2. LA NAVE DECRÉPITA.

ERA una mañana como otra cualquiera. Llovía ácido y potentes detonaciones eléctricas iluminaban el rojizo cielo matinal. Richard Bolt apenas tuvo tiempo de tomar un café cargado y se dirigió al aparcamiento presurizado con su vieja cartera de cuero en una mano y un bollo del día anterior en la otra. Lo mordisqueó y su rancio sabor le hizo escupirlo y tirar el resto a una papelera antes de subir a su agrav[3]. El vehículo lo saludó amablemente mientras le abría la puerta y comenzaba a imprimir en un folio de plástico biodegradable el resumen de las noticias ofrecidas por el servidor de informativos al que estaba suscrito. Bolt aprovechó para leerlo mientras esperaba que le asignaran un carril aéreo. El cielo de Kelton estaba siempre atiborrado de vehículos en las horas punta. A nadie le apetecía dar un paseo para ir al trabajo, más que nada por la incomodidad de ponerse el traje especial de supervivencia y el equipo de respiración necesario en un planeta con atmósfera de ácido sulfúrico y una temperatura ambiente de doscientos grados centígrados, en invierno y a la sombra.

Bolt era uno de esos pobres desgraciados que se habían licenciado con una nota justa, por lo que no podía aspirar a un puesto de trabajo en una compañía multiplanetaria. Y Kelton era uno de esos planetas desgraciados que servían para proveer a los sistemas vecinos de riquezas minerales exóticas y productos manufacturados a bajo precio (ya que ninguna industria se molestaba en adoptar medidas anticontaminantes en un planeta estéril y sin vida), para recibir bien poco a cambio. Ni siquiera una terraformación medio decente. Hacían buena pareja los dos. No era el sitio ideal para labrarse un porvenir, desde luego.

Puestos a caer en lo más bajo, Bolt sólo había podido conseguir un salario del Estado. Era ingeniero de montaje de estructuras y había sido destinado a Kelton porque necesitaban alguien como él para supervisar toda la maquinaria en órbita. También diseñaba plataformas de trabajo en tierra para las minas y ocasionalmente le tocaba arreglar una nave de transporte para que la pudiesen destinar a alguna tarea para la que no había sido concebida. Era el gran experto en remendar, recomponer y pegar parches de Kelton. El Chapuzas Mayor, en suma. Sin embargo, aún no había perdido todas las esperanzas de que algún día se acordasen de él y de sus peticiones de traslado y lo enviasen a un lugar agradable, con el cielo azul, la hierba de color verde y donde los niños no tuviesen que aprender a ponerse un traje espacial antes que a caminar.

Kelton era una gran mierda.

El vehículo obtuvo permiso para circular y se elevó con un suspiro de sus motores agrav. Un timbre sonó en la cabina. Bolt se sorprendió de recibir una llamada, pero pulsó un botón y la pantalla se iluminó. Una chica joven, muy moderna, con la cabeza rapada y tatuada de mariposas aleteantes[4], le dedicó una generosa sonrisa.

—¡Buenos días! ¿Es usted el señor Richard Bolt, ingeniero de estructuras espaciales agregado al Departamento de Extracciones Mineras y de Transportes?

—Yo mismo.

—Le llamo desde la oficina del Gobierno Corporativo en Kelton. Necesitamos disponer con urgencia de una persona con sus conocimientos. En nuestros archivos consta que usted desea cambiar de destino, y le podemos ofrecer un puesto en el Puerto Orbital de Kelton.

Los ojos de Bolt se abrieron de par en par. No era lo mismo que abandonar el planeta, pero al menos tendría la posibilidad de alejarse un poco de él. Si trabajaba en el Puerto Orbital tendría que mudarse a la ciudad espacial. Su categoría social aumentaría considerablemente, y su sueldo posiblemente también. Era una oportunidad excelente.

—Desde luego que me atrae la idea —intentó parecer poco emocionado, pero el teatro no se le daba bien. La chica volvió a sonreír—. ¿Al fin ha salido algo para mí?

—Afirmativo. Si le interesa, puede venir y le informaremos de las condiciones del contrato —se detuvo un momento para leer alguna cosa—. Disculpe; ahora que lo pienso, me han dejado una nota diciendo que se dirija usted al astropuerto. Alguien le estará esperando. Al parecer desean que se persone lo antes posible en su nuevo destino.

—Muy bien, pero antes tendré que avisar a mis superiores en Extracciones Mineras de que hoy no podré ir.

—No será necesario, señor Bolt; yo misma se lo haré saber de parte del Gobernador. Seguro que así no le pondrán inconvenientes —le guiñó el ojo con picardía y su imagen desapareció de la pantalla.

