3. EL MAR DE MERCURIO.

PARA realizar las transformaciones en la nave se decidió enviarla a la base naval de Caos. Éste era el nombre del planeta más próximo a la estrella gigante roja que alumbraba Kelton. El peculiar subsistema de Caos no tenía parangón en todo el Ekumen: aquel mundo estaba condenado a desaparecer en poco tiempo. Casi tan grande como la Tierra, disponía de dos lunas de considerables dimensiones desde tiempos astronómicamente recientes. Estos satélites contribuyeron con sus fuerzas de marea a generar complejos esquemas tectónicos. Sin embargo, en los últimos milenios otras dos lunas, casi igual de grandes, habían sido atrapadas al pasar cerca del planeta, iniciando el proceso de destrucción de éste. La gravedad lo despedazaría, pero no antes de que algunos de sus satélites más cercanos colisionaran entre sí o cayeran sobre Caos. Los mejores astrónomos dedicaban sus ratos de ocio, y los de sus ordenadores, a calcular quién se estrellaría contra quién y a desentrañar el proceso, paso a paso, que conduciría a la muerte de tan pintoresco consorcio de astros dementes.

Como era natural, a nadie se le habría pasado por la cabeza la idea de construir un asentamiento humano sobre semejante planeta. Es decir, a nadie salvo la Armada Estelar Corporativa. Ésta decidió instalar una base en la superficie de Caos con un propósito múltiple: mantener alejados a los curiosos, observar el proceso de desintegración del subsistema, probar su tecnología en materia de construcciones antisísmicas, evaluar la capacidad psicológica de sus hombres para soportar terremotos, erupciones volcánicas y otros espectáculos cotidianos en Caos y, cómo no, probar los efectos de algunos tipos de armas cuyas detonaciones sólo podían pasar desapercibidas en aquel planeta de continuas convulsiones de proporciones cósmicas.

Caos pronto se convirtió en el paraíso de los pilotos de pruebas suicidas, artilleros ludópatas y capitanes de fragata emocionalmente desequilibrados y aficionados a las maniobras tácticas a toda velocidad entre el complejo juego gravitatorio de las cuatro lunas y el planeta. Los ordenadores podían calcular las trayectorias correctas entre ellos, pero para un humano pilotando manualmente era casi imposible sobrevivir si ejecutaba trayectorias de proximidad en semejante escenario.

Además de la base en la superficie de Caos, y por razones de estricta necesidad (ningún capitán de astronave mínimamente sensato consentiría en aterrizar allí), había también un puerto orbital girando en torno al planeta. Tenía un pequeño astillero para naves experimentales, y el conjunto era custodiado por una gran fuerza de combate, compuesta de interceptores ligeros apoyados por una corbeta estelar. La presencia de numerosas cúpulas giratorias hacía sospechar que estaba dotado de artillería. Los pocos que habían visto el puerto orbital y su guarnición siempre se marchaban con la sospecha de que allá se fabricaba algo más que pequeñas naves experimentales.

Por razones de estabilidad gravitatoria, la órbita del puerto espacial era muy excéntrica. Durante los días de mayor proximidad al planeta, éste podía observarse con todo lujo de detalles: los penachos de humo de los volcanes, los torrentes de lava y los afloramientos de mercurio líquido que formaban lagos de considerable extensión y brillaban como joyas. Se decía que en ocasiones excepcionales, normalmente ligadas a fuertes convulsiones internas, llegaban a generarse auténticos mares de mercurio sobre el planeta, un fenómeno exclusivo de Caos.

Cada luna exhibía un color característico, así como una considerable actividad volcánica. La proximidad de la estrella convertía cada roca en un verdadero horno y eran frecuentes las explosiones de gas subterráneo que a veces abrían nuevos cráteres en las torturadas superficies.

Los intentos de explotar su riqueza en metales pesados se habían estrellado hasta la fecha con las extremas condiciones ambientales. En la actualidad, al ser propiedad de la Armada no se permitía la presencia de civiles. No obstante, las grandes compañías mineras no dejaban de presionar al gobierno buscando nuevas concesiones de extracción.

