«UN CRUCE EN LA NOCHE»

1. EL HOMBRE SOLO.

EL hombre estaba solo, muy solo.

Se desplazaba lentamente en el vacío, acercándose al borde de un disco dorado, resplandeciente por la luz de un sol lejano. Sintonizó los sensores del disco y analizó su estado. La unidad de impulsión frenó suavemente hasta dejarlo inmóvil junto al viejo receptor en desuso, e inició las comprobaciones de rutina, tantas veces repetidas. Un zumbido suave llegó a sus oídos mientras rastreaba las frecuencias, aunque no le concedió importancia. Se aproximó más, hasta tocar un panel de instrumentos en el mismo borde. Comprobó las conexiones, las unidades de transferencia y los tanques de información. Se disponía a marchar hacia el siguiente disco cuando algo atrajo su atención; el rastreo se había detenido en una frecuencia y llegaba una melodía tenue bajo el ruido de fondo. Pensó que podía tratarse de figuraciones suyas, pues no reconocía ninguna canción, pero cuanto más escuchaba más tenía la impresión de estar oyendo algún tipo de música, dulce y repetitiva, pero música al fin y al cabo. Se separó un poco para poder abarcar el disco con la mirada. Sus treinta kilómetros de diámetro no le impresionaban; había antenas más grandes en el espacio cercano. Finalmente decidió llamar a la estación, aun sabiendo que no tenía nada concreto que decir. Podían tomarlo a risa, pero sentía algo perturbador en aquel zumbido armonioso.

—Aquí cero ocho de mantenimiento a base —anunció.

—Aquí base. ¿Qué quieres, cero ocho? —la respuesta sonó fuerte y clara en su oído, rompiendo el encanto de la soledad y destruyendo la sensación de paz.

—Estoy captando algo a través de una antena fuera de servicio. Parece música.

—Siempre se oye algo en las antenas, una emisión lejana de cualquier colonia o simple ruido de fondo.

—Pero lo escucho a través de un receptor cuántico, y la antena está orientada hacia el eje de la galaxia.

Esta vez la voz no respondió de inmediato. Hubo una larga pausa.

—Repite lo que has dicho, cero ocho.

—Se trata de la antena treinta y dos, una de las que instalaron durante la Gran Tensión. Está preparada para procesar señales muy débiles por vía cuántica, y es precisamente en un canal cuántico donde recibo algo parecido a música.

—Envíenos todos los datos, cero ocho —respondió una voz distinta a la primera—. Conecte todas las funciones de la treinta y dos y verifique su nivel de carga de energía. Haga que nos transmita esa señal directamente —había un cierto apremio en el tono.

Se apresuró a realizar las operaciones indicadas y el disco dorado cobró vida de nuevo: su superficie recibía señales remotas y extremadamente débiles; los analizadores, amplificadores y separadores cumplían de nuevo su función, y los datos eran enviados a los potentes ordenadores de la base. Allí la señal fue reanalizada, varios miembros del personal científico fueron llamados a escucharla y comenzó a organizarse un cierto revuelo. Todos se habían olvidado del hombre que estaba solo en el vacío.

★★★

El Observatorio de Radiaciones Débiles estaba situado en el espacio profundo, al extremo del Ekumen, en la frontera más próxima al núcleo galáctico. Las emisiones cuánticas no eran generadas por fenómenos naturales; tampoco existían colonias en aquella dirección, y no constaba que nave corporativa alguna tuviera una misión allí. Las posibilidades restantes consistían en una nave enemiga o un contacto alienígena. Hasta la fecha siempre se había tratado de naves enemigas.

Varios astrónomos fueron avisados y empezaron a interesarse en el asunto. Todos corroboraron la imposibilidad de que la señal tuviera un origen natural, de modo que empezaron a aplicar los métodos usuales de descifrado de mensajes. Hasta el nivel criptográfico doce, de gran complejidad, ninguno dio el más mínimo resultado. Si la antena hubiera estado orientada en dirección opuesta, habrían dado por sentado que recibían una más de las muchas señales que recorrían el Ekumen, pero conforme profundizaban en su estudio se convencían de que presentaba algunas características inquietantes. Finalmente solicitaron la reorientación de otras dos antenas a fin de averiguar mediante triangulación la distancia de la señal. El resultado sorprendió a todo el mundo; los rumores empezaron a correr de boca en boca.

