10

Cuando llevaba recorridas tres o cuatro manzanas, Chen creyó ver el edificio de viviendas de la empresa química, con sus numerosos tendederos en la fachada.

Echó un vistazo a su alrededor. Aún no eran las seis. Frente al edificio había algunas personas sentadas con la cena en las manos. Una mujer de mediana edad, sentada en una silla de bambú, se remojaba los pies en una palangana de plástico llena de alguna solución a base de hierbas. Chen también vio a un vendedor ambulante en cuclillas, con su mercancía extendida sobre una sábana blanca bajo un cornejo. El vendedor le resultaba inquietantemente familiar, y creyó haberlo visto antes en otra parte. No era impensable que un vendedor ambulante recorriera una ciudad tan llena de turistas como Wuxi, pero ahora no se encontraban en una zona turística, y tampoco era éste el típico lugar que un vendedor ambulante elegiría para instalarse.

Chen se acercó a un niño que jugaba con un aro de hierro frente al edificio. El niño le explicó que en la vivienda colectiva no se alojaban únicamente los empleados de la empresa química, sino también los de otras fábricas de la zona.

Era un edificio de cemento gris de cuatro plantas que posiblemente no había sido diseñado en principio para convertirse en vivienda colectiva. La empresa química debió de obtener una cuota de alojamiento en los años en que aún se asignaban viviendas estatales, pero aquellas habitaciones, en lugar de asignarse individualmente, se dividieron y se subdividieron en dos o tres habitáculos de menor tamaño, de modo que un número mayor de empleados pudiera tener un cobijo temporal. En algunos de esos habitáculos sólo cabía una cama, o, lo que era aún peor, dos camas, de modo que dos empleados solteros se veían obligados a compartir el mismo espacio. Otras empresas habían hecho lo mismo con las habitaciones asignadas a sus empleados.

Chen conocía viviendas colectivas similares en Shanghai. Años atrás, él mismo se había alojado en una habitación semejante, aunque por muy poco tiempo.

Una anciana vestida con un pijama de rayas azules y blancas que estaba cerca de la puerta lanzó una mirada curiosa hacia Chen cuando éste entró en el edificio.

Las viejas escaleras de madera crujieron bajo sus pies mientras subía a tientas en la penumbra hasta el tercer piso. No pudo encontrar ningún interruptor, por lo que fue palpando la pared hasta que un rayo de luz que entraba por la ventana rota del tercer piso le iluminó el camino. Chen consiguió divisar un estrecho pasillo flanqueado por ropa mojada, hornillos, verduras y cualquier trasto imaginable. Debido a la falta de espacio en las habitaciones, el pasillo se convertía a veces en una especie de campo de batalla en el que los vecinos pugnaban entre sí por hacerse con uno o dos metros cuadrados de más.

Finalmente, el inspector jefe encontró la puerta con la placa descolorida «3B» y llamó.

Shanshan le abrió la puerta y le sonrió sorprendida. Iba descalza, aún tenía el pelo mojado y llevaba un albornoz de toalla blanco que permitía ver sus piernas desnudas. Un haz de luz tenue iluminaba el fondo de la habitación.

—¡Qué sorpresa, Chen! Entra —dijo Shanshan y alargó el brazo para cerrar la puerta una vez hubo entrado el inspector—. Pero ¿cómo has encontrado mi habitación?

—Recordé lo que me dijiste el día de nuestro viaje en sampán: «Es el número 3B, pero es tan pequeña como un trocito de tofu». Esta tarde, en un bar que no queda lejos de aquí, me he enterado por casualidad de dónde estaba tu vivienda colectiva.

—Eres todo un detective, Chen.

Shanshan debía de haber acabado de lavarse la melena, que caía sobre sus hombros suelta y brillante.

—Bueno, más bien un detective sin empleo —dijo Chen sonriendo—. Hoy he almorzado con el director del centro, pero luego ya no tenía nada que hacer. Mientras miraba por la ventana recordando un poema de Liu Yong no he podido evitar pensar en ti. La vista del lago es fantástica, pero ¿de qué me sirve si no puedo verla en tu compañía?

—¿A qué poema te refieres, Chen?