Como principal responsable de la Nueva Esperanza, la nave a transformar para la misión, Richard Bolt no tenía mucho tiempo para gozar de la espectral magnificencia de Caos. Vivía encerrado en su pequeño taller de diseño quince horas diarias, y realizaba frecuentes visitas a la nave. Esto le obligaba a vestir un incómodo uniforme de soldado raso. Apenas tenía tiempo de comer un bocadillo de vez en cuando y dormir tres o cuatro horas en un acelerador de descanso. Pese a todo, no se podía quejar; los soldados destinados a cambiar los motores, una operación de lo más delicado, debieron permanecer en el exterior diez horas seguidas. Tuvieron que cambiar las mochilas de aire en pleno vacío, con tal de no perder tiempo. Deseaba, mejor dicho, soñaba con el fin de aquellos trabajos. La idea de regresar pronto a casa era lo único que lo mantenía en pie.

En el fondo, sin embargo, estaba satisfecho. Los ingenieros militares aprobaban su trabajo, aunque a menudo le discutían las decisiones. Esto era debido a su falta de conocimientos en la especialidad, y Richard siempre terminaba por hacer valer sus ideas brillantes. Una vez demostrado que su propuesta era la mejor opción, se llevaba a cabo con eficacia y sin impedimentos. Se daba cuenta de que le habían brindado una ocasión de oro para hacer méritos y deseaba aprovecharla. Una recomendación del Gobernador, junto con unos informes favorables de la Armada, podían permitirle ir donde quisiera, trabajar para cualquier multiplanetaria o incluso el propio Gobierno Corporativo. Lo único que le molestaba era el absoluto secretismo de los militares: nunca hablaban de su trabajo en Caos, no se permitían las comunicaciones con el exterior, había carteles de «Área restringida» en las compuertas de media estación orbital y, sobre todo, no le agradaban unos cuantos militares de alta graduación que lo miraban con cierto menosprecio, aunque de palabra siempre eran los más corteses. Alguien le dijo que eran oficiales de Inteligencia Militar. Richard compartía la vieja idea de que ambos términos eran contradictorios.

★★★

Por fin llegó el día en que los trabajos se completaron.

No hubo ninguna celebración ni nada aparte de la rutina de siempre. La única diferencia fue que al volver de la última inspección e ir a recoger sus cosas al taller, Richard las encontró meticulosamente guardadas en una caja y otra persona ocupaba su puesto. Era el antiguo usuario, que ahora retornaba a sus tareas habituales.

Estaba contento; había llegado el momento de cobrar su recompensa e irse. Se dirigió al pequeño cubículo que le servía de dormitorio para bañarse y cambiarse de ropa. Por primera vez desde su llegada silbó una canción. Siempre se había considerado amante del trabajo, pero no de palmarla de una sobredosis. Ahora pensaba disfrutar de unas merecidas vacaciones. Cuando terminó de arreglarse cogió la bolsa que contenía su escaso equipaje y fue al hangar de donde zarparía la nave que los alejaría de Caos.

La capitana Elena Veyre, que había comandado la Nueva Esperanza hasta ese mismo día, iría destinada a otra nave de la misma compañía. Su presencia había sido necesaria, ya que era quien mejor conocía su funcionamiento, y había enseñado muchas cosas a su sustituto. También estaba aguardando en el hangar el momento de marchar.

—Buenos días, Elena —la saludó Richard. Habían trabado amistad durante ese tiempo y trabajado muy a gusto juntos.

Elena le observó extrañada. Le sorprendía especialmente la expresión de felicidad en la cara de Richard. Éste no se dio cuenta y siguió hablando.

—Dentro de pocas horas llegaremos a Kelton y podremos tomar unas cervezas juntos bajo el sol artificial de la Plaza Mayor, tal como te había prometido. ¿Quién iba a decir que acabaríamos añorando Kelton? En mi opinión…

—Creo que deberías hablar con el vicealmirante Córdoba —le cortó Elena de sopetón—; tiene algo que decirte.