★★★

La base era una esfera en rotación de aspecto vetusto, diseñada sin concesiones a la estética. Los hangares de los polos estaban repletos de naves de todo tipo, sobre todo pequeños vehículos de mantenimiento. En el ecuador se hallaba el área habitada y en ella residían temporalmente varios centenares de astrónomos que habían recibido permiso para emplear durante un tiempo las poderosas antenas en sus trabajos de investigación. También había otros profesionales, como Andréi Grachev, un hombre alto y rubio que entraba en el restaurante para desayunar justo cuando Carlos Bastéiner, un astrónomo de Icaria moreno y muy joven, se aprestaba a empezar su cena. Aquél era el único momento en que sus turnos de trabajo les permitían charlar un rato. Bastéiner era un experto en púlsares y ya había estado otras veces en el observatorio. Se mostraba partidario del estudio cercano de aquellos cadáveres de supernovas, pero resultaba muy difícil convencer a alguien para organizar semejantes misiones de exploración. Normalmente sólo hablaba de su trabajo y la familia, y se le podía considerar un hombre tranquilo. Grachev se extrañó al comprobar que se hallaba visiblemente agitado. Después de recoger su desayuno se sentó en la misma mesa, y se le revolvió el estómago al contemplar la gelatina de carne con especias y el puré de algas con almendras tostadas. Nunca se acostumbraba al olor ofensivo de las comidas que devoraban con fruición los nativos de Icaria.

—¿Te han dicho ya lo de la música? —preguntó Bastéiner tan pronto como lo vio.

—¿A qué música te refieres? —repuso Grachev—. ¿Tendremos que soportar otro de esos festivales folclóricos de las colonias vecinas?

—Hace unas horas han localizado una emisión por vía cuántica procedente del centro de la galaxia. No hay modo de descifrarla y alguna gente asegura que parece música, una especie de sonsonete repetitivo, aunque a mí sólo me recuerda a un zumbido sin ton ni son.

—¿Qué tiene eso de especial?

—No puede ser natural, ya que es cuántica. Pero su origen tampoco es humano; nunca se ha enviado una nave tan lejos. Han remitido un mensaje a Marte y el Estado Mayor de la Armada ha confirmado que no hay nadie en esa dirección, ni en ninguna otra, al menos a tal distancia. De todos modos, la versión oficial es que se trata de una emisión humana de origen indeterminado.

—Cuando se da una versión oficial normalmente es porque los implicados piensan que se trata de algo distinto —comentó Grachev, sorbiendo un poco de té.

Bastéiner sonrió, dejó su plato de algas y apuntó a Grachev con la cuchara:

—¡Tocado! La mayoría de mis colegas opina que podría tratarse de una emisión alienígena.

Andréi Grachev sopesó esa afirmación unos instantes antes de hablar.

—Me temo que prefiero la versión oficial. Puede que la Armada tenga una misión secreta ahí afuera y no quiera darnos detalles.

—Es una posibilidad, pero no creo que posean naves con semejante autonomía.

—Parece que esa dichosa distancia es muy importante. ¿De cuánto se trata?

—Dieciocho mil años luz.

Grachev dejó escapar un silbido. Realmente el caso parecía interesante, no sólo por la posibilidad de que se tratara de un mensaje alienígena, sino por la enorme potencia que tendría el transmisor. Las comunicaciones cuánticas, más rápidas que la luz, requerían un extraordinario gasto de energía.

—También creemos que la señal es omnidireccional, pues otro observatorio situado a veinte años luz del nuestro ha confirmado su recepción cuando le hemos avisado. Eso dispara el gasto de energía que están empleando —añadió Bastéiner.

—Y a pesar de todo la versión de la Armada es que se trata de un mensaje humano —murmuró Grachev para sí—. En realidad no me extraña. Cada época tiene sus propios tabúes. Desde que se descubrió el viaje MRL[1] el Ekumen, que hasta entonces parecía inabarcable, se convirtió de repente en una pequeña región dentro de un Universo demasiado grande. La barrera de la velocidad nos daba una cierta sensación de seguridad; cuando la hicimos caer todo el mundo se dio cuenta de que éramos fácilmente accesibles y que el día menos pensado podía llegarnos cualquier sorpresa.

