54

Knoll logró entrar a los pasillos ocultos más fácilmente de lo que había esperado. Había esperado oculto tras una puerta entreabierta hasta que había visto que una sirvienta abría un panel oculto en uno de los pasillos de la planta baja. Supuso que se encontraba en el ala sur del edificio occidental. Necesitaba cruzar hacia el bastión más alejado y dirigirse hacia el nordeste, donde se hallaban las salas públicas.

Entró en el pasadizo y avanzó rápidamente, con la esperanza de no toparse con más miembros del servicio. Las horas tardías parecían disminuir las probabilidades de que eso sucediera. Los únicos que se desplazaban ahora eran las doncellas, que se aseguraban de que se satisficieran todas las necesidades de los invitados para pasar la noche. El húmedo pasillo estaba repleto de conductos de aire, tuberías de agua y tubos eléctricos. El camino lo iluminaban bombillas desnudas.

Subió tres escaleras espirales y se encontró en lo que creía el ala norte. Las paredes estaban cubiertas de diminutos orificios situados en nichos y protegidos por chapas de plomo. A medida que avanzaba abrió algunos para espiar las diversas habitaciones. Aquellas mirillas eran otro residuo del pasado, un anacronismo de una época en la que los ojos y los oídos eran el único modo de obtener información. Ahora no eran más que señales adecuadas para saber dónde se encontraba uno, o una deliciosa oportunidad para un voyeur.

Se detuvo en otra mirilla y descorrió la chapa de plomo. Reconoció la habitación Carolotta por la hermosa cama y el escritorio. Loring había bautizado aquel espacio en honor de la amante del rey Luís I de Baviera y su retrato adornaba la pared que tenía enfrente. Se preguntó qué elemento de la decoración ocultaría aquel orificio. Probablemente las tallas de madera, recordó, pues en una ocasión le había sido asignado aquel dormitorio.

Siguió adelante.

De repente, a través de la piedra oyó la vibración de unas voces. Buscó una mirilla. Tras dar con ella, echó un vistazo y pudo ver la figura de Rachel Cutler de pie, en medio de una habitación muy bien iluminada. El pelo húmedo y su cuerpo desnudo estaban envueltos con toallas marrones.

Knoll se detuvo.

—Ya te dije que McKoy planeaba algo —dijo Rachel.

Paul estaba sentado frente a un escritorio de palisandro barnizado. Él y Rachel compartían una habitación de la cuarta planta del castillo. A McKoy se le había asignado otra más abajo. El mayordomo que les había subido la bolsa de viaje les había explicado que aquel cuarto era conocido como la Cámara Nupcial, en honor de un retrato del siglo XVII que mostraba a una pareja con trajes alegóricos, y que colgaba sobre la gran cama. Era una pieza espaciosa y dotada de baño privado, oportunidad que Rachel había aprovechado para darse un breve baño y prepararse para la cena que, según Loring, se serviría a las seis.

—No me siento cómodo con todo esto. Imagino que Loring no será un hombre al que se pueda tomar a la ligera. Especialmente si hablamos de chantaje.

Rachel se quitó la toalla de la cabeza y regresó al baño para secarse el pelo con un secador de mano.

Paul estudió uno de los cuadros que colgaban de las paredes. Se trataba de una figura parcial de san Pedro penitente. Un Da Cortona, o tal vez un Reni. Italiano del siglo XVIII, si recordaba bien. Caro, en caso de que fuera posible encontrarlo siquiera fuera de un museo. El lienzo parecía original. Por lo poco que sabía de porcelana, las figuras que descansaban en los saledizos de las paredes, a ambos lados del cuadro, eran Riemenschneider. Alemanas, del siglo XV, y de un valor incalculable. En el camino hacia el dormitorio habían visto más cuadros, así como tapices y esculturas. Qué no daría la gente del museo de Atlanta por exponer una simple fracción de aquellas piezas.

El secador se apagó. Rachel salió del baño, pasándose los dedos por el pelo rojizo.

