San Petersburgo, Rusia
2 de septiembre
Paul y Rachel se encontraban frente a una capilla lateral. Los rodeaban los elegantes tonos del mármol italiano, aunque el amarillo siena se mezclaba con la malaquita rusa. Los rayos inclinados del sol de la mañana proyectaban un gigantesco iconostasio de tonos dorados resplandecientes detrás del sacerdote.
Brent estaba a la izquierda de su padre y María junto a su madre. El patriarca pronunció los votos ceremoniales con voz solemne y la ocasión quedó realzada por los cánticos del coro. La catedral de san Isaac estaba vacía, salvo por los festejantes y por Wayland McKoy. La mirada de Paul se fijó en una vidriera centrada en un muro de iconos: Cristo de pie tras la Resurrección. Un nuevo comienzo. Qué apropiado, pensó.
El sacerdote terminó los votos e inclinó la cabeza al terminar el servicio.
Paul besó suavemente a Rachel.
—Te quiero —susurró.
—Y yo a ti —dijo ella.
—Ah, venga, Cutler, dele un buen morreo —dijo McKoy.
Paul sonrió y siguió el consejo. Besó a Rachel apasionadamente.
—Papáaaaaa —protestó María, indicando que ya bastaba.
—Déjalos en paz —respondió Brent.
McKoy dio un paso adelante.
—Chico listo. ¿A cuál de los dos se parece?
Paul sonrió. El hombretón tenía un aspecto extraño con traje y corbata. La herida del hombro parecía habérsele curado. También él y Rachel se habían recobrado. Los últimos tres meses parecían un confuso torbellino en su recuerdo.
Una hora después de la muerte de Knoll, Rachel había telefoneado a Franz Pannik. Fue el inspector alemán quien logró que la policía checa interviniera de inmediato y el propio Pannik apareció en el castillo Loukov por la mañana, acompañado por la Europol. El embajador ruso en Praga había sido convocado a media mañana y los representantes del Palacio de Catalina y del Hermitage llegaron a la tarde siguiente. Un equipo de Tsarskoe Selo se dejó caer una mañana más tarde y los rusos no perdieron ni un momento en desmantelar los paneles de ámbar y transportarlos de vuelta a San Petersburgo. El Gobierno checo no ofreció resistencia alguna después de descubrir los detalles de las sórdidas actividades de Ernst Loring.
Los investigadores de Europol establecieron rápidamente el vínculo con Franz Fellner. Documentos conservados tanto en el castillo Loukov como en Burg Herz confirmaron las actividades de los recuperadores de antigüedades perdidas. Sin herederos para asumir el control de la hacienda Fellner, el Gobierno alemán intervino. Terminó por localizarse la colección privada de Fellner y los investigadores tardaron solo unos pocos días para descubrir la identidad de los demás miembros del club, cuyas mansiones fueron registradas bajo la guía de la división de robo de obras de arte de Europol.
El tesoro obtenido era enorme.
Esculturas, tallas, joyería, dibujos y pinturas, en especial viejas obras de los grandes maestros a las que se creía perdidas para siempre. Miles de millones de dólares en tesoros perdidos se recuperaron prácticamente de la noche a la mañana. Pero como los adquisidores solo robaban lo que a su vez había sido robado, muchas reclamaciones resultaban turbias, como poco, y fraudulentas en gran medida. El número de reclamaciones gubernamentales y privadas presentadas en los tribunales de toda Europa alcanzó rápidamente los varios millares. Fueron tantas que el Parlamento Europeo se vio obligado a alcanzar una solución política, empleando al Tribunal Internacional como arbitro final. Un periodista que cubría el espectáculo observó que probablemente se tardarían décadas en desenmarañar toda la madeja legal. «Al final, los verdaderos ganadores serán los abogados».
Resultó interesante el hecho de que el duplicado que la familia Loring había hecho de la Habitación de Ámbar fuera tan preciso que los paneles reconstruidos encajaban perfectamente en los espacios del Palacio de Catalina. La idea inicial fue exhibir el ámbar recuperado en otra parte y dejar allí la sala recién restaurada. Pero los puristas rusos debatieron con entusiasmo que el ámbar debía regresar a su verdadero hogar, aquel que Pedro el Grande le había deparado, aunque en realidad a Pedro poco le habían importado aquellos paneles: había sido su hija, la emperatriz Isabel, la que había encargado la versión rusa de la cámara. De modo que, noventa días después de su recuperación, los paneles originales de la Habitación de Ámbar volvieron a adornar la primera planta del Palacio de Catalina.
El Gobierno ruso estaba tan agradecido que invitó a Paul, Rachel, los niños y McKoy a la inauguración, con todos los gastos pagados. Mientras estaban allí, Paul y Rachel decidieron volver a casarse por el rito ortodoxo. Al principio había habido ciertas reticencias debido a que estaban divorciados, pero una vez que se aclararon las circunstancias y quedó claro el hecho de que volvían a casarse entre ellos, la Iglesia aceptó. La ceremonia fue maravillosa y la recordarían siempre.
Paul dio las gracias al sacerdote y se alejó del altar.
—Ha sido muy bonito —dijo McKoy—. Un buen modo de terminar toda esta mié…, esta situación.
Rachel sonrió.
—¿Los niños le condicionan el estilo?
—Solo el vocabulario.
Comenzaron a caminar hacia la puerta de la catedral.
—¿La familia Cutler se marcha a Minsk? —preguntó McKoy.
Paul asintió.
—Queda una última cosa por hacer antes de regresar a casa.