—En uno de sus poemas más célebres, Liu Yong lo expresó muy bien:

Las escenas bellas se suceden,

pero todo es en vano.

Ah, ¿a quién puedo hablarle

de este inefable paisaje encantador?

»Así que decidí venir hasta aquí.

Aquello no era del todo cierto. Después del almuerzo, cuando se encontraba al pie de la colina en la parte trasera del centro, Chen pensó en otros versos, versos propios. Pero fue ella quien se los evocó, y, de hecho, Shanshan le había hecho pensar un par de veces en el poema de Liu Yong.

—Te estás poniendo poético otra vez, Chen. Podrías haberme llamado antes. No es que no seas bienvenido aquí, pero así hubiera podido ordenar la habitación. Ahora está hecha un asco.

Chen sonrió sin contestar. Le sorprendió su facilidad para adoptar una identidad tan «poética» siempre que estaba en compañía de Shanshan. Psicológicamente, quizá se debiera al hecho de no estar mostrando su yo auténtico. Pero luego se preguntó cuál sería su yo auténtico. ¿El de un poli que era miembro del Partido?

—A mí no me parece que esté hecha un asco —dijo Chen.

De hecho, la habitación se asemejaba bastante a lo que Chen había imaginado. No estaba desordenada porque hubiera pillado a Shanshan desprevenida, sino por su tamaño, que no pasaría de cinco o seis metros cuadrados. El mueble principal era una vieja litera herrumbrosa que ocupaba casi la mitad de la habitación. La litera superior se había convertido en una especie de trastero similar a la banqueta para baúles de una habitación de hotel, salvo que, en lugar de un baúl, allí arriba había todo tipo de objetos amontonados. Del techo, entre manchas de humedad, colgaba una ristra de salchichas chinas.

Sobre la litera superior Shanshan había extendido una cuerda para tender la ropa, en la que sólo había unas medias.

Frente a la litera inferior había una mesa de madera tosca, que al parecer también hacía las veces de escritorio. Sobre la mesa reposaban unos cuantos libros, un cuaderno abierto, un cuenco sin lavar, un cazo pequeño sobre un hornillo eléctrico como el del sampán del otro día y un puñado de fideos. Chen vio que bajo la cama asomaban algunos pares de zapatos, incluyendo los que Shanshan había llevado durante el paseo en sampán. Parecía un auténtico milagro que la muchacha consiguiera almacenarlo todo en un cubículo tan diminuto.

Todo aquello le recordó sus años de universidad, cuando había vivido en una habitación como ésa pero con tres estudiantes más. Al menos él no tenía que cocinar en la habitación.

Tras observarla detenidamente, Chen no pudo evitar comparar la habitación de Shanshan con la mansión de los Liu.

—Lo malo de tener una habitación en una vivienda colectiva es que, en verdad, nunca la consideras tuya, porque crees que te vas a mudar en cualquier momento —explicó Shanshan, indicándole que se sentara en la única silla disponible, de la que había tenido que sacar un montón de periódicos—. Y otro problema, lo creas o no, es que puede que nunca consigas mudarte.

Era un comentario irónico, posiblemente una forma ingeniosa de justificar el desorden, pero, en opinión de Chen, la minúscula habitación le infundía a aquel momento un aire de intimidad.

Shanshan estaba cocinando en la habitación, y el agua del cazo comenzó a hervir.

—Aún no has comido, ¿verdad, Chen?

La frase era un saludo convencional que los chinos solían dirigirse cuando se encontraban por la calle. No se trataba exactamente de una pregunta que precisara respuesta, pero, en el contexto presente, tanto la pregunta como la respuesta significaban algo.

—No, la verdad es que no.

En el bar sólo había tomado la taza de cerveza. Los dos hombres acabaron comiéndose todos los platos que había sobre la mesa.

Shanshan sacó una caja de cartón de debajo de la cama, agarró otro puñado de fideos y los echó en el cazo de agua hirviendo.

—¿Sabes vigilar los fideos? —preguntó ella, y le señaló un hervidor abollado en el suelo—. Ahí hay agua fría.

