puntiagudas. Al hacerlo notó algo curioso: una buena parte del suelo tenía los guijarros hundidos, como si una presión se hubiera ejercido sobre ellos. ¿Era un camino que conducía hasta la nave? Sin decir nada dejó el grupo, encaminándose hacia el vehículo alienígena.
La pista allanada conducía hacia un lugar preciso. Dio un par de pasos más, hasta una distancia tal que podía tocar el biometal con la mano. Una pequeña sección del casco se puso a brillar. Era un recuadro blanco de unos dos metros de altura y contenía tres franjas de color rojo muy vivo. Richard no sabía qué hacer, pero detrás de él se acercaban a la carrera sus compañeros, que también se habían percatado de lo sucedido, animándolo a tocar los rectángulos rojos. Sin pensárselo más, Richard acarició con los dedos las tres franjas y un amplio sector del casco dejó de existir. El metal había fluido como si de mercurio se tratara, dejando una amplia abertura a pocos centímetros del suelo. Sus compañeros quedaron mudos a su lado, contemplando el interior del Huevo de Plata.
Ante ellos se abría un largo pasillo, jalonado de oquedades en ambos lados. Las paredes eran plateadas, pero se hallaban tachonadas de pequeños puntos luminosos de colores vivos, distribuidos aparentemente al azar.
—¡Peor que el arte Hihn! —murmuró Giralt, a quien la profusión de luces chillonas le había recordado el estilo artístico de Alfa Centauri.
Andersen empezó a caminar sin decir nada. Richard observó que tenía la boca abierta y miraba a ambos lados como si estuviera en éxtasis. Decidió acompañarle y los demás los siguieron, algunos empuñando las cámaras como si fuesen periodistas.
La marcha fue muy lenta. Durante el viaje habían tenido que aprenderse todo un listado de instrucciones para actuar en un caso semejante. Ahora consultaban entre ellos a cada paso que daban.
Desde la nave les recordaron que la puerta podía haberse abierto con tanta facilidad porque alguien, desde el interior, quizá los estuviera observando. Tal vez les hubieran permitido la entrada. Ello les obligaba a extremar las precauciones, no fuera a enfadarse su desconocido anfitrión.
Los exploradores avanzaron, inspeccionando y grabando cuanto veían hasta el más nimio detalle. A menudo se detenían para filmar con detenimiento complicados mecanismos, objetos colgados de las paredes o raros símbolos que se iluminaban cuando pasaban a su lado. En una sala abierta hallaron unas vitrinas que contenían trajes espaciales, escafandras y artilugios varios. Los había de dos tipos: unos de dos metros de altura y otros de dos y medio; también diferían en los detalles. En el centro de la sala podían verse unos vehículos con o sin ruedas que parecían disponer de cuatro plazas, dentro de unos círculos verdes pintados en el piso. Uno de dichos círculos estaba vacío.
Desde la Nueva Esperanza les pidieron que tomaran primeros planos de todas las piezas de los trajes espaciales. Mientras lo hacían, los presentes en la sala discutían acerca de la vestimenta.
—Pueden ser indumentarias diseñadas para machos y hembras —dijo alguien.
—O castas diferentes —respondió Esteve Giralt—. Recuerda que son insectoides, o algo parecido. Podría tratarse de trajes para los guerreros y los trabajadores, por ejemplo.
—Amos y esclavos —sugirió Juan Carlos Rialb—. Quizá nos enfrentamos a una especie que ha sometido a otras para que le sirvan. Seguramente ahora nos están tomando las medidas a nosotros.
—No seamos paranoicos… También pueden venir acompañados de androides o mutantes —apuntó Nuria Ortega, la exoantropóloga—; no tienen que haberlos fabricado exactamente igual a ellos, aunque nosotros sí lo hagamos.
Los hombres que inspeccionaban los vehículos les informaron que uno de ellos presentaba el fuselaje abierto y al parecer alguien había estado hurgando en su interior.
—Parece que esta gente tuvo verdaderamente mala suerte; incluso se les averió este cacharro, seguramente durante el aterrizaje forzoso. Y falta otro. ¿Dónde demonios estará? —murmuró Rialb, pensativo.
Continuaron el recorrido por la nave y hallaron otras salas, grandes y pequeñas. En la mayoría de los casos no pudieron averiguar para qué servía nada de lo que encontraban; en otros especulaban sobre si sería una cocina, un baño o alguna otra cosa. Lo que sí vieron claramente fue que una de las habitaciones era una sala de hibernación. Otra parecía un laboratorio bastante completo y complicado, lleno de todo tipo de instrumentos. Al cabo de treinta minutos llegaron al puente de mando, y pudieron ver con sus propios ojos el lugar donde se efectuó la grabación del mensaje de petición de auxilio.
Recogieron diminutas muestras de tejidos y células de las cápsulas de hibernación, confiando en que fuesen material biológico procedente de los alienígenas. Analizaron el contenido de lo que parecían dispensadores de alimentos y tomaron medidas de las habitaciones, los pasillos, los trajes espaciales y así durante horas. Richard se paseaba por los corredores arriba y abajo a la caza de compuertas cerradas y artefactos que grabar con su cámara. El embajador parecía muy fastidiado; lo miraba todo y rumiaba en silencio.