Paul sabía que McKoy había acudido por la publicidad, ya que el Gobierno ruso se sentía agradecido por la devolución de uno de sus más preciados tesoros. El hombretón se había pasado toda la ceremonia de inauguración del día anterior sonriendo y dando y recibiendo palmadas en el hombro, disfrutando de la atención de la prensa. Incluso había aparecido en directo, vía satélite, en el programa de Larry King, para responder preguntas de todo el mundo. National Geographic habló con él acerca de un especial de una hora sobre la Habitación de Ámbar, con distribución mundial. El dinero del que se habló bastaría para satisfacer a los inversores y resolver cualquier posible litigio por la excavación de Stod.
Se detuvieron en las puertas.
—Cuídense los dos —dijo McKoy. Señaló a los niños—. Y cuídenlos a ellos.
Rachel lo besó en la mejilla.
—¿He llegado a darle las gracias por lo que hizo?
—Usted hubiera hecho lo mismo por mí.
—Probablemente no. McKoy sonrió. —Encantado, su señoría. Paul le dio la mano.
—No perdamos el contacto, ¿de acuerdo?
—Ah, es posible que no tarde mucho en volver a necesitar sus servicios.
—No será otra excavación…
McKoy se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Queda un montón de mié…, de porquería por ahí, a la espera de que la encuentren.
El tren partió de San Petersburgo dos horas más tarde y el viaje a Bielorrusia se convirtió en un trayecto de cinco horas a través de densos bosques y campos ondulados de lino azulado. El otoño había llegado y las hojas se rendían al frío en ráfagas rojas, naranjas y amarillas.
Los oficiales rusos habían intervenido ante las autoridades bielorrusas para hacerlo todo posible. Los ataúdes de Karol y Maya Borya habían llegado el día anterior en un vuelo especial. Rachel sabía que su padre quería ser enterrado en su casa, pero también deseaba que los dos estuvieran juntos. Ahora descansarían eternamente en suelo bielorruso.
Los féretros los esperaban en la estación de tren de Minsk. Desde allí fueron transportados en camión hasta un precioso cementerio a cuarenta kilómetros al oeste de la capital, tan cerca como era posible del lugar en el que ambos habían nacido. Los Cutler los seguían en un coche de alquiler. Un enviado de los Estados Unidos los acompañaba para asegurarse de que todo procediera sin problemas.
El mismísimo patriarca de Bielorrusia presidió el nuevo entierro. Rachel, Paul, María y Brent se dieron la mano y escucharon palabras solemnes. Una brisa ligera se levantó sobre la hierba parda cuando bajaron los ataúdes hasta las fosas.
—Decid adiós a abu y a nana —dijo Rachel a los niños.
Entregó a cada uno un ramillete de lino. Los niños se acercaron a las tumbas y las arrojaron dentro. Paul se acercó a Rachel y la abrazó. Ella estaba llorando y se fijó en que también Paul estaba al borde de las lágrimas. Nunca habían hablado de lo sucedido aquella noche en el castillo Loukov. Por suerte, Knoll no había podido terminar lo que había empezado. Paul había arriesgado la vida para detenerlo. Ella quería a su marido. El sacerdote les había prevenido por la mañana de que el matrimonio era de por vida, algo que había que tomarse en serio, especialmente habiendo niños de por medio. Y tenía toda la razón. Rachel estaba convencida de ello.
Se acercó a las tumbas. Ya se había despedido de su madre hacía veinte años.
—Adiós, papá.
Paul se situó junto a ellas.
—Adiós, Karol. Descansa en paz.
Se quedaron un rato en silencio antes de dar gracias al patriarca y dirigirse hacia el coche. Un halcón sobrevoló el aire limpio de la mañana. Se levantó una nueva ráfaga de viento que neutralizó el sol. Los niños salieron corriendo hacia la puerta del cementerio.
—De vuelta al trabajo, ¿eh? —dijo Rachel a Paul.
—Es hora de reincorporarse a la vida real.
Rachel había logrado la reelección en julio, aunque apenas si había hecho campaña. Todo se lo debía a la atención que había recibido tras la recuperación de la Habitación de Ámbar, un trampolín hacia la victoria sobre sus dos rivales. Marcus Nettles había sido aplastado, pero Rachel había decidido visitar al atrabiliario abogado para hacer las paces, como parte de su nueva actitud reconciliadora.
—¿Crees que debería seguir en el cargo? —preguntó a Paul.
—Eso tienes que decidirlo tú, no yo.
—Estaba pensando en que quizá no es una buena idea. Me exige demasiada atención.
—Tienes que hacer lo que te haga feliz.
—Antes pensaba que ser jueza me hacía feliz. Ya no estoy tan segura.
—Estoy convencido de que a cualquier bufete le encantaría tener en su departamento de litigios a una exjueza del Tribunal Superior.
—Y uno de ellos no sería Pridgen & Woodworth, ¿no?
—Quizá. Tengo algunos contactos por ahí, ¿lo sabías?
Ella le rodeó la cintura con el brazo mientras caminaban. Se sentía muy bien junto a él. Durante un momento pasearon en silencio y saborearon su felicidad. Ella pensaba en el futuro, en sus hijos, en Paul. Regresar al ejercicio era lo mejor para todos ellos. Pridgen & Woodworth sería un lugar estupendo para trabajar. Miró a Paul y volvió a oír lo que le acababa de decir: «Tengo algunos contactos por ahí, ¿lo sabías?».
Lo abrazó con fuerza y, por una vez, no discutió.