—Por mi parte me gustaría encontrar una civilización extraekuménica que no haya desaparecido hace un millón de años.

—No todos se mostrarán tan ansiosos, lamento desilusionarte. Tú estás acostumbrado a mirar lejos, Carlos, pero la mayoría de la gente tiene más que suficiente con su propio planeta o su ciudad. Lo único que desean explorar es el ciberespacio, a ser posible un programa de simulación erótica o deportiva. En el fondo, subsiste el miedo a lo desconocido.

—Sea como fuere, la principal preocupación en estos momentos es descifrar ese sonsonete y aún no han conseguido ni tan siquiera averiguar de cuántos bits se compone un byte. Además, es un mensaje sumamente corto; no hay nadie enviando la Enciclopedia Galáctica ahí afuera. Se repite cada pocos segundos, como si aguardasen una respuesta que no llega.

Carlos Bastéiner se levantó para irse; Andréi terminó su té y también se incorporó.

—Quizás tú tengas más suerte si lo intentas —dijo Bastéiner de sopetón, pillando desprevenido a su amigo.

—¿Más suerte en qué?

—En descifrarlo, hombre.

—No soy experto en códigos, ni sé nada de mensajes secretos.

—Precisamente por este motivo; no se trata de una clave secreta. Probablemente sea un mensaje escrito de forma clara y comprensible… por una raza alienígena que no piensa como nosotros. Si fuese obra de seres humanos con la intención de que resultara indescifrable, a estas horas los militares, que han alcanzado el nivel criptográfico cuarenta y cinco, ya lo habrían descodificado. El problema no es el código, sino la estructura mental de sus creadores. Tú eres un experto en formas de pensamiento alternativo; por eso estás aquí. Estudias lo que hacemos los científicos, cómo nos comportamos… En suma, cómo funcionan nuestras mentes. Después nos dices de qué modo deberíamos pensar para solucionar los problemas antes y mejor.

—Olvidas que nadie presta atención a los sociólogos cuando predicamos modelos alternativos de pensamiento. Especialmente en este observatorio.

—Pues mucho mejor para ti: si descifras el mensaje, por fin todos te harán caso —Bastéiner sonrió mientras se alejaba.

Andréi Grachev se encaminó hacia su despacho, pero se lo pensó mejor y dio una vuelta por el centro de control. Quería enterarse de algo más sobre la transmisión y cabía la posibilidad de que Carlos tuviera un poco de razón: podía ser interesante estudiar cómo afrontaban los científicos un problema fuera de lo común.

El centro de control y proceso de datos se hallaba inmerso en una actividad febril a lo largo de todo el día, pues en él realizaban su trabajo los astrónomos. Consistía en una gran sala rectangular repleta de pantallas, monitores y consolas de ordenador que pugnaban por atraer la atención de los humanos con gráficos de vivos colores. Grachev se dirigió automáticamente hacia el punto de mayor actividad humana, una cafetería en una de las esquinas. Una regla básica del comportamiento de los científicos era su querencia por los bares y cafeterías, donde se podía charlar distendidamente con los colegas y a veces formular notables teorías, sobre todo si se contaba con el auxilio de bebidas espirituosas. Algunas cámaras controladas por ordenador lo siguieron, y por un momento pensó que a las máquinas les ofendía que los humanos no hicieran caso de ellas ni de los datos que suministraban. Tenía razón, por supuesto, pero se convenció a sí mismo de que era una fantasía pueril.

—¡Hola, Andréi! —lo saludó Cristina Avellán, una astrofísica recién llegada, pero muy conocida por sus trabajos sobre fuentes de rayos gamma. Grachev prefería hablar con ella de música y literatura, temas en los que también era una experta, pero no había podido evitar alguna que otra disertación sobre rayos gamma, y a este paso corría el riesgo de terminar comprendiendo algo del tema.

—Ya me han dado la noticia; por lo visto, alguien nos envía un concierto en si bemol desde bastante lejos.

—Más bien un recital de zumbidos —dijo un joven a quien Grachev no conocía—. Parece que se trata de un mensaje breve, potente, destinado a ser oído a larga distancia. Puede ser un «estamos aquí», o tal vez asistamos a una vulgar prueba de un sistema de transmisión.