Durante las horas siguientes recorrieron toda la nave una y otra vez, hasta aprendérsela de memoria. No había nadie, ni quedaban rincones por descubrir. Mientras, la lanzadera había efectuado un par de viajes más hasta la Nueva Esperanza, transportando cada vez más gente y equipo de todo tipo. En pocas horas se instaló una compleja red de cámaras en todos los rincones de la nave y sus alrededores. En el exterior se alzó una antena parabólica para comunicaciones de banda muy ancha, para hacer llegar la avalancha de imágenes tridi que las cámaras captaban.
Mientras, otra lanzadera colocaba en órbita en torno a Polarian una red de satélites de observación y una estación repetidora de telecomunicaciones a larga distancia, uno de los secretos de la Armada. Desplegaron una gran antena en forma de disco dorado que intentaba detectar el Ekumen para recibir y enviar datos por vía cuántica. El contacto se estableció y comenzaron a llegar mensajes de la Tierra. El equipo de científicos que se había reunido allá dejaba en ridículo el que había en la Nueva Esperanza. Un millar largo de especialistas en los temas más diversos se dispuso a analizar los datos que llegaban con más detalle que la propia tripulación de la nave. El capitán Ribó también pudo hablar con sus superiores.
Los investigadores terrestres enseguida comenzaron a sorprenderlos con su capacidad. En pocos minutos elaboraron un plano de la nave alienígena a partir de las imágenes y los datos de telemetría de las cámaras holográficas: el 43,22% del volumen de la nave consistía en pasillos y áreas habitables, y la disposición de las luces estaba meticulosamente diseñada para optimizar la visión de seres de dos metros de altura con ojos facetados, y muchos más datos que a los expedicionarios no les interesaban ni servían para nada.
Doce horas más tarde, los expedicionarios estaban exhaustos y no sabían nada más acerca del Huevo de Plata, pero desde la Tierra continuaban llegando instrucciones, normalmente incomprensibles, acerca de cosas que debían hacer urgentemente: medir esto y aquello, instalar una cámara en tal sitio, tratar de arrancar una de las semiesferas luminosas del pasillo o cantar a grandes voces una balada popular delante de una pared.
A base de muchas pruebas lograron filmarse a sí mismos en la cámara que había transmitido el mensaje de socorro. A modo de travesura, lo reemplazaron por una divertida parodia y lo radiaron por el canal cuántico. Inmediatamente llegaron órdenes estrictas de reponer la grabación alienígena y no interrumpirla bajo ningún concepto. Según la Tierra, una expedición alenígena podría estar de camino para socorrer a los accidentados; no sería buena idea que acusaran a los humanos de cortar la llamada de auxilio.
Richard se estremeció al pensar que podía arribar en cualquier momento una nave extraña y colocarse al lado de la Nueva Esperanza. ¿Cómo se tomarían su injerencia? ¿Qué relación establecerían con ellos?
Cansados después de tantas horas de trabajo, algunos expedicionarios decidieron ir al otro lado de una pequeña loma a tomar un bocado y descansar. Juan Carlos Rialb, uno de los tripulantes incógnita, resultó ser un hombre bastante simpático ahora que, de alguna manera, parecía haberse tranquilizado. No hallar ni rastro de seres inteligentes le había quitado un peso de encima. Recogió ramas secas por los alrededores y preparó un pequeño fuego, animando a los demás a tomarse ese descanso como una fiesta informal.
En un viaje a la Nueva Esperanza, Esteve Giralt había aprovechado para traerse una botella de ginebra. Andersen sacó de un bolsillo su paquetito de café y Richard fue desenlatando víveres que había recogido en el transbordador.
—¡Delicioso este café del planeta Colombia! —exclamó Richard cuando Andersen le pasó una taza.
Andersen sonrió al oírle, pero no dijo nada.
Giralt comentó que había llevado las muestras de tejidos al laboratorio de la nave. Serían sometidas a diferentes pruebas, especialmente análisis de código genético.
—Suponiendo que haya —comentó Luis Soler.
—Lo hay, acabo de comprobarlo. Se trata de cadenas dobles de polinucleótidos, cuyo paralelismo con el ADN es asombroso.
En ese momento llegó Nuria Ortega, se quitó la escafandra, que cerca de la nave llevaban por temor a la radiación, y se sentó visiblemente abatida.
—Hoy podía haber sido un día maravilloso —comentó—; bastaría con que hubiera alguno de esos seres aquí, y sería la primera exoantropóloga que pudiera ver su objeto de estudio vivo. Hasta ahora sólo hemos hallado ruinas antiquísimas en docenas de planetas. Para una ocasión en que podíamos encontrar a alguien vivito y coleando, en vez de fosilizado…
—No te preocupes —trató de consolarla Luis mientras arrojaba una piedra para ahuyentar a unos animalillos peludos que habían olido la comida y se la querían llevar—. Alguien descifrará pronto sus formas de comunicación con el ordenador de la nave y podremos acceder a su banco de datos. Ya verás cómo salimos de aquí conociendo la posición de su mundo de origen, por lo menos.