—Como en un hotel —dijo—. Gel, champú y secador.

—Salvo que la habitación está decorada con obras de arte que valen millones.

—Todo eso es original.

—Por lo que sé.

—Paul, tenemos que hacer algo acerca de McKoy. Esto está yendo demasiado lejos.

—Estoy de acuerdo. Pero Loring me preocupa. No es para nada lo que esperaba.

—Has visto demasiadas películas de James Bond. No es más que un viejo rico amante del arte.

—Se tomó la amenaza de McKoy con demasiada calma, en mi opinión.

—¿Debemos llamar a Pannik para hacerle saber que nos vamos a quedar aquí?

—No creo que haga falta. Ya veremos cómo se desarrollan las cosas. Pero voto por marcharnos de aquí mañana.

—No pienso poner reparos al respecto.

Rachel se quitó la toalla y se puso unas bragas. Él la observaba desde la silla y trataba de permanecer impasible.

—No es justo —dijo.

—¿El qué?

—Que te pongas a bailar desnuda.

Rachel se puso el sujetador, se acercó a él y se sentó en su regazo.

—Lo del martes por la noche te lo dije en serio. Quiero intentarlo otra vez.

Paul contempló a la Reina de Hielo, semidesnuda en sus brazos.

—Nunca he dejado de quererte, Paul. No sé qué sucedió. Creo que mi orgullo y mi furia lo desbarataron todo. Llegué a un punto en el que me sentía asfixiada. No es nada que hicieras tú. Fue culpa mía. Desde que obtuve el estrado, algo sucedió. No sabría explicártelo.

Rachel tenía razón. Sus problemas habían aumentado desde que ella juró su cargo. Quizá, el hecho de que todo el mundo se pasara el día diciéndole «sí, señora» y «señoría» resultara difícil de olvidar en casa. Pero para él era Rachel Bates, una mujer a la que amaba, no un tótem al que respetar o un conducto hacia la sabiduría de Salomón. Él le rebatía, le decía lo que tenía que hacer y se quejaba cuando ella no lo hacía. Quizá, pasado un tiempo, el marcado contraste entre sus dos mundos se hiciera difícil de delinear. Tanto que ella, al final, había decidido librarse de uno de los lados en conflicto.

—La muerte de papá y todo esto me han hecho ver las cosas con claridad. Toda la familia de mis padres murió en la guerra. No tengo más que a María y a Brent… Y a ti.

Paul la miró fijamente.

—Lo digo en serio. Eres mi familia, Paul. Hace tres años cometí un gran error. Me equivoqué.

Paul comprendió lo difícil que le estaba resultando decir aquellas palabras, pero necesitaba saber.

—¿Y cómo es eso?

—El martes por la noche… La aventura en la abadía, colgar así del balcón, basta para hacer entrar en razón al más pintado. Viniste aquí porque creías que yo estaba en peligro y arriesgaste mucho por mí. Yo no debería ser tan difícil. No te lo mereces. Lo único que querías era un poco de paz, tranquilidad y consistencia. Y yo lo único que hacía era poner las cosas más difíciles.

Paul pensó en Christian Knoll. Aunque Rachel nunca lo había admitido, se sentía atraída por él. Podía sentirlo. Pero Knoll la había abandonado para que muriera. Quizá aquel acto hubiera servido para que su mente analítica recordara que no todo era lo que aparentaba. Su exmarido incluido. Qué demonios. La quería. Quería recuperarla. Era el momento de decidir o de callarse.

La besó.

Knoll observó cómo los Cutler se abrazaban, excitado por la visión de Rachel Cutler medio desnuda. Durante el viaje juntos desde Munich hasta Kehlheim, ya había llegado a la conclusión de que a ella todavía le preocupaba su exmarido. Probablemente aquél fuera el motivo de que lo rechazara en Warthberg. Sin duda se trataba de una mujer atractiva. Pecho muy abundante, cadera estrecha, entrepierna incitadora. Quiso poseerla en la mina y ésa era su intención justo antes de que Danzer se inmiscuyera con la explosión. ¿Por qué no rectificar la situación aquella noche? ¿Tenía ya alguna importancia? Fellner y Monika estaban muertos. Él se había quedado sin trabajo. Ninguno de los demás miembros del club querría contratarlo después de lo que estaba a punto de hacer.