—O algo inimaginable para nosotros —añadió Francisco Bayarri, un viejo astrónomo, un hombre bajito pero que siempre vestía de manera elegante y mantenía un porte señorial.

—¿Han hecho algún progreso para descifrarlo?

—En absoluto. Intentamos obtener una señal más nítida; creemos que nos llega demasiado débil y no reconocemos sus estructuras con suficiente claridad —apuntó el joven—. Todavía no hemos podido romperlo en pedacitos para averiguar cómo son sus bytes.

—Todo el mundo parece darse de bruces con algo que no encaja en los esquemas —dijo Cristina Avellán—. Incluso a los mensajes militares mejor codificados les descubrimos algún tipo de estructura interna. En cambio, esta emisión parece una continua sucesión de oscilaciones sin sentido aparente.

—Lo que no significa que carezca de sentido —apostilló Bayarri.

—¿Es realmente necesario que un mensaje esté compuesto por bits y bytes? —preguntó de súbito Grachev.

—Es el modo más racional de hacerlo, especialmente en el caso de que deseen ser comprendidos por otra civilización —le explicó Cristina—. La información digital ha de estructurarse de algún modo, y el lenguaje binario…

—¿Y si no fuese binario? —interrumpió Grachev.

Los presentes guardaron silencio por unos instantes. El primero en romperlo fue Bayarri.

—¡Nos ha pillado! En realidad, ya contemplamos esa posibilidad. El funcionamiento interno de los primeros ordenadores de la historia requería el empleo del lenguaje binario, pero hoy en día se construyen sistemas de intercambio de información mucho más complejos. Un ordenador biocuántico, por ejemplo, piensa en segmentos de probabilidad o vectores de intención, en vez de unos y ceros. A pesar de todo, aún subsisten muchos esquemas de programación en binario, debido a las necesidades de los ordenadores antiguos. Es el precio que hemos de pagar por no haber llevado a cabo una ruptura absoluta, que convirtiera en incompatible todo lo anterior. Lo que sucede es que siempre construimos cosas nuevas sobre estructuras obsoletas. Hay que aprovechar lo ya hecho y adaptar lo actual a nuestra herencia. Nadie rompe del todo con el pasado.

—Alguna gente sí lo hace. Hubo una cultura en la Vieja Tierra que periódicamente abandonaba sus ciudades y levantaba otras nuevas, aproximadamente cada medio siglo.

—Sí, los mayas —dijo Cristina—. No obstante, creo recordar que se debía a que agotaban los recursos naturales de la selva, y no tenían más remedio que emigrar. Pero en el caso que nos ocupa no podemos saber con qué condicionamientos históricos se habrán topado los supuestos alienígenas al crear su lenguaje informático.

—Sea como sea me gustaría oír el famoso concierto alienígena número uno —solicitó Andréi Grachev.

★★★

Horas más tarde, ya en su despacho, seguía rondando en su cabeza aquella inquietante melodía. Continuaba también con el mismo sentimiento de dejà vu experimentado la primera vez que la había escuchado. Estaba seguro de que considerarla algo vagamente parecido a música no era un error; en cambio, sí lo sería tomarla por un modo humano de intercambio de datos. A Grachev le sugería algo surgido de una profunda necesidad de comunicación. Trataba empero de imaginar qué motivo podía mover a gastar tanta energía para enviar aquel mensaje, a asegurarse de que fuese captado desde tan lejos, donde no había nadie de los suyos para entenderlo. ¿O tal vez sí? Sintió de repente un escalofrío. ¿Era posible que una civilización se hubiese extendido tanto por la galaxia como para necesitar enviar un mensaje que recorría miles y miles de años luz en todas direcciones?

Una imagen acudía a su mente una y otra vez: las ballenas cantando en el océano, a través de un vasto espacio. Pero el lenguaje de los cetáceos no tenía secretos desde hacía mucho, como el de casi todos los animales parlanchines. Él, un especialista en sistemas de comunicación, no tendría dificultades en desentrañar un idioma como el de las ballenas con la ayuda del ordenador de la base. Sonrió al constatar que estaba dejándose guiar por intuiciones, meros pensamientos circunstanciales. Tal vez podría permitirse el lujo de olvidar la rigurosa metodología analítica que le habían enseñado a seguir; al fin y al cabo, nadie esperaba que lo descifrase, ya que había muchos expertos en el tema.