—¿Y si está en el otro extremo de la galaxia? —objetó Nuria.
—De un modo u otro llegaremos hasta ellos y podremos saludarles.
Richard se horrorizó ante la idea.
—¡Espero que no nos envíen a nosotros! —exclamó—. Confío en que el motor de repuesto nos devuelva a casa, no que nos lleve en dirección opuesta.
Mientras decía esto, les llegó un aviso de la nave: la comunicación instantánea con la Tierra se había cortado. Al parecer una de las estaciones repetidoras no había resistido la altísima energía necesaria para la transmisión y había fallado.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Andersen.
—Nos dejarán en paz —respondió Richard.
—Tanto da —comentó Luis—. Nadie pensaba mantener la comunicación indefinidamente; el consumo de energía es demasiado grande. Basta con que hayamos transmitido el resultado del primer contacto: nadie en casa.
—O sea, un primer contacto sin contacto. Hemos viajado para obtener un fracaso.
—Yo no diría tanto —terció Giralt mientras daba manotazos al aire para espantar lo que parecía ser la madre de todas las abejas—. Obtendremos mucha información sobre su tecnología, forma de vida y estructura biológica. A estas horas seguramente el laboratorio de la Nueva Esperanza ya habrá transmitido toda la información genética completa de esos seres. En la Tierra disponen de equipos que pueden simular el crecimiento, y por fin sabremos cómo son por fuera y por dentro —miró su taza, donde el bicho se había zambullido y ahora se estaba ahogando en el café caliente—. ¡Dios del cielo! ¡Cualquiera se bebe esto ahora!
—Mucho me temo que a esta distancia del Ekumen no volveremos a saber nada más de la Tierra hasta que regresemos —dijo Andersen—. El oficial de comunicaciones daba casi por imposible mantener estable una transmisión cuántica a esta distancia. Si encima ha fallado un repetidor, lo tenemos muy crudo.
—Sea como fuere, no ha resultado un absoluto fracaso —recalcó Giralt.
—No, claro, para los biólogos no —dijo Nuria—, pero los exoantropólogos nos hemos quedado a dos velas, ¡cómo siempre!
Terminada la comida decidieron regresar. Desde la nave llevaban un buen rato urgiéndoles a volver al trabajo y no querían exponerse a recibir un toque de atención por parte del capitán. Mientras recogían las cosas Giralt hizo un comentario.
—¿Os habéis dado cuenta de que nos están observando?
Los demás miraron a su alrededor. Semiocultos tras unas rocas había unos animales parecidos a lagartos enormes que les miraban con atención.
—Ya que estamos aquí podríamos echar un vistazo e inspeccionar la fauna local —sugirió el exobiólogo—. Nunca viene mal incrementar nuestros conocimientos sobre biotas exóticas. Es un planeta muy rico en especies.
—No hemos venido hasta Polarian para aumentar el catálogo de bichos raros —observó cínicamente Andersen.
—Ya he cumplido con mi tarea de biólogo en el Huevo de Plata, y me disgusta quedarme parado. Le pediré al capitán que me deje emplear un todo terreno para investigar los alrededores. Puede que encontremos algo de interés.
El asunto quedó olvidado por el momento, pero algún tiempo después los expedicionarios regresaron a la Nueva Esperanza y Giralt aprovechó para comentarle su propuesta al capitán. Éste se mostró favorable, pero por otros motivos.
—Sus colegas del laboratorio han descubierto que los tejidos hallados en la nave se encuentran muy dañados por la radiactividad. Hace unos meses debió de ser más intensa que ahora. Nuestra hipótesis de trabajo es que al chocar contra el planeta sufrieron una fuerte fuga radiactiva, desalojaron la nave (recuerde que falta uno de los vehículos auxiliares) y crearon ese pequeño volcán para contener la mayor parte de la radiación.
—Entonces bien podrían haber instalado un campamento provisional en otro lugar. La exploración de los alrededores es ahora doblemente importante.
—No se haga ilusiones. Desde el aire hemos registrado toda la superficie en cien kilómetros a la redonda y no hemos hallado ni rastro de un campamento. La lanzadera también ha dado unas vueltas con instrumentos para detectar fuentes de energía y cámaras de alta resolución. De momento no hay nada.
—De todos modos será necesario inspeccionar el terreno a ras de tierra —dijo Giralt—. Suponga que hallaron refugio en una cueva. Lo único visible desde el aire sería un agujero en el suelo, pero si pasásemos por su lado podríamos tropezarnos con algún objeto artificial junto a la entrada. También podrían morar en las copas de los árboles. No conocemos su comportamiento ni su forma de vida natural.
—De acuerdo —concedió el capitán Ribó—, pero no vaya solo. Que le acompañe siempre otra persona. Y no olvide llevarse una radiobaliza y un transmisor. Quiero saber en todo momento dónde se encuentran.