Viernes, 23 de mayo, 2:15
Paul despertó. Había tenido problemas para dormir desde que Rachel y él se habían retirado poco antes de la medianoche. Ella estaba a su lado, dormida como un tronco. No roncaba, pero sí tenía la respiración profunda que él recordaba. Volvió a pensar en Loring y McKoy. Aquel viejo había soltado sin más problemas dos millones de dólares. Quizá McKoy tuviera razón. Loring ocultaba algo cuya protección bien valía aquel dinero. ¿Pero el qué? ¿La Habitación de Ámbar? La idea resultaba un tanto fantasiosa. Imaginó a los nazis desgajando los paneles de las paredes del palacio, el viaje en camión por la Unión Soviética, el nuevo desmantelamiento y transporte hacia Alemania, cuatro años más tarde. ¿En qué estado se encontrarían ahora? ¿Tendrían algún valor, aparte del material bruto con el que elaborar otras obras de arte? ¿Qué había leído en los artículos de Borya? Que los paneles constaban de cien mil piezas de ámbar. Sin duda, aquel material tendría un valor en el mercado libre. Quizá se tratara de eso. Loring había encontrado el ámbar y lo había vendido, obteniendo lo suficiente como para compensar el silencio al respecto con dos millones de dólares.
Se levantó de la cama y buscó a tientas la camisa y los pantalones que había dejado sobre una silla. Se los puso, pero no así los zapatos: descalzo haría menos ruido. No iba a conseguir dormirse con facilidad y tenía ganas de volver a ver las salas de exposición de la planta baja. La cantidad de piezas había resultado abrumadora y difícil de aprehender. Esperaba que a Loring no le importara una pequeña visita privada.
Lanzó una mirada a Rachel. Estaba enroscada bajo la colcha, su cuerpo desnudo cubierto únicamente por una de las camisas de él. Hacía dos horas habían hecho el amor por primera vez en casi cuatro años.
Paul todavía sentía la intensidad entre ellos. Su cuerpo se había visto sacudido por la liberación de unas emociones que pensaba que nunca más volvería a experimentar. ¿Podrían de verdad arreglar las cosas? Dios sabía lo mucho que él lo deseaba. Las dos últimas semanas habían sido ciertamente agridulces. El padre de Rachel había muerto, pero quizá de aquella tragedia quedara restaurada la familia Cutler. Esperaba no ser simplemente algo con lo que rellenar un vacío. Las palabras de Rachel acerca de que formaba parte de su familia seguían resonando en su mente. Se preguntó por qué estaba tan suspicaz. Quizá a causa de la patada en el estómago que había sufrido tres años atrás. Era posible que estuviera escudando su corazón para protegerlo ante otro golpe demoledor.
Abrió lentamente la puerta y salió al pasillo. Unos apliques con bombillas incandescentes proporcionaban una iluminación suave. No se oía ni un alma. Se dirigió hacia una gruesa barandilla de piedra y miró el vestíbulo, cuatro plantas más abajo, un espacio de mármol iluminado por una serie de lámparas de mesa. Una enorme lámpara de cristal apagada colgaba hasta la tercera planta.
Siguió una alfombra hasta una escalera de piedra que en ángulo recto llegaba hasta la planta baja. Descalzo y en silencio se movió por el castillo, recorrió amplios pasillos y cruzó el salón hacia una serie de espaciosas habitaciones en las que se exponían las piezas. No se encontró con ninguna puerta cerrada con llave.
Entró en el Cuarto de las Brujas, que, como Loring les había explicado antes, era donde antaño se celebraba la corte de estos seres. Se acercó a una serie de gabinetes de ébano y encendió las pequeñas luces halógenas. Reliquias de la época romana se alineaban en las estanterías: estatuillas, estandartes, platos, vasijas, lámparas, campanas, herramientas. También había algunas diosas exquisitamente talladas. Reconoció a Victoria, el símbolo romano de la victoria, con una corona y una hoja de palma en las manos extendidas, para ofrecer una elección.