Una llamada a la puerta de la habitación captó su atención.

Observó a través de la mirilla.

—¿Quién es? —preguntó Paul.

—McKoy.

Rachel dio un brinco, recogió sus ropas y se ocultó en el dormitorio. Paul se levantó y abrió la puerta. McKoy pasó, vestido con unos pantalones de pana verde y una camisa de rayas. En los grandes pies llevaba unos botines marrones.

—Un atuendo informal, McKoy —dijo.

—Tengo el esmoquin en la tintorería.

Paul cerró la puerta.

—¿Qué estaba haciendo con Loring?

McKoy se encaró con él.

—Anímese, letrado, estaba intentado alterar un poco a ese viejo chocho.

—Entonces, ¿qué estaba haciendo?

—Sí, McKoy, ¿de qué iba todo eso? —preguntó Rachel mientras salía del baño. Iba vestida con unos vaqueros plisados y un jersey ajustado de cuello alto.

McKoy la miró de arriba abajo.

—Viste muy bien, su señoría.

—Vaya al grano —protestó ella.

—El grano era ver si el hombre soltaba prenda, cosa que hizo. Lo presioné para ver de qué está hecho. Venga, hombre. Si no tuviera nada que ver en el asunto, nos habría dicho: «sayonara, váyanse a tomar por saco». Tal como se le pusieron las cosas, perdió el culo para que nos quedáramos a pasar la noche.

—¿No hablaba en serio? —preguntó Paul.

—Cutler, sé que ustedes dos me consideran una mierda de las ciénagas, pero tengo valores. Bueno, sí, la mayor parte del tiempo andan un poco sueltos, pero por ahí están. Ese Loring… o sabe algo o quiere saberlo. En cualquier caso, está lo bastante interesado como para hacernos pasar aquí la noche.

—¿Cree que es parte de ese club del que hablaba Grumer? —preguntó Paul.

—Espero que no —respondió Rachel—. Eso podría significar que Knoll y esa mujer andan por aquí.

A McKoy no parecía preocuparle aquello.

—Es una posibilidad que habrá que aceptar. Tengo buenas vibraciones. Y también un montón de inversores esperándome en Alemania, así que necesito respuestas. Apuesto lo que sea a que ese viejo hijo de puta las tiene.

—¿Cuánto tiempo podrá su gente contener la curiosidad de los socios? —preguntó Rachel.

—Un par de días. Como mucho. Mañana por la mañana empiezan a trabajar en el otro túnel, pero les dije que se lo tomaran con calma. Personalmente, creo que es una pérdida de tiempo.

—¿Cómo debemos enfrentarnos a esta cena? —preguntó Rachel.

—Es muy sencillo: cómase lo que le pongan, bébase sus licores y encienda la aspiradora de información. Debemos obtener más de lo que demos, ¿entendido?

Rachel sonrió.

—Sí, entendido.

La cena resultó cordial. Loring dirigió una agradable conversación acerca de arte y política. Paul se sentía fascinado por el alcance de los conocimientos de aquel hombre. McKoy presentó su mejor humor. Aceptó la hospitalidad de Loring y le dedicó toda suerte de elogios a propósito de la comida. Paul lo observaba todo cuidadosamente y reparó en el intenso interés que Rachel sentía por McKoy. Parecía que estuviera esperando a que él cruzara la línea.

Tras el postre, Loring los guió por una visita a la amplia planta baja del castillo. La decoración parecía una mezcla de mobiliario holandés, relojes franceses y candelabros rusos. Paul se fijó en el énfasis en el clasicismo, junto con las imágenes claras y realistas de todas las tallas. En conjunto se trataba de una composición bien equilibrada y plásticamente perfecta. Los artesanos sin duda conocían su oficio.

