5. EL PLANETA BLANCO.

TRAS efectuar un último salto, la Nueva Esperanza emergió al espacio normal dentro de un sistema estelar doble, repleto de meteoritos que se desplazaban en todas direcciones. Nada más realizar la primera exploración somera del sistema, el capitán de la nave ordenó la máxima alerta. Todos los sensores y radares fueron activados y se desplegó un detector de ondas gravitatorias de alta sensibilidad, a fin de prevenir mejor la posible colisión con alguna roca vagabunda. Parecía exactamente el tipo de sitio al que a nadie le gustaría llegar.

El capitán Blai Ribó estaba francamente preocupado, y el resto de la tripulación se percató pronto de ello. Los altavoces dieron instrucciones de que todos se pusieran su traje de vacío y se mantuvieran listos para una emergencia, como una descompresión súbita o un corte de energía. La Nueva Esperanza no podía presumir precisamente de tener un casco blindado. La ausencia (al menos oficial) de armamento ponía las cosas más difíciles, pues no podían destruir los objetos que fueran a chocar contra ella.

Sin embargo, las posibilidades de un impacto eran muy escasas. Por muy grande que fuera la cantidad de rocas, difícilmente coincidirían con la nave en la vastedad del espacio. De todos modos, eso no impedía que estuviesen nerviosos, ni justificaba la despreocupación.

Los astrónomos confeccionaron rápidamente un mapa de las regiones donde el juego de gravedades de los dos soles permitía la presencia de planetas en órbitas estables, y también las zonas con mayor densidad de asteroides. Apuntando los telescopios y sensores de gravedad a los lugares indicados, descubrieron tres planetas. Dos de ellos se hallaban a una enorme distancia de los soles. Describían una órbita externa a ambas estrellas, por lo que las temperaturas habían de ser necesariamente muy frías. La vida allí era imposible. Según los escáneres eran mundos pequeños, constituidos por rocas y algo de metano, amoniaco e hidrocarburos diversos congelados en la superficie. Ninguno de ellos emitía señal alguna.

El tercer planeta que giraba en torno al sol mayor resultaba más interesante. Su órbita era bastante excéntrica, debido a la atracción del segundo sol. Era un mundo fiero, de cambios extremos y súbitos de temperatura. Durante una época del año recibía la luz y el calor de los dos astros, pero durante los inviernos sólo uno lo iluminaba.

En cuanto las antenas lo enfocaron, pudieron comprobar que ahí se hallaba el origen del mensaje que estaban persiguiendo. Pero la señal que ahora recibían era muy débil. Efectuando un cálculo elemental, los astrónomos descubrieron que en la actualidad no podía recibirse desde ningún observatorio del Ekumen. Obviamente, en la Tierra ya no tenían noticia de aquel sistema, y debían de estar ansiosos por recibir una comunicación de la Nueva Esperanza.

—Sin duda el emisor ha perdido potencia durante los cinco meses que ha durado nuestro viaje. Si hubiera transmitido a este nivel durante todo el tiempo, nos habría resultado imposible dar con él —explicó José Posadas, un catedrático de Astronomía. Era el mejor astrónomo que la Corporación había podido hallar en un parsec a la redonda, y se había pasado el viaje recordándoselo a todos—. Por otro lado, esta nave no podía transportar los inmensos equipos necesarios para recibir señales tan débiles y lejanas, así que hasta ahora no teníamos noticia de lo que estaba pasando. No encuentro señales de radio, TV, microondas, radiaciones de centrales nucleares, o cualquier otra traza de una civilización tecnológica. Si habitan el planeta, no dan testimonio de ello a esta distancia

—Podría tratarse de una pequeña colonia o una base científica —apuntó el capitán Ribó.

—O también un punto de referencia, un radiofaro. Igual podríamos estar ante una señal de emergencia de una base militar asediada por el enemigo…

El hombre que había hablado se calló al percatarse de las miradas que todos le dirigieron.

—Mas vale que esté equivocado —intervino Richard—. Tenemos pocas posibilidades de retornar a casa si nos toman por una nave de una de las partes en conflicto. No olviden que la Nueva Esperanza es un transporte de mercancías. Un solo rayo de plasma y nuestro casco se fundiría como si fuese de mantequilla.

—¡No nos pongamos pesimistas a estas alturas! —lo cortó el capitán—. No hemos venido a pelearnos con nadie. Si el C.S.C. sospechara la existencia de peligro nos habría armado.

Richard se percató de que cuando el capitán dijo estas palabras, uno de los militares del Servicio de Inteligencia sonrió ostensiblemente. No era ningún secreto a bordo que gran parte de la sección de carga había sido declarada «área restringida». Es más, Richard recibió instrucciones precisas de instalar compuertas de apertura rápida, aunque no pudo ver qué colocaban dentro. ¿Qué transportaban allí? No creía que la Nueva Esperanza fuera desarmada, y más conociendo a la Corporación.