Chen se encargó de verter agua fría en el cazo cada vez que el agua empezaba a hervir. No parecía difícil, sólo era cuestión de repetirlo dos o tres veces y los fideos estarían listos.

Shanshan sacó varios tarros de salsa que guardaba bajo la mesa, cogió una cucharadita de cada tarro y mezcló las salsas en un cuenco. Parecía absorta en lo que hacía, que resultó ser una mezcla improvisada. Él había hecho experimentos similares en su casa, mezclando todos los ingredientes que tuviera a mano. En la penumbra de la habitación, Chen no conseguía distinguir las etiquetas de los tarros. No pudo evitar desviar la mirada a los blancos muslos de Shanshan, que se transparentaban a través del albornoz que le llegaba justo por encima de las rodillas.

Después de añadir agua fría y repetir el proceso una vez más, el inspector jefe comenzó a sacar los fideos con un cucharón y los sirvió en dos cuencos. Shanshan les vertió la salsa por encima y luego abrió un sobre de plástico con gluten de Wuxi y esparció unos trozos sobre los fideos.

Así que ésa sería su cena. Shanshan se sentó en la cama y él en la única silla que había en la habitación. Los cuencos con los fideos reposaban sobre la mesa.

Para su sorpresa, los fideos le parecieron deliciosos. La comida fue mucho más agradable que el banquete en el centro de vacaciones. Para empezar, a Chen le gustaban los fideos. Era un gourmet cuando comía fuera de casa, pero no se consideraba un cocinero entusiasta cuando tenía que cocinar para sí mismo.

Puede que a ella le sucediera lo mismo, pensó Chen, pero luego descartó esa posibilidad casi de inmediato. Shanshan era mucho más joven que él. A una chica tan atractiva como ella probablemente la rondarían muchos hombres de su edad ansiosos por invitarla a cenar a la luz de las velas. Sintió una punzada de celos.

¿O quizá se sintió mucho más viejo de repente?

—Gracias. Son los mejores fideos que he comido en mucho tiempo.

—Venga ya, ¿cómo va a disfrutar conmigo de un cuenco de simples fideos alguien que almuerza con los ejecutivos del centro?

—Es la verdad, Shanshan. Los fideos compartidos contigo ya no son simples fideos.

—Alguien que tiene tantos contactos importantes —siguió diciendo Shanshan, sin responder a su comentario— no necesita decir cosas así.

—¿A qué te refieres?

—El tío Wang me contó que la mañana en que tuve problemas en la empresa tú hiciste algunas llamadas para ayudarme. Según el tío Wang, poco después de que tú llamaras llegó un policía a toda prisa y te trató con el mismo respeto con el que trataría a un jefe.

—¡Ah! Eso. Sí, como ya te dije, hice algunas llamadas. Estaba preocupado por ti. En cuanto al policía —dijo Chen, intentando adivinar qué habría visto el viejo desde el otro lado de la calle—, nos conocimos casualmente cuando los dos fuimos a cortarnos el pelo a la misma barbería. Conocía mi trabajo. Como sabes, he traducido algunas novelas de suspense, así que hablé con él del tema.

—Según el agente que me puso en libertad, hay un guiren en mi vida del que yo no sabía nada. «De no ser por su guiren, a saber cuánto tiempo habría estado usted detenida», me dijo el policía. No conozco a demasiada gente aquí. Desde luego no a alguien tan poderoso, Chen.

En la cultura tradicional china, un guiren es una persona poderosa o influyente que ayuda a alguien de forma inesperada.

Resultaba comprensible que Huang no hubiera podido evitar emplear aquel término para referirse a Chen sin mencionar explícitamente su nombre.

—Bueno, es evidente que no tenían derecho a detenerte. Cuando se dieron cuenta de su error se vieron obligados a inventarse alguna excusa, y por eso probablemente atribuyeron tu puesta en libertad a un guiren.

Chen no podía saber si Shanshan lo creía o no, pero el comentario de la ingeniera le sirvió de excusa para desviar la conversación hacia el tema que tenía en mente y que había sido incapaz de sacar hasta aquel momento.

—Vayamos al grano —dijo Shanshan, arrebatándole la iniciativa. La muchacha se sentó en la cama sobre las piernas dobladas, con las manos entrelazadas sobre las rodillas—. No creo que hayas venido hasta aquí para comer un cuenco de fideos.