Del pasillo llegó un ruido repentino. No muy fuerte. Como si algo se arrastrara por la alfombra. Sin embargo, en aquel silencio resonó de forma preocupante.
Miró rápidamente hacia la izquierda, hacia el umbral abierto, y se quedó completamente quieto. Apenas respiraba. ¿Eran pasos, o simplemente el asentamiento nocturno de un edificio con siglos de antigüedad? Alzó la mirada y apagó con cuidado la luz de los expositores. Los gabinetes quedaron a oscuras. Se arrastró hacia un sofá y se agazapó detrás.
Oyó otro sonido. Un paso. Sin duda. Había alguien en el pasillo. Se encogió cuanto pudo tras su escondite y esperó, rezando para que quien fuera siguiera su camino. Quizá no era más que uno de los empleados haciendo las obligatorias rondas.
Una sombra cubrió el umbral iluminado. Paul miró por encima del sofá.
Wayland McKoy pasó de largo.
Debería haberlo sabido. Se levantó y se dirigió de puntillas hacia la puerta. McKoy se encontraba a unos metros y se dirigía a una sala al final del pasillo, la llamada Habitación Románica, en la que no habían llegado a entrar.
—¿No podía dormir? —preguntó.
McKoy dio un respingo y se volvió con presteza.
—Joder, Cutler. Se me han puesto los huevos de corbata. —El hombretón vestía unos vaqueros y un jersey.
Paul señaló los pies desnudos de McKoy.
—Empezamos a pensar igual. Es para preocuparse.
—Un poco de «palurdismo» no le hará ningún daño, abogado de ciudad.
Se ocultaron en las sombras de la Habitación de las Brujas y hablaron entre susurros.
—¿También siente curiosidad?
—Qué le voy a decir. Dos millones, la hostia. Loring se tiró a por ello como las moscas a la mierda.
—¿Qué sabrá?
—No lo sé. Pero es algo. El problema es que este Louvre bohemio está tan lleno de basura que bien podríamos no llegar a encontrarlo.
—Podríamos perdernos en este laberinto.
De repente, algo resonó en el pasillo. El sonido del metal contra la piedra. Paul y McKoy inclinaron la cabeza; llegaba por la izquierda. Desde la Habitación Románica vieron un pálido rectángulo amarillo de luz.
—Voto por ir a mirar —dijo McKoy.
—¿Por qué no? Ya que hemos llegado hasta aquí…
McKoy abrió camino por la alfombra del pasillo. Se detuvieron en seco ante la puerta abierta de la Habitación Románica.
—Joder, mierda —dijo Paul.
Knoll había visto a través de la mirilla cómo Paul Cutler se ponía la ropa y se escabullía. Rachel Cutler no había oído salir a su exmarido y seguía profundamente dormida bajo las mantas. Él llevaba horas esperando antes de hacer su movimiento, para permitir que todos se retiraran a dormir. Planeaba empezar con los Cutler, seguir con McKoy y después pasar a Loring y Danzer. Disfrutaría especialmente con los dos últimos y saborearía el momento de su muerte, la compensación por el asesinato de Fellner y Monika. Pero la repentina partida de Paul Cutler había creado un problema. Por lo que Rachel había descrito, su exmarido no era un tipo precisamente intrépido. Pero allí estaba, aventurándose descalzo en medio de la noche. Desde luego, no se dirigía a la cocina a tomar un tentempié nocturno. Lo más probable es que fuera a fisgar. Tendría que encargarse de él más tarde.
Después de Rachel.
Se deslizó por el pasadizo, siguiendo el rastro de bombillas. Encontró la primera salida y activó el cierre de muelle. Una losa de piedra se abrió y salió a uno de los dormitorios vacíos de la cuarta planta. Se dirigió hacia la puerta del pasillo y se apresuró en dirección al cuarto en el que dormía Rachel Cutler.
Entró y cerró la puerta tras él.