Cada espacio tenía un nombre. La Cámara Walderdorff. La Habitación Molsberg. La Sala Verde. El Cuarto de las Brujas. Todas estaban decoradas con muebles antiguos (originales en su mayoría, les explicó Loring) y obras de arte, hasta tal punto que Paul tuvo problemas para abarcarlo todo, y deseó que hubiera allí dos encargados del museo para que le explicaran las cosas. En lo que Loring denominó Habitación de los Antepasados, el anciano se detuvo junto a un óleo de su padre.

—Mi padre descendía de un largo linaje. Sorprendentemente, siempre por el lado paterno. Por tanto, siempre ha habido varones Loring para heredar. Ése es uno de los motivos por los que hemos dominado este lugar durante quinientos años.

—¿Y qué hay de la época comunista? —preguntó Rachel.

—Incluso entonces, querida. Mi familia aprendió a adaptarse. No había más opción. Adaptarse o morir.

—Es decir, que trabajaron ustedes para los comunistas —dijo McKoy.

—¿Y qué otra cosa podíamos hacer, Pan McKoy?

McKoy no respondió y se limitó a devolver su atención al retrato de Josef Loring.

—¿Estaba interesado su padre en la Habitación de Ámbar?

—Mucho.

—¿Había visto la original en Leningrado antes de la guerra?

—De hecho, mi padre vio la sala antes de la Revolución Rusa. Era un gran amante del ámbar, como sin duda ustedes ya saben.

—¿Por qué no nos dejamos de chorradas, Loring?

Paul se encogió ante la repentina intensidad de la voz de McKoy. ¿Era genuina, o se trataba de más juegos?

—Tengo un agujero en una montaña a ciento cincuenta kilómetros de aquí y cuya excavación me ha costado un millón de dólares. Lo único que he obtenido por mis desvelos han sido tres camiones y cinco esqueletos. Déjeme decirle lo que pienso.

Loring se sentó en una de las sillas de cuero.

—Por favor…

McKoy aceptó un vaso de clarete de un mayordomo con una bandeja.

—Dolinski me contó una historia acerca de un tren que abandonó la Rusia ocupada allá por el 1 de mayo de 1945. Se supone que a bordo viajaba la Habitación de Ámbar, embalada en cajas. Algunos testigos aseguraban que las cajas se descargaron en Checoslovaquia, desde donde supuestamente fueron transportadas en camión hacia el sur. Una versión dice que fueron almacenadas en un bunker subterráneo empleado por el mariscal de campo Von Schörner, comandante del ejército alemán. Otra asegura que se dirigieron hacia el oeste, hacia Alemania. Una tercera dice que hacia el este, hacia Polonia. ¿Cuál es la correcta?

—Yo también he oído esas historias. Pero si no recuerdo mal, ese bunker fue revisado de arriba abajo por los soviéticos. Allí no encontraron nada, de modo que esa opción queda eliminada. Respecto a la versión oriental, la de Polonia, la pongo en duda.

—¿Cómo es eso? —preguntó McKoy mientras se sentaba.

Paul permaneció de pie, con Rachel a su lado. Resultaba interesante ver el duelo de aquellos dos hombres. McKoy se había encargado de los socios con habilidad y en ese momento se comportaba con la misma astucia. Parecía saber por intuición cuándo presionar y cuándo liberar la presión.

—Los polacos carecen del cerebro y de los recursos para albergar un tesoro así —dijo Loring—. Alguien lo habría descubierto ya, sin lugar a dudas.

—Me suena usted muy prejuicioso —señaló McKoy.

—En absoluto. Es un hecho. A lo largo de la historia, los polacos nunca han sido capaces de unirse durante mucho tiempo bajo una misma bandera. Son gregarios, no líderes.

—Entonces, ¿apuesta usted por Alemania, el camino occidental?