—Bueno —dijo Chen mirándola, y mirando luego la pared que Shanshan tenía detrás—, este tabique parece tan fino como una hoja de papel.

—Nadie nos oirá —replicó ella, y se apartó de la frente un mechón de pelo negro que le tapaba el ojo—, siempre que no hablemos en voz demasiado alta. Pero ¿por qué lo dices? Si fuera algo tan importante, podrías haberme llamado para pedirme que nos encontráramos en algún otro sitio.

—Ten este teléfono —dijo Chen en voz baja, entonces le pasó por encima de la mesa el móvil que acababa de comprar. Era de un color escarlata brillante, que en cierto modo le recordaba a Shanshan vestida con su gabardina aquel día en el sampán—. De ahora en adelante, cuando me llames, usa únicamente este teléfono.

—¿Por qué?

—No sólo has recibido llamadas amenazantes en el móvil, también te lo han pinchado.

—Me estás asustando mucho, Chen. ¿Cómo demonios puedes saber todo eso?

—Gracias a mis contactos. No te preocupes de qué contactos se trata, Shanshan. Da la casualidad de que los tengo. Cuando hice averiguaciones acerca de esas llamadas tan desagradables que has estado recibiendo, me dijeron que te habían intervenido el teléfono. —Chen continuó hablando tras hacer una breve pausa—. Por ejemplo, mencionaron que habías estado hablando con alguien llamado Jiang.

Shanshan lo miró horrorizada, sin decir palabra. Aún no le había contado nada acerca de Jiang. No tenía por qué contárselo, desde luego. No a un turista al que había conocido por casualidad.

—¿Cómo has conseguido…? —comenzó a preguntar sin acabar la frase, con el rostro demudado.

—En cuanto a las llamadas amenazadoras que has estado recibiendo, todas se hicieron desde una cabina, así que no hay forma de averiguar la identidad del que te llamaba. En todo caso, eso demuestra que no eran meras bromas de niños. Los niños no habrían dedicado tiempo ni dinero a una broma de este tipo.

—Pero ¿cómo puede alguien caer tan bajo?

—Se trata de alguien que es capaz de todo. Esta es una de las razones por las que decidí venir aquí nada más enterarme, sin llamarte antes. Pero también es cierto, huelga decirlo, que te echaba de menos. Como reza un antiguo proverbio: «Un día transcurrido sin verte me parece una separación de tres otoños».

—Sigues hablándome como un poeta.

—Dejando el sentimentalismo a un lado, dime todo lo que sepas sobre lo que ha estado pasando últimamente: tanto a ti como a tu alrededor o en tu empresa. No sé si estoy en condiciones de ayudarte, pero, para poder hacer algo, necesito toda la información que me puedas proporcionar.

—¿Por qué te esfuerzas tanto por ayudarme?

—Ya sabes por qué —respondió Chen, cogiéndole la mano desde el otro lado de la mesa—. Porque quiero hacerlo.

—Pero no sé qué quieres saber.

—Déjame preguntarte algo primero. Ahora que Liu está muerto, ¿ha pasado algo más en tu empresa?

—Nada nuevo. Siguen vertiendo las aguas residuales en el lago, día y noche. Fu, el nuevo director general, no va a cambiar nada.

—Oí que han ascendido a Mi, y que ahora es jefa de administración.

—Te enteras de todo muy deprisa. Yo no lo supe hasta ayer.

—Sólo era la pequeña secretaria de Liu, ¿no?

—Fu no lleva aquí más de cuatro o cinco años. Creo que necesita que Mi lo ayude a hacer el traspaso de poderes. Después de todo, hay montones de cosas que sólo sabe Mi.

—Entonces, ¿Fu es joven? Deben de haberlo ascendido muy deprisa.

—Fu se licenció en Económicas. Cuando aún estaba en la universidad, publicó un artículo sobre la reforma económica en el Diario del Pueblo y se convirtió de repente en una celebridad. Lo nombraron delegado en el congreso de la Liga Juvenil nacional, y después de licenciarse le asignaron el puesto de asistente de Liu. Debido a su pasado en la Liga Juvenil no tardaron mucho en ascenderlo.