Se acercó a la chimenea renacentista y localizó el interruptor disimulado como un trozo de la moldura dorada. No había entrado desde el pasadizo secreto por miedo a hacer demasiado ruido, pero bien podría necesitar realizar una salida apresurada. Pulsó el interruptor y dejó la puerta escondida medio abierta.
Se acercó cuidadosamente hacia la cama.
Rachel Cutler seguía durmiendo pacíficamente.
Knoll hizo un movimiento con el brazo derecho y esperó a que el estilete se deslizara hasta la palma de su mano.
—Es una puta puerta secreta —dijo McKoy.
Paul no había visto nunca algo así. Las viejas películas y las novelas proclamaban su existencia, pero allí, delante de sus ojos, a diez metros, una sección de la pared se había abierto a través de un pivote central. Uno de los expositores de madera estaba fijado firmemente a la sección móvil y un metro a cada lado permitían la entrada a una habitación iluminada.
McKoy dio un paso adelante.
Paul lo sujetó.
—¿Está loco?
—Eche cuentas, Cutler. Se supone que debemos entrar.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que nuestro anfitrión no se la ha dejado abierta por accidente. No lo defraudemos.
Paul creía que seguir adelante era una insensatez. Ya había forzado las cosas bajando allí y no estaba en absoluto seguro de querer seguir las cosas hasta su conclusión. Quizá debería volver arriba con Rachel. Pero la curiosidad pudo con él.
De modo que siguió a McKoy.
En la sala que se abría al otro lado vieron más expositores alineados a lo largo de las paredes y en el centro. Paul recorrió asombrado aquel laberinto. Estatuas y bustos de Anticox. Tallas de Egipto y Oriente Medio. Grabados mayas. Joyería antigua. Un par de cuadros le llamaron la atención: un Rembrandt del siglo XVII, del que sabía que había sido robado en un museo alemán hacía treinta años, y un Bellini robado en Italia más o menos en la misma época. Ambos estaban entre los tesoros más buscados del mundo. Recordó el seminario que al respecto se había ofrecido en el High Museum.
—McKoy, estas cosas son robadas.
—¿Cómo lo sabe?
Paul se detuvo frente a un expositor que le llegaba al pecho y que mostraba un cráneo oscurecido sobre un pedestal de cristal.
—Éste es el Hombre de Pekín. Nadie lo ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Y esos dos cuadros de ahí son indudablemente robados. Mierda. Grumer tenía razón. Loring es parte de ese club.
—Cálmese, Cutler. Eso no lo sabemos. Puede que ese tipo simplemente tenga una pequeña colección privada. No saquemos conclusiones precipitadas.
Paul se quedó mirando unas puertas dobles abiertas, lacadas en blanco. Divisó las paredes formadas por mosaicos del color del güisqui. Empezó a avanzar, seguido por McKoy. Llegaron al umbral y quedaron atónitos.
—Joder… —susurró McKoy.
Paul contempló la Habitación de Ámbar.
—Lo ha clavado.
El espectáculo visual quedó roto por las dos personas que entraron a través de las otras puertas dobles abiertas a la derecha. Una era Loring. La otra, la mujer rubia de Stod, Suzanne. Los dos llevaban pistolas.
—Veo que han aceptado mi invitación —los saludó Loring.
McKoy se envaró.
—No queríamos defraudarlo.
Loring señaló con el arma.
—¿Qué piensan de mi tesoro?
McKoy dio un paso más adelante. La mujer empuñó con más fuerza la pistola y levantó el cañón.
—Mantenga la calma, señorita. Solo quería admirar la artesanía. —McKoy se acercó a las paredes de ámbar.
Paul se volvió hacia la mujer a la que Knoll había llamado Suzanne.
—Encontró a Chapaev a través de mí, ¿no?
—Sí, señor Cutler. La información me resultó de suma utilidad.
—¿Y mató a ese pobre hombre por esto?
—No, Pan Cutler —terció Loring—. Lo mató por mí.