—Yo no apuesto nada, Pan McKoy. Solo que, de las tres que usted me ha presentado, la occidental parece la más probable.

Rachel se sentó.

—Señor Loring…

—Por favor, querida. Llámeme Ernst.

—De acuerdo…, Ernst. Grumer estaba convencido de que Knoll y la mujer que mató a Chapaev trabajaban para los miembros de un club. Él los llamaba «recuperadores de antigüedades perdidas». Se supone que Knoll y la mujer eran adquisidores: robaban obras de arte que ya habían sido robadas y los miembros competían los unos contra los otros por encontrar nuevas piezas.

—Parece intrigante. Pero puedo asegurarle que yo no soy miembro de ninguna organización así. Como puede ver, mi hogar está lleno de obras de arte. Soy un coleccionista público y muestro abiertamente mis tesoros.

—¿Y qué hay del ámbar? De eso no hemos visto mucho —terció McKoy.

—Tengo varias piezas muy hermosas. ¿Quiere verlas?

—Ya le digo.

Loring salió de la Habitación de los Antepasados y los guió por un pasillo enrevesado hacia zonas más profundas del castillo. La sala en la que por fin entraron se trataba de un pequeño cuadrado sin ventanas. Loring encendió un interruptor encajado en la piedra, lo que iluminó los expositores de madera que se alineaban en las paredes. Paul recorrió las vitrinas y reconoció de inmediato vasijas Vermeyen, cristal de Bohemia y orfebrería Mair. Todas las piezas tenían más de trescientos años y estaban en perfectas condiciones. Dos de los expositores estaban ocupados exclusivamente por ámbar. Entre la colección había un cofrecito, un tablero de ajedrez con sus piezas, un cofre de dos pisos, cajitas para rape, una bacinillas de afeitado, una jabonera y un cepillo para enjabonarse.

—En su mayoría son del siglo XVIII —explicó Loring—. Todas proceden de los talleres de Tsarskoe Selo. Los maestros que trabajaron estas bellezas tallaron los paneles de la Habitación de Ámbar.

—Nunca había visto nada igual —dijo Paul.

—Estoy bastante orgulloso de esta colección. Cada pieza me ha costado una fortuna. Pero, desgraciadamente, no dispongo de la Habitación de Ámbar para hacerles compañía, por mucho que me gustara.

—¿Por qué será que no le creo? —preguntó McKoy.

—Francamente, Pan McKoy, nada me importa si me cree o no. La pregunta más importante es cómo va a demostrar usted lo contrario. Viene a mi casa a realizar toda clase de acusaciones infundadas, me amenaza con colocarme frente a los medios de comunicación de todo el mundo, y resulta que no tiene para sustentar sus alegaciones nada más que una fotografía trucada de unas letras en la arena, así como los farfullos de un académico comido por la codicia.

—No recuerdo haber comentado que Grumer fuera un académico —dijo McKoy.

—Y no lo ha hecho. Pero conozco a Herr Doktor. Poseía una reputación que yo no tacharía de envidiable.

Paul percibió un cambio en el tono de Loring. Había dejado de ser congenial y conciliatorio. Ahora las palabras eran lentas e intencionadas, su significado claro. Parecía que a aquel hombre se le estaba agotando la paciencia.

McKoy no parecía impresionado.

—Yo creía, Pan Loring, que un hombre de su cuna y su experiencia sería capaz de manejar a alguien tan tosco como yo.

Loring sonrió.

—Su franqueza resulta refrescante. No sucede muy a menudo que un hombre me hable como usted lo hace.

—¿Ha pensado acerca de mi oferta de esta tarde?

—Para serle sincero, sí lo he hecho. ¿Solucionaría un millón de dólares americanos su problema de inversión?

—Tres millones me vendrían mejor.

—Entonces supongo que se conformará con dos sin necesidad de más regateos.

—Supone bien.

Loring rió entre dientes.

Pan McKoy, somos muy parecidos.