Durante varias horas la nave se aproximó al planeta casi a la velocidad de la luz. Radiaba mensajes de saludo en todas las frecuencias conocidas, pero no había respuesta alguna. Estaba claro que sólo cabía esperar que respondieran a las emisiones cuánticas. Las señales de radio y TV llegarían unos minutos antes que la Nueva Esperanza, pero preferían hacerse notar al máximo, más que nada para evitar que un artillero asustadizo creyera que se trataba de un ataque por sorpresa.

Conforme se acercaban al planeta, éste iba creciendo en las pantallas. Los telescopios ópticos podían mejorar la resolución y todos estaban atentos por si descubrían algún detalle revelador. Aun así lo único que podían percibir con claridad era su color. Era un planeta blanco, muy blanco; tan sólo una franja más oscura circundaba el ecuador. Suponían que el blanco correspondía al hielo, ya que los espectrómetros indicaban la presencia de agua. Tenía casi la misma masa que la Tierra, pero su volumen era superior, lo que indicaba una menor densidad.

Mientras todos los demás estaban pendientes del planeta, el oficial de comunicaciones se afanaba en otra tarea. Finalmente se dio por vencido, y llamó la atención de sus compañeros.

—Señores, ya sabrán que desde hace unas semanas la Corporación está enviando un mensaje de respuesta a los alienígenas, para que a éstos no les pille de sorpresa nuestra llegada. Lamento comunicarles que nos resulta totalmente imposible recibirlo. No hay ni rastro de él.

Hubo un murmullo de consternación en todo el puente.

—Todos sabíamos que sería muy difícil captarlo —prosiguió—. No disponemos de transmisores tan potentes. Se requiere enviar un haz finísimo, de apenas unas milésimas de segundo de arco. La más mínima imprecisión en los cálculos, y el rayo se enviará en una dirección infinitesimalmente errada. El resultado es que muy probablemente aquí no haya llegado la señal de la Corporación. Por tanto, los presuntos alienígenas no pueden tener noticia de nuestra venida.

—Todavía podemos enviar una señal a la Tierra —dijo el capitán—. La nave dispone de un transmisor especial, capaz de acumular energía de los motores y después liberarla en un pulso cuántico multidireccional y breve. Podemos repetir el proceso cada tres segundos y las antenas de los observatorios terrestres nos recibirán inmediatamente. Mediante un código que hemos establecido les daremos la posición exacta de este sistema. De todos modos no es más que una solución provisional. Tan pronto arribemos al planeta podremos instalar una estación orbital de comunicaciones y hacer funcionar los repetidores que hemos sembrado por el camino.

—¿Qué repetidores? —preguntó un biólogo.

—Los que había en los tanques de combustible vacíos que hemos dejado caer entre los saltos —respondió el oficial de comunicaciones.

—¡Nos habían dicho que estaríamos totalmente aislados de la Corporación! —la sorpresa era genuina.

—Era un secreto hasta que llegáramos aquí —intervino el capitán—. Tecnología militar experimental de comunicaciones: aún no sabemos qué capacidad tiene. Y no queremos que se sepa.

—Dieciocho mil años luz divididos entre doce paradas, contando ésta, quiere decir que sus aparatos pueden transmitir señales a mil quinientos años luz de distancia —la conclusión fue expresada por una joven geóloga, pero todos los presentes habían hecho el cálculo mentalmente. Alguno dejó escapar un silbido de asombro.

—Odio a los científicos —bromeó el capitán, al tiempo que sonreía.

La gente retornó a sus quehaceres. El oficial de comunicaciones se dispuso a preparar los aparatos para enviar el pulso de energía. Mientras tanto, Esteve Giralt, el exobiólogo, se acercó a él por la espalda.

—¿Me permite una pregunta, teniente? —dijo con voz excesivamente afable, aunque se veía que no presagiaba nada bueno. Esteve Giralt parecía tener una manía visceral contra los militares, y durante todo el viaje había tratado de incomodarlos de mil formas ingeniosas—. La comunicación que se envía desde la Corporación pretende simplemente anunciar nuestra llegada al planeta, ¿cierto?

El oficial asintió sin darse la vuelta.

—Entonces, ¿de qué sirve mandar a casa nuestra posición exacta para que ajusten el haz y que su aviso llegue a su destino? ¡Ya estamos aquí! No tiene sentido; dentro de dos horas nos hallaremos en órbita sobre el planeta; ellos tardarán más en ajustar la señal que nosotros en llegar.

El resto de los presentes rió de buena gana al ver cómo el oficial paraba en seco de teclear en su ordenador y se quedaba rumiando algo que sonaba ofensivo.

—¡Oficial! —gritó el capitán, molesto de que por enésima vez Giralt se dedicara a incordiar a sus hombres—. ¡Envíe el mensaje inmediatamente! Esto no es un juego; la Corporación ha de recibir noticias nuestras lo más rápido posible —se dirigió a los demás y prosiguió—. No tenemos motivos para asegurar que la nave sobrevivirá el tiempo suficiente para establecer más adelante otro canal de comunicación. Enviaremos la información de que dispongamos, cuanto antes mejor. Y usted, Giralt, ¡deje de tocar las pelotas!