—Qué modales —Bolt no pudo evitar que se le escapase un comentario despectivo.

El astropuerto se hallaba muy cerca, pero Bolt quería causar buena impresión y se afanó en recomponer su imagen. Un lunes por la mañana no era su mejor momento. Se afeitó a toda prisa y engulló unas píldoras cosméticas que le darían un aspecto radiante y saludable, al menos hasta el mediodía. Rebuscó en la guantera hasta dar con un tubo de crema capilar. Lo abrió y comprobó que casi no quedaba, pero sería suficiente para adecentarse el pelo y disimular las cuatro canas que tenía, a pesar de sus veintiséis años. Se miró al espejo, y lo que vio lo convenció de que debía cuidarse más, tomar el sol artificial de vez en cuando y todo eso, porque los cosméticos no podían mejorar gran cosa. Se consoló pensando que tampoco estaba tan mal: alto, moreno, ojos negros… Y no tenía que seducir a nadie para que le dieran el trabajo, caramba. O eso esperaba.

El agrav lo dejó en el aparcamiento del astropuerto. Una persona se le acercó enseguida. Bolt vio que se trataba de un muchacho muy joven, muy alto y muy fuerte, vestido con ropa informal que parecía quedarle un poco estrecha, con tanta musculatura. Llevaba en la mano una ficha de plástico con su fotografía y los datos.

—¿El señor Bolt? —le preguntó.

—Soy yo.

—Acompáñeme, señor. Le llevaré a la oficina.

—Muy bien. Dígame, ¿sabe algo de este trabajo? ¿De qué se trata?

—¿Trabajo? Querrá decir la misión, señor.

—¿Qué misión? —a Bolt no le agradaba la manera enérgica de hablar de aquel joven, ni tampoco el que dijera «señor» cada dos palabras.

—Lo siento, señor, pero no dispongo de esa información. Seguro que el comandante le informará de lo que deba saber, señor.

Bolt empezó a mosquearse. Mientras el joven hablaba habían cruzado una compuerta que estaba vigilada por soldados de la Infantería Estelar, un cuerpo de élite dentro de las F.E.C.[5]

«¡Infantería Estelar!», gritaba su cerebro. «¡Un comandante quiere hablar conmigo! ¿Qué habrás hecho ahora, Richard?» Un ascensor los dejó en el pasillo de una planta de oficinas. Entraron en una muy amplia. Se veían uniformes por todos lados.

—Estos… —los nervios no le dejaban articular bien las palabras—. ¿Estos militares tienen que ver con el motivo que me ha traído hasta aquí?

—Según la ficha que tengo de usted, están bajo sus órdenes, señor —repuso el joven con toda naturalidad.

—¿Qué? —Bolt lo agarró del brazo y el joven se detuvo, sorprendido—. Escuche, amigo: si se trata de una broma no tiene ninguna gracia. Pórtese bien y explíqueme lo que pueda.

—Mire, señor, perdone las prisas, pero nos están apretando las clavijas. Nadie sabe qué ocurre, pero hace apenas un par de horas el ordenador central les dio un sobresalto a los jefes, los de arriba del todo —hizo un gesto significativo, alzando el pulgar—. Han comenzado a salir órdenes disparadas en todas direcciones y se ha colapsado el astropuerto.

—¿Qué significa eso de «colapsado»? —lo interrumpió Bolt.

—La Armada ha confiscado temporalmente el astropuerto. Nada puede entrar ni salir sin salvoconducto militar especial, señor. Se está sometiendo a una revisión exhaustiva a todas las naves hiperlumínicas de Kelton. Dicen los compañeros que están buscando algún tipo extraño de vehículo, seguramente.

—¿Y qué tengo yo que ver con todo esto?

—Si me permite que lo lleve hasta mi comandante, creo que él y el Gobernador piensan explicárselo todo, señor.

Richard Bolt, boquiabierto, se dejó conducir hasta un despacho. Dos policías lo identificaron con un escáner de iris y comprobaron que no portaba armas antes de dejarlo pasar hasta donde estaba el Gobernador de Kelton, rodeado de gente. Abundaban los militares.

Richard cruzó la puerta solo, mientras un policía anunciaba su llegada. Todo tenía un cierto aire de provisionalidad. Sin duda, aquél no era el despacho oficial del Gobernador, sino una oficina montada a toda prisa. Los ordenadores estaban literalmente amontonados sobre muebles viejos o en el suelo, y las paredes quedaban recubiertas por planos de naves espaciales de grandes dimensiones. Un ventanal acristalado mostraba las pistas del astropuerto. Se estaba desencadenando un ciclón, y las descargas eléctricas eran más frecuentes e intensas que de costumbre.