Sólo entonces Richard se dio cuenta de que algo fuera de lo normal flotaba en el ambiente. Córdoba era el máximo responsable del proyecto, y probablemente el único hombre en aquel lugar que podía responder a todas las preguntas. Precisamente por tal motivo, también era el más callado. Elena se negó a decirle nada más y se limitó a señalar al vicealmirante, que ya les había visto y se dirigía hacia ellos.

—¡Buenos días, señores! —saludó con la más impersonal cortesía—. En primer lugar, deseo felicitarles personalmente por su trabajo. Habría sido muy difícil salir adelante en tan poco tiempo sin su ayuda. Pero ahora debo hablar con usted en privado, señor Bolt.

Mientras Richard le acompañaba, vio que se abrían las compuertas y Elena, junto al resto de la gente que tenía que viajar con él a Kelton, pasaban a la nave. El vicealmirante recibió una llamada por su comunicador personal y durante un par de minutos se enfrascó en ella. Mientras, la nave cerró las escotillas y comenzó a elevarse para dirigirse a la salida.

—¡Oiga, que se van sin mí! ¡Deténgalos! —le gritó al vicealmirante.

—Usted no regresa en esa nave, señor Bolt. Tenga la bondad de acompañarme y pronto lo pondremos al corriente de todo.

Richard le siguió mientras contemplaba a la pequeña nave, llena de criaturas felices, que se alejaba de ellos. En ese momento supo que las cosas empezaban a irle mal.

★★★

La sala de mapas impresionaba. Tenía forma octogonal y estaba presidida por un enorme holograma de dos metros de diámetro que representaba la galaxia. El Ekumen destacaba en una suave tonalidad verdosa, y el espacio humano todavía demasiado salvaje para considerarse parte de la cultura ekuménica lo rodeaba en rojo. Las paredes ilustraban diversos sectores administrativos de la Corporación, el estado más importante del Ekumen, al que se suponía que Richard Bolt estaba orgulloso de pertenecer. Se detallaban las principales rutas comerciales, estados libremente asociados (o no tan libremente), zonas en conflicto y mucho más. También había consolas de ordenador, una mesa y algunas sillas esparcidas sin orden ni concierto. Richard se fijó en que aparte de Córdoba y de él sólo había dos oficiales, y de los que no le caían bien.

El primero en hablar fue el vicealmirante.

—Dentro de unos minutos llegarán los miembros de la tripulación de la Nueva Esperanza. Dedicaremos un tiempo a efectuar las debidas presentaciones, ya que proceden de planetas diferentes. Pero primero es necesario que hable con usted. Como muy bien sabe, el nuevo motor de la nave carece de suficiente autonomía para efectuar un viaje de ida y vuelta, así que tan pronto como tengamos otro preparado lo enviaremos a su encuentro a bordo de un remolcador. Antes de que la Nueva Esperanza llegue a su destino, ya estará en camino. Pero después de estudiar las operaciones necesarias para la instalación del motor, no estamos tranquilos. Cabe pensar que el próximo cambio se hará muy lejos de cualquier puerto o base orbital que puedan brindarnos ayuda. Aunque la constructora ha realizado un excelente trabajo al diseñar un bloque modular independiente, vemos muchas posibilidades de que surjan imprevistos. Tras consultar con las autoridades hemos llegado a la conclusión de que sería una garantía adicional que usted, personalmente, dirigiera las operaciones. Al fin y al cabo, tiene experiencia en realizar todo tipo de cambios en esta misma nave. En definitiva, le pido en nombre del Gobierno Corporativo que acceda a formar parte de la expedición.

Richard Bolt encajó el golpe razonablemente bien: estuvo dos o tres minutos inmóvil, en absoluto silencio y con la mirada perdida en el vacío.

Cuando los militares empezaban a preocuparse por él emitió un débil sonido. Se acercaron y un teniente le preguntó si había dicho alguna cosa.