Loring y la mujer permanecían apartados, en uno de los lados de aquella cámara de diez por diez metros. Existían puertas dobles en tres de las paredes y ventanas en la cuarta, aunque Paul supuso que eran falsas. Era evidente que aquélla era una cámara interior. McKoy siguió admirando el ámbar, masajeando su suavidad. De no ser por la gravedad de su situación, Paul habría estado igualmente fascinado. Pero no muchos legalizadores de testamentos se las veían en un castillo checoslovaco con dos pistolas semiautomáticas apuntando hacia ellos. Desde luego, la universidad no lo había preparado para ello.
—Encárgate —dijo Loring a Suzanne en voz baja.
La mujer salió. Loring se quedó en la sala, con la pistola apuntada. McKoy se acercó a Paul.
—Esperaremos aquí, caballeros, hasta que Suzanne traiga a la otra Cutler.
McKoy se acercó a su compañero.
—¿Qué cojones hacemos ahora? —susurró Paul.
—¿Y yo qué coño sé?
Knoll apartó lentamente la colcha y se metió en la cama. Se acercó a Rachel y empezó a masajearle suavemente los pechos. Ella respondió a sus caricias suspirando levemente, aún medio dormida. Knoll permitió que su mano le recorriera todo el cuerpo y descubrió que bajo la camisa estaba totalmente desnuda. Rachel se dio la vuelta y se acercó a él.
—Paul… —susurró.
Él le cerró la mano alrededor de la garganta, le dio la vuelta para ponerla de espaldas y se colocó encima. Los ojos de Rachel se abrieron con espanto. Knoll le llevó el estilete a la garganta y tanteó con cuidado la herida que le había abierto el martes por la noche.
—Debería haber seguido mi consejo.
—¿Dónde está Paul? —consiguió decir ella.
—En mi poder.
Ella empezó a pelear. Knoll apretó el canto de la hoja contra la garganta.
—Estése quieta, Frau Cutler, o dirigiré el estilete hacia su piel. ¿Me entiende?
Ella se detuvo.
Knoll señaló con la cabeza el panel abierto y relajó levemente su presa para permitirle mirar.
—Está ahí.
Volvió a asegurar la mano sobre la garganta y bajó el cuchillo hacia la camisa, donde se dedicó a arrancar los botones uno a uno. Después apartó los faldones. El pecho desnudo de ella sufrió un espasmo. Knoll trazó el contorno de cada uno de los pezones con la punta del cuchillo.
—La he visto antes desde detrás de la pared. Es usted una amante… intensa.
Rachel le escupió en la cara.
Knoll le propinó un revés.
—Puta insolente… Su padre hizo lo mismo y mire lo que le sucedió.
Le asestó un puñetazo en el estómago y oyó cómo Rachel se quedaba sin aliento. Le golpeó una vez más en cara, esta vez con el puño. La mano regresó a la garganta. Rachel cerró los ojos, aturdida. Knoll le pellizcó las mejillas y le sacudió la cabeza de un lado a otro.
—¿Lo ama? ¿Por qué arriesga su vida? Imagine que es usted una puta y que el precio de mi placer es… una vida. No será desagradable.
—¿Dónde… está… Paul?
Knoll negó con la cabeza.
—Cuánta testarudez… Canalice toda esa furia en la pasión y su Paul verá un nuevo amanecer.
La entrepierna le palpitaba, lista para la acción. Devolvió el cuchillo a la barbilla y apretó.
—De acuerdo —dijo ella al fin.
Knoll titubeó.
—Voy a quitar el cuchillo. Pero muévase un milímetro y la mataré. Y después lo mataré a él.
Bajó lentamente la mano y el cuchillo. Se desabrochó el cinturón y estaba a punto de bajarse los pantalones cuando Rachel gritó.
—¿Cómo consiguió los paneles, Loring? —preguntó McKoy.
—Un regalo del cielo.
McKoy soltó una risita. Paul estaba impresionado por la calma que demostraba el hombretón. Se alegró de que alguien mantuviera el control. Él estaba muerto de miedo.
—Imagino que su plan es usar esa pistola en algún momento. Así que honre a un hombre condenado y responda algunas preguntas.