—Así que es uno de los «cuadros que suben como un cohete» —dijo Chen, y luego asintió con la cabeza—. Eligen a muchos cuadros jóvenes de las ligas juveniles, son la vanguardia del Partido. Por lo tanto, Fu debió de colaborar estrechamente con Liu.

—No resultaba nada fácil trabajar con Liu, ni compartir el poder con él. No sé demasiado acerca de las intrigas de oficina entre los ejecutivos de la empresa, pero parece que a Fu lo consideraban un intruso. Es sólo mi impresión, desde luego. Por suerte para él, Fu sabía interpretar un papel secundario.

—Pero ahora interpreta el papel principal.

—Sí. Fue muy inteligente por su parte ascender a Mi para contentar a los acólitos de Liu.

—Creo que tienes razón —dijo Chen—. Cambiando de tema, dime todo lo que sepas sobre Jiang.

—Bueno, se metió en problemas por la misma razón que yo, por sus esfuerzos para proteger el medio ambiente —respondió Shanshan sin apartar la mano—, con la diferencia de que él presionaba aún más que yo. Pero en cuanto a lo que haya estado haciendo Jiang últimamente, no tengo ni idea.

Chen se fijó en el énfasis que ponía Shanshan al decir «últimamente». El que no supiera de las recientes actividades de Jiang era probablemente cierto. De haberse producido algún contacto entre ellos en los últimos días, Seguridad Interna se le habría echado encima y no la habría soltado.

—Jiang es un «activista medioambiental». Cualquier persona a la que pongan esa etiqueta acabará metiéndose en problemas, no es algo que sólo le haya pasado a él. Fíjate en esta habitación. Cuando me asignaron a esta fábrica, Liu me prometió un piso. Pero cuando empecé a protestar, el piso prometido se esfumó. Llevo cuatro años aquí, y sigo en la misma habitación de una vivienda colectiva.

—¿Has tenido algún contacto con Jiang? —preguntó Chen, logrando que la pregunta sonara casual.

—Trabajamos en el mismo campo, así que tratábamos problemas comunes —respondió ella, sin dejar entrever ni un atisbo de vacilación—. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero lo llamé anteayer para contarle una cosa de la que me había enterado. No contestó al teléfono ni me devolvió la llamada.

—¿No tienes ni idea de lo que le ha pasado?

—No. ¿Qué le ha pasado?

—Lo han detenido.

—¡Dios mío! ¿Como a mí?

—Sí, como a ti. Y ahora están investigando a todas las personas cercanas a él.

—Son capaces de cualquier cosa —dijo Shanshan, y sacudió la cabeza. Aún tenía el cabello alborotado y algo mojado—. Debería haber estudiado otra carrera.

—No, eso no es cierto. Es un campo importantísimo en la China actual. —Chen se preguntó si Shanshan intentaba evitar hablar de Jiang por alguna razón—. Pero volviendo a Jiang, ¿se peleó con Liu?

—Me cuesta creerlo. Puede que se hubieran encontrado en una o dos ocasiones, pero no sé si se vieron más recientemente.

—Según Seguridad Interna, Jiang intentó chantajear a Liu hace poco.

—No, eso es imposible —replicó Shanshan.

La muchacha no explicó por qué, y Chen no creyó prudente presionarla, dado que él aún no le había revelado que era policía.

—No vuelvas a llamarlo. Al menos, no antes de decírmelo primero, si es que te parece imprescindible hacerlo —dijo Chen—. Te mantendré al corriente de todo lo que vaya sucediendo.

—La situación es muy grave, ¿verdad?

—Sí, eso creo.