—Dieciocho mil años luz hacia el corazón galáctico… —repitió Richard en un susurro.

—Sólo de ida —precisó el teniente. El vicealmirante le dio un puntapié para evitar que lo desanimara aún más.

—Creo que necesitamos su respuesta urgentemente, señor Bolt —dijo Córdoba, tratando de mostrarse lo más cortés posible—. La nave está a punto de partir. ¿Accede usted a nuestra petición?

Richard le miró como si lo viera por primera vez.

—¿Pero piensa usted que soy tan idiota como para decirle que no a la Corporación?

Sabía perfectamente que rehusar a cumplir un servicio demandado por el Gobierno Corporativo sería su ruina por siempre jamás. No era gente con la que se pudiese jugar. Si aceptaba y volvía de allá donde se dirigieran, podía aspirar a una jugosa recompensa. En caso contrario, su nombre pasaría a alguna lista negra de individuos poco fiables, y eso le cerraría todas las puertas.

Mientras esperaban la llegada del resto de la nueva tripulación de la nave, los tres militares estuvieron dando ánimos a Richard y explicándole lo afortunado que era por tener aquella oportunidad. Poco a poco fue haciéndose a la idea, pero no podía dejar de mirar el holograma de la Vía Láctea y se preguntaba por qué, con tanta gente deseosa de aventuras, tenía que haberle tocado a él. Precisamente a él.

Finalmente llegaron todos los tripulantes: caras de felicidad ante la inminente aventura, uniformes recién sacados de la lavadora y ganas de comerse el mundo. En cambio, Richard tenía cara de circunstancias, llevaba una vieja chaqueta con los codos raídos y sentía que el último bocadillo que había tomado en la cafetería trataba de regresar al plato.

El vicealmirante comenzó su discurso. Por primera vez en la Historia, creían saber dónde encontrar seres inteligentes capaces de comunicarse como ellos. Tenían el deber de establecer el primer contacto, dar buena imagen de la Humanidad y, sobre todo, velar por los intereses de la Corporación. Especialmente en lo referido a nuevas tecnologías, intereses estratégicos, posibilidad de alianzas, armas desconocidas, investigación de los deseos y capacidades de los alienígenas y un largo etcétera. Conforme hablaba, Richard iba sufriendo un ataque de sudor frío tras otro.

Entre los miembros de la tripulación había científicos, militares, un embajador plenipotenciario, un cónsul y unas cuantas personas más respecto a las cuales el vicealmirante eludió mencionar a qué se dedicaban. Sólo se refirió a ellas como asesores. También tuvieron ocasión de ver la grabación del mensaje. A Richard se le pusieron los pelos de punta cuando contempló aquella criatura alienígena. El militar comentó que el C.S.C. había declarado dicho mensaje secreto de estado. Se había impedido que las universidades y centros de investigación que lo recibieron lo hicieran público. Dependía de ellos y del resultado de esta misión que se diera a conocer.

Unas pocas horas más tarde Richard se hallaba en el interior de la Nueva Esperanza y, absolutamente desesperanzado, veía cómo se lanzaban en picado hacia Caos para efectuar una carambola gravitatoria y adquirir mayor velocidad antes del salto al hiperespacio. Mientras se acercaban al planeta, su mirada quedó fija en un enorme mar de mercurio que afloraba en aquel momento a la superficie. Brillaba tanto que hacía daño a los ojos.

La nave dio la vuelta al planeta y dirigió su proa hacia el centro de la galaxia. Un instante después, el espacio-tiempo desaparecía de su vista en medio de una dramática explosión de luz rojiza, rayos gamma y cosas mucho peores originadas por la materia exótica de un túnel capaz de atravesar las dimensiones. Estaban en el hiperespacio y habían traspasado la barrera de la luz, pero aquella gloriosa imagen de Caos, refulgiendo como la plata, se resistía a borrarse de la mente de Richard. Tal vez fuera un buen augurio, trató de consolarse, aunque sin mucho éxito.