—Tenía razón antes —contestó Loring—. Los camiones dejaron Königsberg en 1945 con los paneles. Al final fueron cargados en un tren. Ese tren se detuvo en Checoslovaquia. Mi padre intentó hacerse con ellos, pero no lo consiguió. El mariscal de campo Von Schörner era leal a Hitler y no pudo comprarlo. Von Schörner ordenó que los cajones fueran transportados en camión hacia el oeste, hacia Alemania. Tenían que haber llegado a Baviera, pero no pasaron de Stod.
—¿Mi caverna?
—Correcto. Mi padre encontró los paneles siete años después de la guerra.
—¿Y mató a sus ayudantes?
—Una decisión empresarial necesaria.
—¿Rafal Dolinski fue otra decisión empresarial necesaria?
—Su amigo reportero se puso en contacto conmigo y me proporcionó una copia de su artículo. Demasiado informativo para su propio bien.
—¿Y qué hay de Borya y de Chapaev? —preguntó Paul.
—Muchos han buscado lo que tienen ante ustedes, Pan Cutler. ¿No está de acuerdo en que es un tesoro por el que merece la pena morir?
—¿Mis padres incluidos?
—Descubrimos las indagaciones de su padre por toda Europa, pero al encontrar a ese italiano se acercó demasiado. Aquélla fue nuestra primera y única ruptura del secreto. Suzanne se encargó tanto del italiano como de sus padres. Por desgracia, otra decisión empresarial necesaria.
Paul se lanzó contra el anciano. El arma se elevó y apuntó. McKoy agarró a Paul por el hombro.
—Cálmese, supermán. De nada sirve que se deje meter una bala en el cuerpo.
Paul forcejeó para liberarse.
—Retorcerle el puto cuello sí que va a servir. —La furia lo consumía. Nunca se había creído capaz de una ira tal. Quería matar a Loring sin importarle las consecuencias y disfrutar de cada segundo de tormento de aquel hijo de perra. McKoy lo empujó hacia el otro extremo de la estancia.
Loring se dirigió hacia la pared de ámbar opuesta. McKoy le daba la espalda al anciano cuando le susurró a Paul:
—Cálmese. Haga lo que yo haga.
Suzanne encendió una lámpara de techo y la luz bañó el vestíbulo y la escalera. No había peligro de que el personal interfiriera con las actividades nocturnas. Loring les había dado instrucciones específicas de que nadie entrara en el ala principal después de aquella medianoche. Ella ya había pensado en el modo de disponer de los cuerpos y había decidido enterrarlos a los tres en los bosques fuera del castillo, antes de que amaneciera. Subió lentamente las escaleras hasta llegar al desembarco de la cuarta planta, con la pistola en la mano. De repente, un grito perforó el silencio desde la Cámara Nupcial. Suzanne corrió por el pasillo, pasó junto a la balaustrada abierta y se lanzó a por la puerta de roble.
Intentó abrirla. Cerrada con llave.
Otro grito llegó desde el interior.
Suzanne realizó dos disparos contra la vieja cerradura. La madera se astilló. Dio una patada a la puerta. Otra. Un nuevo disparo. Una tercera patada abrió la puerta hacia dentro. En la cámara en penumbra vio a Christian Knoll en la cama, con Rachel Cutler forcejeando debajo de él.
Knoll la vio y propinó un fuerte golpe a Rachel en la cara. Después buscó algo en la cama. Suzanne vio el estilete aparecer en su mano. Apuntó la pistola y disparó, pero Knoll rodó hacia un lado de la cama y la bala no acertó su objetivo. Suzanne reparó en el panel abierto junto a la chimenea. El muy hijo de puta había estado usando los pasadizos. Se arrojó al suelo y se protegió detrás de una silla, pues ya sabía lo que iba a suceder. El estilete surcó la oscuridad y perforó la tapicería, fallando por meros centímetros. Suzanne disparó dos veces más en su dirección. Le respondieron cuatro disparos silenciados que destrozaron el respaldo de la silla. Knoll estaba armado. Y demasiado cerca. Le disparó una vez más y se arrastró hacia la puerta abierta de la habitación, desde donde salió al pasillo. Dos disparos de Knoll rebotaron en la jamba. Una vez fuera, Suzanne se incorporó y echó a correr.