—Buenos días, señor Bolt —lo saludó el Gobernador; Richard miró por la ventana y suspiró—. Una expresión de buenos deseos, pero desafortunada en este planeta —añadió en tono amable al observar su gesto. Era un cincuentón medio calvo, con los cuatro pelos que le quedaban peinados hacia un lado, a modo de cortinilla. Vestía una americana de colores chillones y una camisa aún más estridente, con manguitos bordados. Era el estilo típico de los burócratas en aquel sector galáctico: mucho colorido y escaso buen gusto.

La secretaria, una chica joven y que lucía una hermosa melena, ofreció una silla al recién llegado.

—Ha sido para mí una alegría que el ordenador nos facilitara su nombre —prosiguió el Gobernador—. No esperaba encontrar en este sistema a alguien con su currículum. Dígame, ¿qué le impulsó a especializarse en estructuras de naves espaciales? Suena bastante inusual.

—En aquellos momentos constituía un campo prometedor. El C.S.C. había concedido por fin licencias para la fabricación de motores MRL a empresas privadas, no integradas en los consorcios de Defensa. Eso podía suponer un auge de los vuelos MRL comerciales o privados, y las necesidades de los motores hiperluz obligaban a diseñar naves totalmente diferentes a las antiguas. Por desgracia, la demanda no ha sido tan grande como se preveía, ya que hay pocos particulares que puedan permitirse una de estas naves. De todos modos, confío en que algún día se popularicen los viajes MRL y muchas compañías construyan flotas mercantes o yates de recreo.

—Eso sería magnífico para la economía de Kelton —comentó el Gobernador—. Todos nuestros problemas provienen del coste del transporte. No obstante, en el Gobierno vemos el futuro de forma similar a la suya y creemos que se producirá esa intensificación del comercio de aquí a pocos años. A veces nos encontramos que enviamos una partida de material a un sistema vecino y cuando llega, a velocidad subluz, su valor se ha visto reducido diez veces. O, simplemente, resulta que ya no lo necesitan. La economía precisa buenos transportes para funcionar debidamente, pero no es ése el motivo de que le hayamos llamado.

A una señal del Gobernador apareció un holograma en el centro de la sala. Se trataba de una nave de carga que ocupaba casi todo el recinto. La imagen era tan buena que parecía posible tocarla con los dedos. Era un modelo viejo, un carguero con dos poderosos motores MRL de aspecto tubular, sin duda una de las primeras naves civiles hiperluz. Un largo conducto los separaba del área de habitáculos, una esfera situada en el otro extremo. En medio de la larga columna central se veían los dispositivos de fijación. Era allí donde se instalaban los compartimentos de carga que debían elevar los transbordadores orbitales. Bolt estudió atentamente el diseño de la nave, llegando a la conclusión de que se trataba de un trabajo simple pero efectivo. Un vehículo hecho para transportar mercancías muy valiosas y con el mínimo de lujos. A pesar de todo había muchos detalles que revelaban su obsolescencia. El Gobernador interrumpió sus meditaciones:

—Esta madrugada las delegaciones del Gobierno de muchos planetas han recibido un curioso mensaje desde nuestra amada Vieja Tierra, del C.S.C.: tenemos que requisar, acondicionar y ofrecer una nave capaz de llevar a cabo un viaje muy largo y muy rápido a través del hiperespacio[6]. La distancia es enorme y resulta de vital importancia, por razones estratégicas, que lleguemos los primeros. Los datos disponibles indican que ningún vehículo existente en la actualidad es capaz de realizar el trayecto de ida y vuelta, como sabrá usted mejor que yo. Además, el C.S.C. impone unas severas condiciones en lo que respecta a la tripulación y el equipo a transportar: muchos científicos con gran cantidad de material a su disposición, inclusive naves auxiliares, satélites orbitales, vehículos de superficie y no sé cuántas cosas más. Alguien pretende montar una gran fiesta allá arriba.

—Grande, con hangar para vehículos auxiliares y cabida para mucha gente, y todo eso sobre unos potentes motores MRL… Me está nombrando una nave pesada de la Armada —intervino Richard—. Como mínimo, un crucero interestelar de clase Phobos. O aún mejor, un portainterceptores de la serie Hiroshima.

El Gobernador asintió con la cabeza.

—Eso mismo pensé yo en un primer momento, pero es totalmente imposible. Una de las condiciones es que no puede tratarse bajo ningún concepto de una nave militar.

—¿Y cree que ese cascajo del holograma cumple las demandas?

—Precisamente queremos su opinión. Para buscar más expertos en el tema tendríamos que ir a otro planeta, y el tiempo es de vital importancia.

Un oficial de la Armada le dio un pliego de planos para que viese mejor cómo era la nave.