—Pero ¿sabes lo grave que es esta crisis medioambiental para nuestro país? —Shanshan continuó hablando acaloradamente, sin esperar una respuesta—. El Gobierno habla sin parar sobre lo mucho que han mejorado aquí los derechos humanos. No sé demasiado acerca del tema, pero sí sé que, como mínimo, la gente debería poder respirar aire puro, beber agua limpia, comer buenos alimentos y ver las estrellas por la noche. Son los derechos humanos más básicos, ¿no te parece? Pero no en China. Déjame ponerte un ejemplo. Cuando el Gobierno de Pekín exigió una reducción de un diez por ciento en los niveles de dióxido de azufre en el aire de China, yo aún estaba en la universidad. Ahora, cinco años después, la contaminación por dióxido de azufre ha aumentado un veinticinco por ciento. En cuanto al agua…, bueno, ya has visto el lago. Y eso no pasa sólo en el lago Tai, por supuesto. Después de décadas de contaminación incontrolada, buena parte del agua de los grandes lagos y ríos no se puede ni tocar, y mucho menos beber. Hay unos niveles de contaminación de nivel cinco o incluso peor, lo que significa que el agua ni siquiera es apta para el contacto humano.

—Un momento, Shanshan. ¿Todas esas cifras están respaldadas por alguna investigación?

—Sí. No son ningún secreto de Estado, te lo aseguro. Si lo investigas, podrás encontrar todos estos datos en los informes oficiales que ya se han publicado.

—Es escandaloso. —Chen rebuscó en sus bolsillos un trocito de papel, pero no encontró ninguno—. ¿Puedes darme un papel para escribir algunas de estas cifras?

—¿Por qué, Chen?

Chen estaba pensando en el informe que debía entregar al camarada secretario Zhao. Por el momento, el inspector jefe no contaba con ninguna prueba sólida con la cual respaldar sus argumentos. Sin embargo, no pensaba decirle a Shanshan la verdadera razón, aunque nunca haría nada que pudiera perjudicarla.

—He estado tratando de escribir un poema sobre la contaminación en China, pero no soy un experto como tú. Aun así, no quiero publicar algo que no esté basado en hechos reales.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Shanshan—. Podrías meterte en problemas. Además, dudo que un poema de ese tipo pudiera publicarse.

Chen lo decía muy en serio y, de hecho, ya había escrito varias estrofas.

—Tengo contactos que me ayudarían a publicarlo, o eso creo. No es que esté orgulloso de tener contactos, pero ayudan a conseguir las cosas. —Después de una breve pausa, el inspector jefe continuó hablando—: Tras nuestra conversación en el sampán, he estado pensando mucho sobre este tema. La protección medioambiental parece una batalla casi perdida. Se trata de algo tan difícil como complejo. Pero ¿cuál es la raíz del problema? La avaricia humana. La contaminación no es una cuestión que afecte únicamente a nuestro país, como reza el proverbio, los cuervos son negros en todas partes, pero aquí adopta una forma que es, sin duda, característica de China.

—Característica de China —repitió Shanshan, mirándolo a los ojos—, lo mismo que dicen los periódicos sobre el socialismo chino.

—Porque China carece de un sistema legal sólido, y por la desilusión ideológica generalizada, sobre todo de resultas de la desastrosa Revolución Cultural, la gente se apropia de todo lo que cae en sus manos, por las buenas o por las malas. Vivimos en una época de consumismo desaforado. Algunos economistas consideran incluso la codicia un mal necesario para nuestro desarrollo económico. El propio Marx dijo algo similar, aunque él fue muy crítico al respecto.

—¡Caramba! Incluso has metido a Marx en esto, Chen. Pero conozco el párrafo al que te refieres. Según Marx, para obtener beneficios de un trescientos por ciento, un capitalista haría cualquier cosa y cometería cualquier delito, incluso correría el riesgo de ir a la horca.

—Exactamente. No creo que hacer todo lo posible para obtener beneficios sea lo más indicado, ni para el medio ambiente ni para nada, aunque el tema es complejo. Seguro que los altos cargos del Partido son conscientes del problema medioambiental, pero, en cierto modo, la legitimidad del régimen del Partido se basa en mantener el crecimiento económico, así que cualquier normativa que interrumpa dicho crecimiento será suprimida.

—¡Has dado en el clavo, Chen! —exclamó Shanshan con los ojos brillantes.

—He estado pensando mucho en todo esto, Shanshan —respondió Chen con sinceridad—, gracias a tu compañía y al poema que estoy escribiendo. Acabo de empezarlo, pero podría ser bastante más largo y ambicioso que cualquiera de los que he escrito hasta ahora.