—Tengo que llegar hasta Rachel —susurró Paul, que aún hervía.
McKoy seguía dando la espalda a Loring.
—Salga de aquí cuando yo actúe.
—Tiene una pistola.
—Apuesto lo que sea a que ese hijo de puta no dispara aquí. No va a arriesgarse a agujerear el ámbar.
—No cuente con…
Antes de que Paul pudiera preguntar qué pretendía hacer, el hombretón se volvió hacia Loring.
—Supongo que ya puedo olvidarme de mis dos millones, ¿no? Desgraciadamente. Pero ha sido un alarde de audacia por su parte. Me viene por parte de madre. Trabajó en los campos de pepinos en el este de Carolina del Norte. No dejaba que nadie le tocara los cojones.
—Qué entrañable.
McKoy se acercó un poco.
¿Qué le hace pensar que nadie sabe dónde estamos?
Loring se encogió de hombros.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir.
—Mi gente sabe dónde estoy.
Loring sonrió.
—Lo dudo, Pan McKoy.
—¿Qué le parecería llegar a un acuerdo?
—No me interesa.
De repente, McKoy se arrojó a por Loring y cruzó los tres metros que los separaban lo más rápido que permitía su cuerpo grueso. Cuando el anciano disparó, McKoy se encogió y gritó:
—¡Váyase, Cutler!
Paul corrió hacia las puertas dobles que salían de la Habitación de Ámbar, pero echó un instante la vista atrás para ver cómo McKoy se desplomaba sobre el parque y Loring reajustaba su puntería. Paul salió de un salto de la cámara, rodó sobre el suelo de piedra, se incorporó y corrió por la galería a oscuras, hasta la apertura que daba a la Habitación Románica.
Esperaba que Loring lo siguiera y que le disparara a él, pero desde luego no tendría problemas para dejar atrás a aquel viejo.
McKoy se había dejado disparar para que él escapara. Nunca se le había ocurrido que alguien fuera realmente capaz de algo así. Aquello solo sucedía en las películas. Pero lo último que vio antes de salir de la cámara fue al hombretón tendido en el suelo.
Apartó aquella idea de su mente y se concentró en Rachel mientras corría por el pasillo, hacia la escalera.
Knoll oyó a Suzanne salir al pasillo. Cruzó la habitación y recuperó el cuchillo. Después se dirigió hacia la puerta y se arriesgó a echar un vistazo. Danzer se encontraba a unos veinte metros y corría hacia la escalera. Knoll afianzó los pies y le arrojó el estilete perfectamente equilibrado. Alcanzó a Danzer en el muslo izquierdo. La afiladísima hoja se hundió en la carne hasta el mango.
Suzanne dejó escapar un grito y cayó sobre la alfombra, consumida por el dolor.
—Esta vez no, Suzanne —dijo él con calma.
Se aproximó a ella.
La mujer se aferraba la parte trasera del muslo, del que manaba la sangre en abundancia. Suzanne intentó dar la vuelta hacia la pistola y apuntar, pero Knoll le arrebató al instante la cz-75b de una patada.
La pistola aterrizó lejos de ella.
Knoll le pisó el cuello y la inmovilizó contra el suelo. La apuntó con su propia pistola.
—Se acabaron los juegos y la diversión —dijo.
Danzer tanteó y trató de cerrar la palma alrededor del mango del estilete, pero su rival le pateó la cara con la suela del zapato.
Le disparó dos veces en la cabeza y la mujer dejó de moverse.
—Por Monika —susurró.
Entonces arrancó el cuchillo del muslo del cadáver y limpió la hoja con la ropa de su enemiga. Encontró la pistola de Danzer y regresó al dormitorio, dispuesto a terminar lo que había empezado.