—Básicamente es todo lo contrario a lo que ha pedido —Bolt examinó los papeles con ojo crítico—. En el habitáculo hay espacio para diez personas, como mucho. No dispone de hangares de ningún tipo, y es muy vieja. Lo tendría difícil para visitar a los vecinos sin que esos motores le diesen problemas.

—Pues así estamos. Ninguna nave reúne las condiciones mínimas, y la Tierra nos demanda un informe de la situación cada hora. Además se trata de algo que corre prisa. Nos hallamos justo al extremo de la Corporación; no hay nadie más cerca que nosotros del punto de destino. Eso significa que tendremos alguna ventaja si el viaje comienza desde Kelton. Pero por suerte hay una cosa que aún no le he explicado —apareció un nuevo holograma en sustitución del anterior. Se trataba de una complicada maquinaria que flotaba ingrávida en la sala.

Bolt se inclinó para verla mejor.

—Un motor MRL de última generación. Circuitos de aceleración tangencial. Sistema autoestabilizante de precisión. Automantenimiento y autorreparación pseudoorgánicas. Alineadores multisecuenciales, inversión dinámica de flujo… ¡Es una maravilla! —murmuró Richard, contento de ver aquella obra maestra de la ingeniería—. Había oído hablar de estos motores, pero nunca vi uno antes. Además están hechos por un buen fabricante, la Sempai Biocorp, una compañía de confianza por lo que respecta a naves espaciales.

—Ahí está la gracia del asunto. Esa vieja nave decrépita estaba tan en las últimas de su vida útil que la compañía le ha comprado unos motores nuevos. Según los caballeros de la Armada que nos acompañan, este hecho la convierte en la más adecuada para la misión que nos encomiendan.

—Déjeme adivinar el resto. Me piensan pedir que me ocupe de remodelar la nave para que el área de carga pueda acoger a la tripulación y los equipos necesarios.

—Así es. Pero también se requerirá almacenar el combustible de desintegración para el viaje.

—De todos modos hay algo que tal vez no hayan pensado. Con unos motores nuevos, por estrenar, la nave tiene como mínimo treinta mil años luz de autonomía; suficiente para ir y volver de cualquier punto que deseen.

El Gobernador miró un momento al comandante de la Armada Estelar.

—También lo habíamos pensado nosotros —dijo éste—. Pero pocos minutos antes de que llegara hablamos con la Tierra para explicar la situación. Su respuesta, después de analizar los datos que les suministramos, ha sido tajante: la nave, con los motores nuevos, no tiene autonomía para hacer un viaje de ida y vuelta.

—¿De qué distancia estamos hablando? —preguntó Richard. De pronto no las tuvo todas consigo. ¿En verdad era posible que una autonomía de treinta mil años luz no fuera suficiente? ¿Qué se traía entre manos aquella gente?—. ¿Me podrían explicar hasta dónde piensan ir?

—Eso, amigo mío, lo he estado preguntando todo el rato al C.S.C. Los chicos de la Armada han hablado con el Monte Olimpo, y como respuesta todos miran hacia otro lado y silban una tonadilla. Sólo hemos averiguado la distancia al objetivo, pero no su naturaleza ni el porqué de la expedición. Quien pueda ofrecer la nave capaz de hacer el trayecto lo sabrá todo, pero de momento sólo nos han dicho lo que era imprescindible para que pudiésemos trabajar: la nave ha de viajar a un destino muy preciso situado a unos dieciocho mil años luz de Kelton. El resto por ahora es secreto.

—¿Cuánto ha dicho?

★★★

Cuando salió del despacho provisional del Gobernador, Richard Bolt era, sorprendentemente, el jefe técnico de un proyecto que desconocía. Si el C.S.C., después de estudiar las demás ofertas, creía que la de Kelton era la mejor, entonces todos los recursos técnicos y humanos del planeta estarían a su disposición, incluyendo las naves y los hombres que la Armada poseía en aquel sistema. Probablemente eran los únicos con experiencia en trabajos delicados en el vacío. Le pedían que reformara la nave, dirigiese la instalación de los nuevos motores y diseñase los habitáculos para los científicos y la carga, todo ello en un tiempo récord. Si lo hacía bien recibiría una generosa bonificación y el Gobernador en persona le había prometido que se ocuparía de buscarle un traslado a otro planeta. Richard no había necesitado explicarle lo mucho que deseaba marcharse de Kelton, ya que todos sus habitantes ansiaban lo mismo. Sin duda el Gobernador también querría largarse a un lugar mejor, y los militares ser enviados a una base importante en un hermoso planeta. Ahora todos podían tener la oportunidad de marchar hacia una nueva y anhelada vida.