4. EL LABERINTO GRIS.

LA Nueva Esperanza flotaba en medio de la nada.

Después del tercer salto se habían cortado las comunicaciones y tampoco existía cartografía sobre aquel sector del hiperespacio. Los hipercartógrafos trabajaban a todas horas con los ordenadores, y los escáneres trataban de hallar una vía adecuada para aproximarse más a su destino. La geometría del hiperespacio era diferente a la del espacio normal. También lo eran las matemáticas necesarias para los análisis y, por tanto, el resto del equipo científico no tenía más remedio que sentarse y esperar sin poder ayudar a los especialistas. La tripulación tenía bien poco que hacer, salvo aguardar las indicaciones de los hipercartógrafos para introducir las nuevas coordenadas en el ordenador de navegación. Y así un salto tras otro.

Muchos de los viajeros se reunían en el comedor, que también estaba pensado para servir de sala de juntas y conferencias. Era un recinto grande pero irregular situado entre la cocina y el hangar número dos. A Richard se le antojaba uno de los espacios peor diseñados de la nave, pero ahora ya no podía hacer nada para remediarlo.

El teniente Andersen estaba empeñado en hablar con él de temas trascendentales, y para asegurar la paciencia de Richard le obsequiaba con un café excelente.

—Yo mismo lo he preparado. He traído café de Colombia en mi equipaje. Le aseguro que en los momentos difíciles un buen café puede obrar maravillas. No hay droga capaz de incrementar de un modo más sano la actividad cerebral y, a la vez, serenar el espíritu.

—En la universidad preferíamos la novocaidoprilizina[7] —aseguró Richard vehementemente.

—El café no funde el cerebro y sabe mejor. Por cierto, acabo de ver a Rodríguez, el jefe de los cartógrafos. Me ha asegurado que ya empiezan a tener una vaga idea de adónde hemos de ir.

—La segunda estrella a la derecha…

—¿Cómo dice?

—Nada, recordaba un viejo cuento infantil.

—¡Debe de ser maravilloso ser cartógrafo del hiperespacio!

—Pse…

—Hallar senderos en esa eterna bruma gris, donde no existe ni tan siquiera el espacio…

—No me lo recuerde, ¿quiere? —Richard no lograba animarse de ninguna manera. Desentonaba por completo en aquella expedición de gente aventurera, motivada y con ganas de pasar a la Historia.

—Es más, un solo error suyo sería suficiente para que la Nueva Esperanza se perdiera por siempre en medio del no-ser.

—¡Maravilloso!

—Oye, Richard, no entiendo por qué se te ocurrió ofrecerte voluntario para esta misión.

—¡Ésta sí que es buena! ¡Yo nunca me he ofrecido voluntario para nada! Me cogió por banda el vicealmirante y me dijo: «Muchacho, el Gobierno de la Corporación te necesita. ¿Podemos contar contigo?» ¿Qué iba a contestarle yo? «No, señor, apáñenselas como puedan que yo no quiero saber nada». Mi carrera se habría acabado antes de empezar. En cambio, ahora tengo esperanzas de poder ir a trabajar a un hermoso planeta, con sol y oxígeno en la atmósfera, donde para suicidarse no baste con abrir la ventana, y listo. Si sobrevivo.

La charla se fue banalizando hasta que Andersen y Richard pudieron hablar con normalidad. El ingeniero lo ignoraba casi todo sobre los integrantes de la tripulación y sus cometidos respectivos cuando arribaran a su destino. Andersen se los fue presentando, y finalmente todos terminaron compartiendo relatos de viajes anteriores.

—Recuerdo una vez en Delta Zefir —contaba un voluminoso oficial—, una de las guerras de sucesión de los clanes Iliïr en la que tomamos parte, que nuestra nave sufrió un impacto justo al saltar al hiperespacio. Eso modificó el impulso en el momento crucial y cuando nos reintegramos en el espacio normal estábamos completamente perdidos.

»El oficial de hipercartografía estuvo durante días enteros tratando de calcular por dónde se salía de allí. No había manera de hallar un sendero claro, y estábamos a un parsec del sistema más cercano. Cuando ya empezábamos a desesperar y preparábamos las congeladoras para echarnos a dormir y regresar en un viaje subluz por el espacio normal, nos llegó un mensaje. Decía más o menos así: «No deseamos inmiscuirnos en asuntos militares de la Corporación, pero llevan ustedes varios días interrumpiendo nuestros trabajos. ¿Pueden decirnos cuándo piensan marcharse?»

»Establecimos contacto y sólo entonces descubrimos que nos habíamos parado a dos pasos de un observatorio astronómico. Lo habían situado lejos de cualquier estrella para evitar interferencias y disponían de los equipos más silenciosos de toda la galaxia. Nuestros mejores escáneres no habían sido capaces de detectarlos. ¡Y eran aliados nuestros! Nos habría bastado una llamada para obtener los planos más detallados posibles, recién elaborados por ellos.

—Un relato perfecto para elevar la moral —farfulló Richard.

—A mí me ocurrió algo más gracioso todavía —se apresuró a contar Esteve Giralt, el exobiólogo principal, que gozaba de una merecida fama de bromista—. Ocurrió en Retelner, un piojoso mundo lleno de babosas, hierbas venenosas y mares sulfurosos. En el momento de partir descubrimos que las memorias del ordenador se habían deteriorado y faltaba precisamente la información hipercartográfica de nuestro sector. Maldijimos todo lo que se podía maldecir, pateamos el bloque de memoria holo hasta rompernos las botas y nos emborrachamos hasta agotar la última gota de ginebra.

»Pero después de todo eso, aunque parezca imposible, seguíamos en el mismo sitio y había que salir de algún modo. Decidimos partir e improvisar sobre la marcha. Recuerdo que los pilotos tenían muy mala cara cuando nos dejaron para ir al puente, y peor cuando volvieron. Fue un salto corto; duró dos días, que nos pasamos orando a Darwin los biólogos y supongo que a Magallanes los pilotos. Cuando por fin nos reintegramos, ¡estábamos en el espacio conocido! Habíamos viajado en la dirección adecuada. Felicitamos a los pilotos, los besamos, violamos, y lanzamos por los aires. Cuando nos hubimos tranquilizado, alguien se acordó de preguntar cómo se las habían apañado. La respuesta fue maravillosa, poesía pura: «Le pedimos al ordenador que generase rumbos al azar y cuando vimos uno que parecía bonito, dijimos: ¡éste!»

—¿Crees que esta historia es cierta? —le preguntó Richard a Andersen con aspecto preocupado.

—En absoluto. Las posibilidades de que algo así saliera bien son de una contra un billón. Pero no te preocupes, nosotros llevamos a los mejores cartógrafos que han podido hallar en un parsec alrededor de Kelton.

—¿Había muchos para elegir?

—Sólo éstos.

—¿Puedo decir que me lo temía?

Finalmente los altavoces avisaron de la inminencia de un nuevo salto. Toda la nave comenzó a vibrar notoriamente, mientras los motores tornaban a entregar su máxima potencia. Richard contempló la pantalla que mostraba el exterior: una nueva explosión devastadora de luz y radiación que los mataría si no fuera por los escudos energéticos, una nueva sensación extraña en la boca del estómago… La Nueva Esperanza se deslizaba de nuevo por los evanescentes senderos del laberinto gris del hiperespacio.

Una semana después retornaron al espacio normal para poder dejar una estación repetidora de comunicaciones cuánticas, y también para que los hipercartógrafos rehiciesen sus cálculos. Después volvieron a realizar un nuevo salto. Y después otro. Y otro. Y otro más. Y…