Pasó el tiempo y las aguas volvieron a su cauce. Richard aprovechaba el carecer de una misión específica hasta la llegada de los motores de repuesto, para curiosear por todas partes. Finalmente tomó asiento al lado del jefe de los hipercartógrafos, quien tampoco tenía mucho que hacer ahora que habían llegado a su destino. Era el inconveniente de disponer de un cuerpo expedicionario formado por gente tan especializada en tareas concretas. Con ello se pretendía que todos hicieran muy bien su parte.

—Oye, Javier, hay algo que me extraña. Este Giralt anda siempre incordiando y es evidente que los militares no sienten mucha simpatía por él. Sin embargo, tú mismo me has contado que a menudo le piden que participe en misiones de exploración.

—En realidad Esteve no es mala persona; quizá un poco infantil, eso sí. Le gusta hacer rabiar a la gente, y a veces no piensa lo que dice ni a quién. Pero es muy apreciado por su trabajo y sobre todo por su capacidad para ver siempre las cosas de un modo distinto. Su pensamiento siempre va en otra dirección. A menudo resulta útil, pero mientras no podamos darle un alienígena para que lo corte en rodajas, habrá que resignarse a aguantar sus gansadas.

Mientras hablaban la imagen de la pantalla mural se modificó. El planeta sufrió un nuevo aumento y aparecieron muchos más detalles superficiales. Los colores habían sido alterados para mostrar mejor la topografía.

—Es una imagen extrapolada, obtenida mediante la superposición de las que reciben los telescopios ópticos, situados uno a cada lado de la nave. Eso nos proporciona una minúscula diferencia que permite analizar el relieve. Además, los espectrógrafos determinan cada tipo de material: roca, agua, hielo…

—¿Qué es cada cosa?

—Azul para el agua en forma líquida, blanco para el hielo, gris para las rocas y marrón claro para la arena.

La pantalla mostraba un planeta con dos casquetes polares inmensos, que cubrían casi el cincuenta por ciento de la superficie. Toda la banda ecuatorial estaba repartida a partes iguales entre la tierra firme y el mar.

—El paraíso de los esquiadores —comentó alguien detrás de ellos.

—Asimismo parece ser bastante montañoso —continuó el hipercartógrafo—. Dentro de cada color, cuanto más oscuro mayor es la altitud. Fíjate en el hielo. Esas franjas grises son enormes, y casi de color negro: cordilleras. Allí hay una en forma de «S» que parece alzarse a… —consultó el ordenador antes de proseguir— unos doce mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar en su punto más alto.

—Hay novedades —anunció un astrónomo—. Hemos descubierto que tiene al menos siete lunas de entre cien y quinientos kilómetros de diámetro. Probablemente haya muchas más de menor tamaño, dada la gran cantidad de pedruscos que pululan por todo el sistema. Seguramente no es raro que caigan meteoritos de tamaño apreciable a la superficie.

»Pero tenemos otro dato mucho más interesante; el juego de gravedades entre ambas estrellas produce un tira y afloja interno en el planeta, de modo que se genera calor continuamente. La parte interna es más cálida que la externa. Bien podría ocurrir que bajo esas costras de hielo abunde la vida en unos océanos relativamente templados. Es el mismo mecanismo que encontramos en los satélites de los gigantes gaseosos como Júpiter, lo cual me hace recordar que las fricciones internas suelen producir movimientos sísmicos importantes y frecuentes.

—¡Eso no se lo digáis a los esquiadores! —bromeó Esteve Giralt.

—Ahora intentaremos examinar el planeta a través de un mapa de energías —anunció el astrónomo.

De nuevo la imagen del planeta cambió. Se había perdido detalle pero la imagen resultaba espectacular: rojo, naranja, amarillo, verde y azul para mostrar las distintas gamas de temperatura. Los polos eran de un azul intenso, lo que indicaba cien grados centígrados bajo cero. El ecuador parecía estar alrededor de quince grados de media, pero había algunos puntos más cálidos, especialmente unas pequeñas áreas que rondaban los setenta grados. Alguien aventuró la hipótesis de que podría deberse a aguas termales o fenómenos de tipo volcánico. De ese modo el interior caliente del planeta cedía parte de su energía al exterior, y eso podía resultar muy importante para las posibles formas de vida presentes.

—¿Y aquel punto blanco? —preguntó de repente Esteve.

—No hay blanco en esta imagen —comentó distraídamente el astrónomo.

—¡Sí lo hay! —confirmó Richard—. En el ecuador, en la costa norte.

El astrónomo puso mala cara pero buscó donde le indicaban. Era cierto, había un diminuto punto blanco.

—¡No entiendo por qué lo ha hecho aparecer el ordenador! —murmuró por lo bajo mientras solicitaba un análisis del tipo de energía allá representada.

En la pantalla apareció una lista de las fuentes de radiación que se detectaban en aquel punto: rayos gamma, rayos X, neutrinos, taquiones… y todo en gran abundancia.

—Los tenemos —dijo el capitán Ribó—. ¡Oficial, envíe a la tierra la señal de código verde!