Siguió pensando en los diversos lenguajes animales. Las primeras pistas para averiguar cómo se comunicaban los miembros de una especie venían dadas por el estudio del entorno y de la naturaleza física de los seres en cuestión. En su caso, este conocimiento le estaba vedado.

Se hallaba sentado en un cómodo sillón. Tenía ante sí una proyección del ordenador mostrando unos datos que ya había consultado. Se cansó de mordisquear el lápiz y lo dejó sobre la mesa. Se sirvió una copa de vino (o lo que el sintetizador de alimentos de la base entendía como tal), y después encendió un cigarrillo. Al cabo de un rato, una pizca de ceniza cayó al suelo. Rápidamente se activó un pequeño robot de limpieza y se dirigió al lugar del crimen para ponerle remedio. Mientras aspiraba la ceniza, el pequeño robot apuntó sus diminutas cámaras al hombre con una amenaza implícita: «yo de ti no lo volvería a hacer». Cuando consideró que todo había quedado perfectamente limpio, el aparato volvió a su lugar, con aire de dignidad ofendida.

Grachev decidió apagar el cigarrillo en el cenicero de sobremesa, que salió disparado a un rincón para autolimpiarse. Grachev siempre había creído que había un no sé qué patético en la manía de los humanos de rodearse de todos aquellos pequeños esclavos eléctricos, dispuestos a atender la más mínima necesidad real o imaginaria. El cenicero retornó a su sitio, una vez limpio. Grachev lo contempló un rato. Era un objeto de diseño, que no se conformaba con unas ruedas y un par de minicámaras. Simulaba un insecto, caminaba con un complicado juego de patas articuladas y lucía una cabeza perfectamente formada, con dos grandes ojos facetados. De repente, tuvo una idea de por qué le resultaba conocida aquella melodía.

—¡Ordenador! —pidió en voz alta.

—Usted dirá, señor Grachev.

★★★

Andréi Grachev se olvidó de comer aquel día. Mucho después de la hora de cenar cayó en la cuenta de que tenía hambre y pidió al sintetizador que le preparara un bocadillo bien cargado de salsa. También solicitó una gran cantidad de café.

Había dedicado todo el día a estudiar las formas de comunicación de los insectos terrestres, y después las de las especies insectoides de otros planetas. Más tarde consultó extensos trabajos académicos que cotejaban los modos de relacionarse con el entorno de aquellos animales en diferentes mundos y ecosistemas.

Durante mucho tiempo, los expertos habían dilucidado unos modelos simples de formas de comunicación, al igual que los lingüistas habían hecho con los idiomas humanos. Sin embargo, las formas básicas eran muchas. Dedicó un buen rato a hacer cálculos: posibilidad de que una especie desconocida se sirviera de una de las pautas básicas en puesto de otras, tiempo que tardaría el ordenador en descartar cada pauta al compararla con una muestra de lenguaje, variaciones y permutaciones posibles, formas en las que una de dichas pautas podía verse modificada al aparecer nuevos medios técnicos, como la escritura y las telecomunicaciones… Cada vez los análisis que el ordenador daba como respuesta tenían un margen de incertidumbre mayor. Lo dejó estar cuando alcanzó el 87,13%. Eso ya no era una respuesta, sino la forma que tenía el programa de encogerse de hombros.

Decidió seguir otra vía. No le serviría de mucho dedicarse a estudiar cuánto le costaría estudiar el fenómeno. Podía dar mejor resultado coger una hipótesis al azar y hacer una prueba.

—Total, nada tengo que perder…

Ciertos artrópodos de la Vieja Tierra producían sonidos que recordaban vagamente a la melodía del corazón galáctico. Eran seres que se comunicaban mediante esquemas básicos muy simples, regidos por el instinto encerrado en sus genes, en vez de por el aprendizaje. Eso concordaba con lo que hacían muchas especies similares de otros planetas, lo que demostraba que su forma de comunicación era de las más eficientes. Por supuesto, debido a las peculiaridades fisiológicas de esos animales su lenguaje era modulado, no articulado como el humano. La pista parecía prometedora, ya que los fenómenos de convergencia adaptativa no eran raros en el cosmos. El tiempo siguió pasando sin que se diera cuenta.