—Déjame que coja la carpeta.

Tras ponerse a gatas, Shanshan se metió debajo de la cama y sacó una caja de cartón. Chen contempló sus piernas desnudas y las plantas de sus pies, a los que se habían adherido algunas motas de polvo. La ingeniera salió de debajo de la cama con una carpeta azul en la mano y la cara manchada.

—Aquí está todo lo que necesitas saber —dijo Shanshan. A continuación se sentó ante la mesa y abrió la carpeta.

Chen arrastró la silla hasta la mesa para poder leer las páginas que contenía la carpeta, escritas en letra pequeña.

De nuevo recordó sus años estudiantiles, cuando se pasaba horas enteras encorvado sobre una mesa similar en la pequeña habitación de una vivienda similar. Era un joven idealista y apasionado, que siempre seguía el dictado de su conciencia.

A través del ventanuco de la habitación vio cómo el cielo se teñía de un azul profundo, en el que comenzaban a aparecer algunas estrellas relucientes.

Chen no sabía cuánto tiempo llevaban hablando. Sólo era consciente de que el cabello de Shanshan le había rozado la mejilla un par de veces, como el estribillo en un poema medio olvidado, y de que su fino dedo iba señalando cada párrafo mientras se lo explicaba todo con detalle.

A continuación, Shanshan se incorporó y se sentó sobre los talones con pose despreocupada, pero entonces se le ocurrió algo más y volvió a inclinarse hacia la mesa. Mientras se encorvaba sobre la carpeta, el albornoz se le abrió ligeramente y Chen creyó vislumbrar el destello de sus pechos. Si Shanshan se dio cuenta de que la miraba, no dio muestras de ello.

Cuando la ingeniera terminó de comentar todo el material que guardaba en la carpeta, el silencio invadió la habitación.

—Te agradezco mucho que hayas venido esta noche —dijo Shanshan finalmente. Los ojos le brillaban bajo la luz del fluorescente, que no dejaba de parpadear.

El inspector jefe miró el reloj: pasaban de las nueve. Shanshan no hizo ningún comentario sobre lo intempestivo de la hora, por lo que Chen quizá pudiera quedarse allí un poco más.

No resultaba nada cómodo permanecer sentado en la misma postura durante tanto tiempo, sobre todo en el reducido espacio que había entre el escritorio y la cama. Le recordó la habitación denominada «de los amantes» en un restaurante del Bund de Shanghai. Su minúsculo tamaño fomentaba la intimidad. Había estado allí con otra mujer —aunque no era su amante— a la que asesinaron poco después. Se estremeció ante aquella premonición, tan repentina como inexplicable. Al cambiar de postura, la silla emitió un chirrido estridente.

Shanshan se sentó más hacia atrás, con la espalda pegada contra la pared desnuda. Ya no se sujetaba las rodillas con los brazos, y tenía las piernas separadas. Dio una palmadita en la cama invitándolo a sentarse a su lado.

Cuando su mirada se posó sobre la cama, Chen se fijó en que Shanshan tenía una mancha de salsa en la parte carnosa del dedo gordo del pie. Bajo aquella luz tan tenue el dedo tenía un aspecto redondeado y níveo, como una cremosa vieira en el plato especial de un chef. La absurda asociación la hacía parecer vulnerable y atractiva a un tiempo. Como dijo un poeta de la dinastía Jin, «es tan bella que podrían devorarla». El inspector jefe creyó leer en los ojos de Shanshan un mensaje que confirmaba sus fantasías.

En lugar de quedarse más tiempo junto a ella Chen se levantó, dispuesto a irse.

Se miraron a los ojos.

—Se ha hecho tarde, Shanshan. Creo que debo irme. El centro cierra la puerta de entrada hacia las doce.

El inspector jefe Chen sabía que, en aquellos momentos, no podía ni plantearse hacer algo que resultara impropio de un policía, particularmente un policía que viajaba de incógnito durante sus vacaciones.

Si quería ser de ayuda, tendría que continuar interpretando su papel de policía. No podía surgir ningún conflicto de intereses, aunque le ocultara a Shanshan su verdadera identidad.