Cuando acabó su trabajo, dos días más tarde, se dirigió a toda prisa al centro de control. Los astrónomos aún trataban de encontrar bits en alguna parte.

Grachev estaba radiante de felicidad. Llevaba en la mano un pequeño cartucho de memoria que contenía la traducción del mensaje y una descripción de cómo lo había logrado.

—¡Señores, por favor, un momento de atención! —exclamó Grachev desde el centro de la sala. Sólo algunos se volvieron a mirarlo. Siguió hablando en voz alta, pero sin gritar—. He estado trabajando con el mensaje y lo he descifrado —se hizo un silencio absoluto; ahora todos prestaban atención—. Partí de la hipótesis de que se trataba de un lenguaje analógico, parecido al de muchas sociedades insectoides extraterrestres. En realidad es muchísimo más rico y complejo, pero se fundamenta en los mismos principios básicos. El ordenador ha podido, gracias a esa similitud, hallar un algoritmo para traducir a colores y sonidos el contenido del mensaje. Se trata de una retransmisión audiovisual en la que un individuo se dirige a la cámara hablando. Luego aparecen una serie de signos, presumiblemente matemáticos o alfabéticos. Naturalmente, el lenguaje del ser es desconocido, ya que de momento el ordenador sólo ha averiguado los algoritmos básicos de la transmisión, las pautas que nos han permitido saber de qué modo estaba empaquetado el mensaje. Es increíble cómo se puede comprimir en pocos segundos tanta información, así como las instrucciones para desplegarla. En lugar de bytes hay conjuntos de modulaciones analógicas, y en vez de ceros y unos se sirven de ciento cincuenta unidades, tal vez basadas en tonalidades, que se solapan unas con otras. Para desentrañar su idioma será necesario trabajar sobre bases lingüísticas, pero de momento ya tenemos su código para transmitir información y aquí —mostró a todos el cartucho de memoria, haciendo una pausa dramática— está la traducción a nuestros sistemas de recepción de señales.

Introdujo con delicadeza el cartucho en una consola e indicó a los presentes que observaran una de las pantallas murales.

Se formó un rectángulo de líneas brillantes sobre fondo negro que, de repente, se iluminó en una explosión de color. Mostraba una cámara artificial llena de luces, muchas de ellas parpadeantes. En primer término había un ser de apariencia insectoide, sentado ante la cámara. A su espalda se veía lo que seguramente era un respaldo anatómico. Tenía el cuerpo recubierto de un vello corto y multicolor que vibraba sutilmente. Los ojos eran enormes en proporción a la cabeza, como grandes domos facetados formados por cristales de diez mil colores diferentes. La boca estaba rodeada de placas que la cubrían casi totalmente. Los hombros, la parte más baja que se veía en la imagen, indicaban que al menos disponía de dos brazos, uno a cada lado del cuerpo. Hasta el cuello le llegaba lo que indudablemente era un traje gris, con diversos tubos y aparatos adosados. Uno de ellos tenía una pantalla en la que se podían observar líneas que ondulaban como las de un osciloscopio. El ser movía las placas bucales levemente para formar unos chirridos agudos, que poseían una armonía inquietante. Recordaban vagamente a un grillo frotando sus élitros.

Al cabo de un rato la imagen fue substituida por otra. Se veía claramente la galaxia de la Vía Láctea, y muy cerca del centro un punto azul brillaba ferozmente. Por debajo de aquel cuadro desfiló un grupo de signos incomprensibles de diferentes colores y formas pintorescas. Al concluir el mensaje, la imagen desapareció y Grachev se dirigió de nuevo a los presentes:

—Creo que estos signos son una indicación precisa de dónde…

No pudo terminar de hablar; todos los presentes prorrumpieron en una salva de aplausos y se dirigieron hacia él para abrazarlo y felicitarlo. Al final, pese a sus protestas, acabaron sacándolo a hombros por los pasillos.

Poco tiempo más tarde, el mensaje y toda la información sobre los primeros pasos para su descifrado eran transmitidos por vía cuántica hacia los principales observatorios y universidades del Ekumen. También llegó a la sede del C.S.C.[2] en la Vieja Tierra, de quien dependía aquel observatorio.